El
lejano sonido de un coche al acercarse me saca de mis pensamientos. No suelo
quedarme traspuesto sentado en el exterior de mi floristería, pero la vejez
llama a mi puerta desde hace mucho tiempo. Levanto la vista hacia la derecha y
lo veo venir. El Cadillac Town verde de Al Capone viene hacia aquí. La tensión
de las ruedas al circular a toda velocidad delata que el conductor, atento ante
un posible ataque, hará lo que sea necesario para sacar a su ilustre pasajero de
cualquier atolladero. Y eso que todo el mundo sabe que está blindado, pero como
dicen las malas lenguas, más vale prevenir que curar.
Al
parar frente a mí, el sol se refleja en la carrocería y me deslumbra. No es
casualidad. Tony, el chofer, siempre aparca así cuando detecta una potencial
amenaza, aunque sea una tan minúscula como yo. Así se asegura que el posible
pistolero no tenga un blanco fácil mientras su jefe baja del vehículo. Cuando
mis débiles ojos enfocan de nuevo, ya tengo al gánster encima. Apoya su mano con
fuerza en mi hombro y, sin poder evitarlo, me fijo en el enorme diamante que
viste en su dedo anular. Sé que, si quisiera, Scarface podría comprar toda mi
vida con una simple esquirla de ese pedrusco. Como si leyera mi mente, con la
mano que tiene libre, deja caer un billete de cien dólares en mi regazo. Capto su
mensaje. Me permitirá seguir siendo su discreto vecino mientras no haga ninguna
tontería. Tras la advertencia se va, sin mediar palabra, perdiéndose tras la
puerta de Los Cuatro Diablos.
Dos
de sus matones se plantan junto a la entrada y, con las Thompson en sus manos,
vigilan sin pestañear. Por la expresión tensa de sus rostros puedo adivinar que
algo gordo se cuece. Y mis sospechas no tardan en hacerse realidad. Como si de
un perverso desfile del cuatro de julio se tratase, van apareciendo, a lo largo
de la calle, uno tras otro, una decena de coches en fila india doblando la
esquina de la Quinta con St. Louis. Orquestados por una mano invisible aparcan a
lo largo de la calle ocupándola casi por completo. De ellos bajan los
lugartenientes de la banda escoltados por sus guardaespaldas. Cortados por el
mismo patrón, todos llevan sombrero negro de ala ancha y traje de rayas
americanas con pañuelo rojo en el bolsillo. Entran dentro, no sin antes presentar
sus respetos a Jack 'Machine Gun' McGurn que ha salido del local para
recibirlos. Entre apretón de manos y golpe en la espalda aun le da tiempo a echarme
un vistazo que dura más de lo habitual. Conozco muy bien esa llama de maldad
que arde en su interior como fuego abrasador y jamás la temí. Siempre he sabido
que, manteniendo las distancias, aunque es obvio que me desprecia, podría vivir
sin tener problemas con él. Pero hoy percibo algo en sus ojos que me aterra.
Veo regocijo. Algo me dice que me tiene guardada una desagradable sorpresa.
Tras
perder de vista a la marabunta de sicarios que han acudido a la fiesta decido
que es hora de barrer un poco la acera. Cojo la escoba y me pongo a ello.
Pienso que podría meterme dentro, buscando una falsa seguridad, pero algo me
dice que hoy no debo dar pie a que sospechen que les he traicionado y que me escondo
en mi tienda justo antes de una posible masacre. Prefiero quedarme aquí fuera
rezando para que no suceda lo mismo que ocurrió hace justo veinte días, cuando
varios de sus sicarios murieron acribillados a cuatro manzanas de aquí. Aunque,
si dejo atrás mi fe cristiana, podría reconocer que, si en este momento me
viera envuelto en un fuego cruzado, no buscaría un refugio donde esconderme. Tal
es la pena que siento en mi interior. Dejando atrás estos pensamientos que ni
siquiera debería tener, me fijo en que vuelvo a estar a solas con los dos vigilantes.
No hace falta ser muy listo para saber que están ahí porque aún debe llegar la
mano derecha de Capone. Jamás podría celebrarse una reunión de este calibre sin
la presencia de Frank Vitti, su segundo. El ejecutor. Y así es. Ya veo como su
coche se acerca por el este.
Sin
perder ni un minuto estaciona en el sitio que tenía reservado detrás del coche
de su jefe y el chofer sale a abrir la puerta que da a la acera. Colocado de
manera estratégica bloquea todos los posibles ángulos a un posible francotirador.
