—¿Qué
le ocurre a esa sucia cara tuya? No me gusta ese semblante, chico —sentencia
Doc Halloway a través de sus lentes—. Eso fue lo que sucedió, tal cual te he
relatado. Ni más ni menos.
—Pero,
dígame, ¿cómo pudo «Soapy» acabar de esa manera después de haber escapado en
tantas otras ocasiones? —pregunta incrédulo el mozo de cuadra de Randolph
Hupper—. ¿Cómo pudo un hombre tan listo perder así la vida? No estaba asaltando
un carruaje con su banda ni conspirando en su despacho contra las autoridades.
¡Ni siquiera estaba intentando timar a alguien!
—Ah,
joven amigo, el destino de todo hombre está escrito en cada una de las piedras
de las minas de Mammoth Mountain; en cada traviesa que pisa el caballo de
hierro de la Union Pacific. Incluso el de las leyendas. ¡Que se lo pregunten a
Lou Monger! ¡Ja, ja, ja! ¡Cruel destino el de ese desgraciado forajido cuyos
pedacitos todavía siguen esparcidos por todo Dark Valley!
Las
carcajadas del viejo retumban en el interior del Tivoli Club. Los cuatro
hombres que juegan al póker en la mesa contigua solo reaccionan ante el farol
que uno de ellos se acaba de marcar escupiendo profusamente al suelo. Mientras,
Mary Elaine Bishop suspira por que alguno de ellos gane lo suficiente como para
pagar sus favores. Necesita ahorrar para largarse de esa ciudad cargada de oro,
pero atestada de malhechores y pendencieros timadores.
Han
pasado ya diez años desde que Jeff Smith II, el famoso «Soapy» Smith, fuera
tiroteado lejos de allí, en los confines de Alaska. Muy lejos de su imperio.
Pero el Tivoli Club continúa siendo frecuentado por prácticamente la misma
clientela.
—¿Que
cómo consiguió todo aquello, muchacho? A base de juegos amañados y comprar a
las personas adecuadas. Así se consigue todo en estas tierras —afirma el
hombre—. Con eso, inteligencia y una pizca de suerte.
El
joven se queda mirando a Doc con esos ojos de quien quiere saber más y el
médico, pidiendo con un gesto otra botella de whisky al camarero, comienza su
relato.
—Mira,
chico, te voy a contar otra historia, pero que sirva para que cambie ese
aspecto de rata deplorable que tienes. Anda, tómate esta botella conmigo, la
señora Carson todavía tardará en llegar para su revisión dental. Le guardaremos
un poco— añade llenando dos pequeños vasos de vidrio. —Algunas grandes leyendas
tienen finales inesperados. «Soapy» Smith podría haber acabado a manos de una
turba de gente estafada en las calles de Denver, tiroteado por un alcalde con
algo de mal humor al intentar ser sobornado o podría haber muerto sepultado por
su McGinty, aquella supuesta momia gigante que exponía frente a los incautos.
¡Ja, ja, ja! Hay que admitir que ingenioso sí que era. Pero murió por su
avaricia, por no querer devolver un dinero que había robado a un pobre minero
estafado. Y por su orgullo, pues cara a cara y con un Winchester apuntándole no
dio su brazo a torcer. ¡Ah! Así es el ser humano: cuando se acostumbra a ser el
dueño y señor de todo, olvida que siempre vendrán otros a reemplazarlo.
»Pero,
bueno, no dejes que me vaya por las ramas, joven. Como decía, te contaré una
historia sobre «Soapy» que la mayoría desconoce. ¿Sabes o acaso imaginas por
qué dejó el negocio de la venta de jabón por el cual recibió ese apodo? Si es
que se puede llamar así, ¡ja, ja, ja! —. El chico sonríe pícaramente. —Claro, ya
sabes, aquellas barras que vendía por un dólar y que contenían «premio
asegurado». Hacía creer a la clientela que escondía billetes de varios dólares
en su interior y, gracias a sus compinches, que vociferaban que habían dado con
una de ellas premiada, la gente hacía largas colas esperando su turno. Ah,
caprichosa fortuna. Y todavía más voluble destino. —El mozo se le queda mirando
frunciendo el ceño y, aburrido, vuelve a dar un sorbo al vaso del whisky.
»Bien,
verás—continúa Doc Halloway—, estas tierras están sembradas de oro, pero
regadas con sangre, y no es habitual cruzarse con algo que alivie el alma. Algo
o alguien. Y más si hablamos de Angelita Suárez, ¡vive Dios! —Golpea la mesa
con fuerza y apura su vaso. —Oh, sí, causaba estragos entre los hombres,
especialmente entre los letrados, pues Angelita poseía la bravura salvaje de
los búfalos, pero también las formas delicadas de una muchacha criada en una
mansión. Sabía varios idiomas, dominaba el arte del tiro con arco y tocaba el
piano. Fíjate, hijo, cuentan que el propio Jim Compton se quedó con la
mandíbula torcida tras presenciar un concierto que ella dio en la víspera de
Año Nuevo de 1890. ¡Bendito embuste! Si nos hemos reído de él recreando la
disparatada situación. ¡Ja, ja, ja! En fin, como te decía, una mujer de armas
tomar y, además, inteligente. Así era Angelita. O es. Porque no se supo nada
más de ella tras el incidente. Desapareció de la noche a la mañana tras saberse
aquello… ¡No es oro todo lo que reluce, chico, no lo es! Recuerda mis palabras,
en estas tierras sabemos mucho de eso.
