Papá
siempre me había dicho que nadie me haría daño. Porque era tierna y delicada.
Yo sabía que nada de eso era verdad, porque al verme en el espejo veía todo lo
contrario. Pero siempre le seguí la corriente, porque sabía que lo hacía sentir
bien. ¿Me hacían en cambio sentir bien a mí sus palabras? No lo sé. Pero aquí
estoy, con veintisiete años y un fusil que apunta a mi cabeza.
Lo
primero que vino a mi mente cuando vi la punta del arma fue si moriría virgen.
Tal vez el agujero del fusil era una analogía de mi vagina. Me dieron ganas de
reír por los nervios. Hice un esfuerzo magistral por controlar la risa y,
mientras lo hacía, aparecieron unas ganas tremendas de llorar.
«Estoy
a punto de morir», pensé.
Todo
había comenzado unas horas atrás, cuando una manada de hombres armados irrumpió
en la calle. Yo estaba sola, porque papá había salido a comprar el pan para la cena.
Desde entonces no lo volví a ver. Me hice con la idea de que simplemente se
había perdido en el camino para alejar la posibilidad de que pudiera haber
muerto. Los hombres armados, que vestían todos uniformes militares, entraron en
las casas por la fuerza. Rompieron puertas, ventanas e incluso paredes enteras.
Yo no tuve tiempo de esconderme (tampoco habría servido de mucho), así que
cuando vi la puerta abrirse, era demasiado tarde hasta para beberme el agua que
había dejado sobre la mesa.
Primero apareció un tipo con una barba tan
poblada que apenas se le notaba la cara. Apuntó para todos lados, y en lo que
me vio, se fijó sobre mí. Pensé que dispararía, pero no lo hizo. Más atrás,
aparecieron casi inmediatamente otros dos hombres.
—Esto
es una invasión —dijo el tipo de la barba. Alcancé a leerlo a mala pena en sus
labios, que estaban tan rojos que parecían pintados con labial. Aquella frase la
repitió un par de veces más, como si fuera lo único que supiera decir.
«¿Cómo
una invasión?», quise preguntarle, pero no solo no habría entendido el lenguaje
de señas, sino que había sido bloqueada por los hombres de traje militar que se
habían abalanzado sobre mí. Atraparon mis brazos en una llave tan fuerte que
pensé haberme roto algún hueso. Luego de eso sentí cómo me las mantenían firmes
bajo la fuerza de unas esposas. El hombre de la barba me estaba hablando al
oído, lo supe por las cosquillas que me generaron sus labios en la oreja. Hasta
el día de hoy me sigo preguntando qué me dijo, y si lo que dijo me habría
servido de algo.
Lo
dudo.
Me
subieron a la parte trasera de un camión. Dentro estaba lleno de personas, pero
esto no detuvo a los militares a empujarnos hasta hacernos convertir en algo
parecido a una lata de sardinas. Miré a todos lados en busca de papá, pero
estaba tan nerviosa que no lograba concentrarme en ningún rostro, como si todos
fueran iguales. Cuando quedó claro que no entraría una persona más, cerraron
las puertas y nos dejaron en completa oscuridad. Sentía la vibración de todas
las voces que hablaban en contemporáneo. Me habría gustado poderles gritar que
se callaran, pero me limité a cerrar los ojos, incluso cuando todo a mi
alrededor era negro.
No
supe si en algún momento me habría quedado dormida o no. Tal vez la fuerte
vibración de las voces me había dejado aturdida. Apareció de pronto una fuerte
luz que me encandiló. Habían abierto las puertas del camión y, siguiendo las
instrucciones de una serie de militares, salimos poco a poco. Había un fuerte
olor a pólvora y quemado que reinaba en el aire; tanto, que se me hacía difícil
respirar y los ojos me ardían.
El cielo estaba gris. Aviones volaban de aquí
para allá. Vi cómo dejaban caer bombas que, al encontrarse con el suelo, lo
hacían vibrar con tanta fuerza que las piernas me temblaban. Pensé que caería
en cualquier momento, como si no me bastara ya tener una pierna más larga que
la otra.
Me
pregunté si así lucía el fin del mundo. Quizá se le parecía bastante.
Nos
llevaron en una especie de fila un tanto desorganizada a un edificio que
conocía muy bien: la biblioteca de la ciudad. Iba todas las tardes después de
la escuela cuando era pequeña. Tuve un vago presentimiento de que allí estaría
bien. Puede que me equivocara.