Queda a la espera de que Vitti salga. Y yo hago lo mismo. Sé que lo he visto centenares
de veces, pero percibir en sus ojos la crueldad absoluta que envenena su alma
me hace sentir que soy buena persona. Aunque sepa que, en lo más profundo de mi
ser, hay oscuridad. Pero hoy me llevo una pequeña decepción y a la vez, una
gran sorpresa. El primero en salir del auto no es Frank. Es Joseph, el pequeño
de los Romano. Bajo este frio sol de invierno nuestras miradas se cruzan por un
instante y sé, sin que me diga nada, cuál es la razón que le ha llevado a enrolarse
en las filas de la banda. Y aunque quiera, no lo culpo.
Mientras
pasa por mi lado, ya sin prestarme atención, recuerdo aquellos días felices en
los que venía a mi casa a cortejar a mi dulce Teresa. Un pasado en el cual creía
que, de verdad, ellos dos lograrían escapar del infierno que nos rodea. Soñé
que se alejarían del barrio con su inocencia indemne, lejos del alcohol, las
balas y la muerte que colman de dolor el aire que respiramos cada día. ¡Qué iluso!
Lo sabía y no lo quise ver. Jamás tuvieron una oportunidad. Y ahora, al verlo
aquí, queda demostrado que lo llevamos en la sangre. Vendetta lo llaman. Yo lo
llamo maldición.
Tras
cruzar el umbral del garito, me quedo en la calle, solo, sujetando tan fuerte
el palo de la escoba que mis viejos nudillos protestan, a grito pelado,
mientras lágrimas de rabia ruedan como anillos por mi cara. Quisiera creer que
lloro por haber perdido a mi hija en aquel maldito tiroteo entre clanes. Pero
no es por eso. Dios quiso que ella estuviera en el lugar equivocado en el
momento oportuno para que una ráfaga de metralleta de Bugs Moran acabara con
sus sueños y esperanzas. Tras perderla, creí aceptar el amargo cáliz que el
señor me enviaba y por eso, tras enterrarla, traté de seguir con mi vida acompañado
por un dolor eterno e incansable en su martirio.
Pero
ver a Joseph entrar en el abismo me anuncia que volverá a rondar parca por las
calles de Chicago. Sé que la quería más
que a su vida y la perdió para siempre, por eso lleva una herida, por eso busca
la muerte, de aquellos que se la arrebataron para siempre, o tal vez la
suya, lo que primero ocurra. He visto en su alma que no le importa morir. Es
más, creo que lo desea. No dudo que, en esa joven, enamorada y destrozada mente
anida la estúpida idea de que, si lo matan vengándola, se reunirá con ella en
el más allá. Yo no sé si hay cielo e infierno, solo sé que, si acaba ejecutando
el ojo por ojo, jamás volverá a estar junto a mi Teresa.
Me
siento en mi vieja silla justo en el momento en que cuatro hombres salen por la
puerta. Dos de ellos vestidos de policías y los otros dos de paisano. Quien no
los conozca como yo podría confundirlos, sin dificultad, con agentes de la ley
y el orden. Scarface se está superando a si mismo con cada osada acción que
lleva a cabo. Su inteligencia le ha llevado a ordenar a los nuevos que ejecuten
su represalia. Joseph, como no, es uno de ellos. Escoltados por McGurn se
disponen a montarse en un Sedan, negro y anodino, que acaba de llegar. De
pronto, Joe gira la cabeza y al mirarme me parece detectar, en sus ojos, un
atisbo de súplica. Aunque puede que lo esté imaginando. Tal vez me está
pidiendo sin palabras que haga algo, que llame a la policía e impida aquello
que él es incapaz de detener. Quizás busca que mi hija lo salve en el último
segundo.
Aún en shock
por lo que creo que ha pasado, veo alejarse el coche en dirección a su fatídico
destino. Podría hacerlo. Podría levantarme, entrar en mi tienda, pasar entre
todos los hermosos ramos de rosas que están esperando a los enamorados en este desangelado
y trágico día de San Valentín y, acompañado por su dulce aroma, levantar el
teléfono y hacer esa llamada que salve el alma del chico. Pero como ya he
dicho, lo llevamos en la sangre. Y, aunque sé que Dios jamás atenderá esta plegaria,
rezo para que Joseph acierte en el jodido corazón de aquel que me quitó lo que
yo más quería. Y con este reconfortante pensamiento, apoyo mi espalda en el respaldo,
entorno los ojos y, mientras imagino como la sangre corre a raudales, sonrío.
Consigna: relato POLICÍACO en el que encajes la frase «La
quería más que a su vida y la perdió para siempre, por eso lleva una herida,
por eso busca la muerte».
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