El
joven continúa sentado cada vez más vencido por el alcohol y las disparatadas
batallitas del viejo doctor. Su cuerpo se balancea levemente y, con la mirada
ya algo perdida, se dispone a llenar de nuevo los vasos. Los hombres que
jugaban al póker han desaparecido y Mary Elaine sube las escaleras del club de
la mano de un joven forastero. Doc, sentado frente a él, se seca el sudor de la
frente con un pañuelo amarillento y, tras buscar algo en el bolsillo, se mete un
poco de tabaco en la boca y prosigue con su relato.
»No
desesperes, termino en breve, mas Angelita merece que se la recuerde bien. No
me gustaría que pensaras de ella que era una aprovechada o una señoritinga de
esas que ofrecen la mano enguantada para luego retirarla antes de que puedas
besarla. No, ella era una mujer instruida que, por vicisitudes de la vida,
había terminado en Denver justo cuando «Soapy» comenzaba a ser famoso.
Conociendo las influencias que este tenía en toda la ciudad, no tardó en
acercarse a él para ver si, entre los dos, podían ostentar todo el poder. Entre
los timos de él y las supuestas donaciones para caridad que ella se encargaba
de gestionar, hacían una pareja perfecta. Pero esto es lo que ocurrió:
—Querida,
tengo algo que comentarte —dijo «Soapy» agarrando con ternura el hombro de
Angelita.
—Si
te refieres a intentar sobornar de nuevo a Byron Smith, creo que ha sido
suficiente. Está claro que ese cabrón de Texas jamás debería haber llegado
a esferas tan altas de la política. Bah,
estoy acostumbrada a ver lo mismo una y otra vez. Cuando vivía en Las Cruces…
—Angelita,
querida, disculpa, no me refiero a eso. Quiero decir que…
—¿Que
pasemos a la acción como sugeriste en la última reunión del Tivoli? ¿Que nos
convirtamos tú, yo y tu banda en unos vulgares forajidos que asaltan diligencias?
¡Vamos! ¡Acabáramos! No hemos llegado hasta aquí para…
—No,
no, no es eso, Angelita. No hablo de eso. No, no, no. Hablo de algo más íntimo…
—Un largo silencio cayó sobre «Soapy». Le pareció ver las motas de polvo pasar
por delante de sus ojos y caer moribundas al suelo; dejó de escuchar el
segundero que no acababa de avanzar en el reloj de la sala; se le ocurrió que,
de pronto, esa respiración acelerada de Angelita podía ser un tornado
devastador que acabara con él y con toda la ciudad en un periquete.
—Pero,
«Soapy»… Jeff, ¿cómo puedes pensar en eso en estos momentos? —arguyó ella
desatada—. Hay mucho más en juego. Tenemos un vagón repleto de barras de jabón
pendiente de vender y…
—Jabón
que, por cierto, todavía no te has dignado a usar, querida. Tengo que decir que
tu cuerpo despide un… —«Soapy» tembló al decir estas últimas palabras, a las
que ella no parecía haber prestado atención.
—Bueno,
si te empeñas… Está bien, tienes razón. Nos conocemos desde hace tiempo y nos
llevamos bien. A mí también me atraes… Pero, ¿cómo? ¿Qué acabas de decir? ¡No!
¡No me vengas con esas otra vez!
—Angelita,
en serio, deberías usarlo. ¡Pruébalo solo una vez! ¡Es suave a la par que
intenso! ¡Aromático! ¡Exótico! ¡Y limpia! —Se hizo el silencio tras la súplica.
—«Soapy»
—dijo finalmente Angelita—, déjame en paz, no me pienso duchar, me gusta el
olor que despido, un tío ahí dentro se puede ahogar —concluyó señalando sus
partes íntimas con los índices de ambas manos.
El mozo de cuadra se queda petrificado frente a Doc.
No sabe si echarse a reír a carcajadas o mandar al viejo a freír espárragos.
Finalmente, deja de contenerse y sus carcajadas retumban por todo el salón, a
las que se suman las del doctor. Lo que queda en la botella de whisky se
derrama entre añicos de cristal y los hombres caen al suelo entre estertores y
lágrimas. El camarero les dirige la mirada mientras niega con la cabeza. La
señora Carson tendrá que volver otro día a su revisión.
Consigna: relato HISTÓRICO en el que encajes la frase «Déjame en paz, no me pienso duchar, me gusta el olor que despido, un tío ahí
dentro se puede ahogar».
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