La tormenta arreciaba de manera
enloquecida y allí, en mitad de aquel mar oscuro, parecía que “La Dolorosa” iba
a ser devorada de un momento a otro. El
capitán sujetaba el timón con rabia y apretaba los dientes encomendándose a
Dios. No iba a ser él quien le dijera a sus hombres que el mar se los iba a
tragar, porque un buen capitán no dice esas cosas para no preocupar a su
tripulación, pero su viejo corazón de marino le decía que esa tormenta no era
como las otras. Ya el agua entraba por todas partes y el barco navegaba casi de
lado. ¡De esta no salimos, señor!, gritó Raúl, el segundo de a bordo y hombre
de confianza de Ismael, el capitán. No sea flojo de miras, hombre, claro que
salimos. Solo está un poco más enfadada de lo normal, dijo el capitán.
Una ola enorme los lanzó por los aires y,
al caer, la proa se hundió levantando una montaña de espuma blanca. De pronto
se hizo un silencio extraño. ¿Qué ocurre?, preguntó Raúl, alarmado. Está
recuperando fuerzas, dijo Ismael, sonriendo. El mar no hace esas cosas, señor.
Se equivoca, amigo, mire. Ya viene.
El resto de la tripulación la vio venir
con el gesto desencajado. ¡Vamos a morir!, gritó la enfermera de a bordo,
refugiándose entre los brazos del cocinero, que la recibió con sumo placer pese
a lo trágico de la situación, pues andaba enamorado de ella desde que le paró
una hemorragia atando un pañuelo en la parte superior del muslo y pudo
contemplar el hombre, la profundidad de sus ojos azules. Este hombre era en
realidad poeta, pero eso no lo sabía nadie, pues no era un barco el lugar
idóneo para ventilar ciertas fragilidades del alma. Cuando se enroló en “La dolorosa” dijo que
descuartizaba pollos como nadie y que las cazuelas no tenían secretos para él.
Se dejó crecer las patillas y se tatuó un ancla en ese brazo enclenque con el
que escribía, a escondidas, esos sonetos torturados. Dijo que en tierra le
llamaban “el tigre”, porque era una fiera con las mujeres.
La ola llegaba lenta, muy lenta y todos la
miraban apretando los dientes. Alguien preguntó, desesperado, “¿qué coño le
pasa a esa puta ola?”. Está recogiendo agua para hacerse más grande y
aniquilarnos, dijo una voz con acento alemán. Todos se volvieron para ver quién
había dicho semejante crueldad, que eso equivale a hablar de la horca en casa
del ahorcado. La dueña de la frase desafortunada era la contable del barco, una
tipa extraña, que en ocasiones paseaba por la cubierta seguida de un gato
negro. Si no hubiera sido tan brillante en lo suyo hace tiempo que la hubieran
hecho caminar por la pasarela. De hecho vamos a naufragar, añadió,
imperturbable, pero no os preocupéis, Papua Guinea está muy cerca, el mar nos
arrastrará hasta su costa y allí nos comerán los caníbales.
Un trueno puso punto final a la cruel
profecía y luego el mundo se volvió del revés.
Cuando el capitán recuperó el conocimiento
lo primero que escuchó fue el dulce arpegio de una guitarra y pensó que ya
había llegado al cielo. El sol estaba alto y rabioso, así que calculó que debía ser mediodía. Arriba, las gaviotas surcaban el aire y
bailaban blancas en el cielo azul. La cabeza le dolía mucho y tenía un buen
corte en la frente. A su lado vio cajas de madera flotando. Toda la mercancía
echada a perder, pensó entristecido. Mi barco…, suspiró. Aquella nave era toda
su vida. Había nacido en ella y su madre le contó que había aprendido a andar
con el balanceo del mar y que cuando desembarcaba caminaba exactamente de la
misma manera. De ese vaivén le quedó un andar canalla que hacía que las mujeres
se mordieran los labios al verlo venir con el petate a cuestas.
Intentó ponerse en pie para buscar
supervivientes, que es lo primero que debe hacer un capitán que se precie, pero
las piernas no le sostuvieron y cayó de bruces. Unos metros más allá Billie se
lavaba los arañazos de los muslos con
las calzas arremangadas hasta la cintura. ¡Ah! ¡Hermosa y elástica pantera
negra! Cuando se enroló en "La dolorosa" dijo que venía de un
pueblecito de Mississippi; un lugar tan pequeño que los trenes no llegaban casi
nunca porque pocas veces había a quien traer o a quien recoger. Y no estaba mal
su vida, añadió, pero un día se despertó boqueando y, sintiendo que se ahogaba,
comenzó a caminar y a caminar y por aquellas casualidades de la vida vio
aparecer un tren envuelto en una gran humareda negra y la maquina entró en el
pueblo sudando y resollando como las ballenas y ella pensó que si no tomaba ese
tren igual no tomaba ninguno. Negra hermosa, que cantaba en la cubierta con su
voz despellejada canciones que hablaban del esfuerzo y del sudor, del dolor del
atropello y de la paciencia, de la miseria y de la alegría de ver amanecer,
mientras comprobaba el buen estado de un nudo de cornamusa o remendaba el
desgarro de una vela cangrejera.
¡Billie, no me puedo levantar!, gritó el
capitán. ¿Puedes venir a mi lado? Claro, dijo la mujer y se sentó junto a él.