Apenas
entrar vi cómo habían destruido todo el lugar. Y no solo eso, a quienes allí
dentro trabajaban. Megan, la bibliotecaria, yacía en medio de la recepción en
una laguna de sangre que seguía tan fresca que me provocó nauseas. Nos llevaron
hasta el final de una de las salas de lectura, donde la mayor parte de las
mesas habían sido rotas por la mitad y los libros de las estanterías estaban
desperdigados por todas partes. Había más personas allí dentro, apretadas
contra uno de los muros.
Nos
llevaron hasta los demás, encargándose de empujar a quienes se resistían. Un
hombre junto a mí se mostró reacio ante la actitud de uno de los militares y,
luego de gritarle algo que no llegué a entender, le escupió en la cara. Un
segundo después su cabeza estalló.
Alguien
a unos metros de allí había disparado, apuntando a matar sin haberlo dudado siquiera
un segundo. La sangre del hombre salpicó sobre mi ropa, pero estaba tan
impactada que apenas me había dado cuenta de las manchas. Lo vi desplomarse
junto a mí. Luego levanté la mirada hacia el militar que había disparado.
—¿Alguien más tiene algo que decir? —Alcancé a
leer en sus labios. Nadie dijo nada. Lo supuse solo porque no volvió a
disparar.
Una
fila se posicionó frente a nosotros, con sus fusiles en alto. Nos registraron a
todos con sus ojos llenos de odio. El tipo que había disparado antes dio un
paso al frente, sobresaliendo de entre la fila. Mantuvo la pistola en su mano,
pero no apuntó a nadie. Empezó a hablar.
—Ha iniciado un día histórico, los días de…
—Acá no alcancé a descifrar qué dijo—… Éramos vecinos, pero ahora somos uno. Estaremos
contentos de verlos trabajar para la nueva nación. Y entonces —Palabras
incomprensibles—… No podrán resistirse a la autoridad —Con esto último volvió a
levantar el arma y empezó a caminar de un lado a otro, pasando por cada rostro
hasta detenerse en el mío. Me había visto. El tipo guardó su pistola y cogió el
fusil de uno de los hombres de la fila.
Comencé a sudar como nunca lo había hecho en
mi vida, mientras veía cómo su cuerpo se hacía más grande conforme se acercaba.
Y aquí es dónde estaba, en medio de la biblioteca que me había visto crecer,
con un hombre desconocido que me apunta en la cabeza en pleno fin del mundo.
—¿Ha
quedado claro lo que te he dicho?
Asentí
con la cabeza mientras explotaba en mí un llanto que no pude contener de ninguna
manera.
—Di
que sí.
Levanté
la mano derecha, que temblaba como si corriera un terremoto a través de ella y
señalé mi boca. Intenté decir «Soy sordomuda» con mis labios, pero sabía que de
mi garganta no había salido ni un hilillo de voz. El hombre de la pistola arrugó
el rostro con tanta fuerza que pensé que podría accionar el arma solo con la
mirada. Por suerte esto no pasó. Mantuvo su fusil firme sobre mi cabeza, luego
la retiró y me tendió la mano. Hizo un gesto insistiendo que la cogiera.
Obviamente no podía hacer nada con las esposas, así que me ayudó a ponerme de
pie.
—Tú
me gustas —me dijo cuando me hallaba frente a él. Me tomó por el cuello y me
dio un beso que no pude evitar.
¿Qué
coño estaba pasando?
Sentía
las miradas de todos los presentes. Me había convertido en el centro de
atención en menos de diez segundos. Con una seña, el hombre llamó a otros dos
militares que me tomaron por los brazos y me guiaron a una dirección
desconocida. Alcancé a ver cómo cogían a otras chicas más y se las llevaban como
a mí. Mientras caminaba, de espaldas al resto, sentí de pronto una serie de
vibraciones que pareció infinita; venían acompañadas de breves corrientes de
aire caliente que llegaban hasta mí.
«Están disparando», pensé.
Siempre
me pregunté qué habría sido de mí si en ese momento me hubiese girado a mirar.
Así fuese un solo segundo. ¿Habría soportado aquella imagen, que quedó en mi
cabeza ilustrada solo por mi imaginación? Creo que no.
Los
hombres que me llevaban por los brazos hablaban entre ellos.
—…
buena presa. —Había alcanzado a leer.
—¿Dices?
—preguntó el otro, el de la izquierda—. Ella está gorda y es fea, es sordomuda y
cojea.
—Pero
en la cama se lo hace muy bien.
Empezó
a reír.
«¡No
es verdad! —quise gritar—. Nada de eso es verdad».
Aquella noche entendería lo mucho que habría preferido
quedarme allá atrás con los demás, fusilada. Y entendería además que, después
de todo, morir virgen no habría sido tan malo.
Consigna: relato BÉLICO en el que encajes la frase «Ella está gorda y es fea, es sordomuda y cojea, pero en la cama se lo hace muy bien».
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