¿Estás bien?, le preguntó ella acariciando la áspera mejilla. Sí, respondió
Ismael, por los pelos, cuando pensé que
iba a morir apareció Dolores y me agarré a sus pechos, luego el mar nos trajo a
la orilla ¿De quién hablas?, preguntó ella. Del mascarón de proa, respondió el
hombre. ¡Ah!, dijo la pantera y rasgó las mangas de su blusa blanca para
lavarle las heridas.
¿Dónde están los demás?, preguntó Ismael,
con los ojos cerrados. Qué agradable era ahora el viento, pensó. Nuestro
querido cocinero ha trepado hasta lo alto de una palmera y allí toca la
guitarra mientras recita versos de su cosecha, dijo ella. ¿Y eso por qué?,
quiso saber él, abriendo un ojo. Dice que la muerte le rozó el codo y que ahora
se va a dedicar a lo suyo, que es la poesía y que no decapitará más pollos,
explicó ella. ¡Ah, qué compleja es el alma humana!, suspiró el capitán. ¿Y por
qué está Raúl de rodillas sobre la arena, abrazado a esa misma palmera?, siguió
indagando el hombre, que como buen capitán debía saberlo todo, que de todos es
sabido que un hombre informado vale por dos. No lo sé, señor, cuando desperté
balbuceaba que uno no puede fiarse de las mujeres, dijo Billie. Ismael rio,
entendiendo, y dijo que su segundo de a bordo tenía mucha razón.
¡Señor!, un grupo de hombres se dirige
hacia aquí, vociferó de pronto el cocinero. ¿A qué distancia?, preguntó el
capitán. ¡Diez grados latitud norte!, gritó el vigía desde la copa del árbol.
Bueno, ¿y qué aspecto tienen?, preguntó el capitán, ¿parecen amigables? No
mucho, señor, dijo el vigía. Bueno, baje inmediatamente de ahí, que debemos
estar preparados por si se disponen a atacar, ordenó el capitán. No tenemos
armas para defendernos, señor, recordó Raúl, algo más repuesto. Eso es cierto,
entonces mejor corramos en dirección contraria, dijo el capitán tomando a la
negra de la mano.
Pero no habían avanzado mucho cuando una
turba de sujetos extraños, con lanzas y barriga prominente, los circundó
impidiéndoles el paso. Ni que decir tiene que los superaban en número y la
mermada expedición nada tuvo que hacer.
A punta de lanza los llevaron hasta su
poblado y allí el capitán pudo descubrir, con profunda alegría, que parte de su
tripulación continuaba con vida. De pronto uno de aquellos negros comenzó a
gesticular y a gritar. Señalaba a un tipo enjuto, emplumado y con pelos de
león. Es el jefe de la tribu, susurró bajito Raúl en el oído de su capitán. ¿Y
cómo lo sabe usted?, preguntó el capitán. Es el único que va con las vergüenzas
al aire, dijo el segundo de a bordo. ¡Tiene razón!, concedió el capitán,
escrutando al cabo aquel negro
probóscide pendulante.
El jefe en cuestión levantó la mano y
señaló a Billie. Quiere que ella se acerque, susurró Raúl, alega que quiere tentar la firmeza de
su carne por debajo de las anchas calzas. También aclara que no está, ni mucho
menos, enfadado con nosotros, pero que hace tiempo que no atraca ni naufraga
ningún barco, en fin, que no se lo tengamos a mal, informó Raúl, circunspecto.
¡Dios bendito! ¿Pero por qué cojones los entiende usted tan bien? Cuando se
enroló aseguró que era de Bilbao y que era vendedor de seguros, exclamó el
capitán. Y de Bilbao soy, señor.
¡Por mi como si eres de La Manga, coño!,
yo lo que quiero saber es qué van a hacer estos salvajes con nosotros, gritó el
cocinero. Bueno, dice el jefe que el plan es comernos mañana. Primero los
hombres, puesto que salta a la vista que nuestra carne está más curtida y que
la mayoría adolece de grasa abdominal, lo que convierte el manjar en un primer
plato completo y potente. Ellas, según el jefe, son etéreas y están mucho más
ricas, así que las dejarán como postre, informó Raúl ¿Ellas?, preguntó el
capitán. Si, jefe, la alemana cabrona y nuestra querida enfermera. Las van a
dejar macerar durante toda la noche en una sustancia compuesta de chocolate
puro derretido, canela, una pizca de nuez moscada y una punta de jengibre,
señor. El jefe dice que esos condimentos les da un toque peculiar, entre dulce
y picante, que realza y potencia su sabor a hembra. El capitán suspiró, pues la
mezcla le pareció interesante. ¡Ah! señor, también está viva la tucumana, dice
el jefe que no se la han comido porque ve la ruta de los barcos en los huesos
mondados de los perros. Ahora va con taparrabos y lleva los pechos al aire. De
hecho, señor, como parte de la tribu, participará también en el festín. Puede
ser, hilando fino, que se coma los testículos de usted ¡Vaya por dios!, dijo el
capitán, apesadumbrado.
¿Y a nosotros cómo van a guisarnos?, aulló
el cocinero, que como la mayoría de los poetas carecía de entereza. Me parece
que lo vuestro será menos romántico, carcajeose la alemana, señalando un
sencillo artilugio de madera que acababa en una manivela.
Mas no hay lugar en el mundo, por ignoto
que sea, donde los comensales no honren la vianda de algún modo y no iban a ser
menos estos lugareños. Por este motivo, llegada la noche y bajo el amplio
resplandor de una ciclópea luna anaranjada, la tribu al completo rodeó a la
maniatada tripulación con la intención de bendecir su carne o de ahuyentar los
malos espíritus, o los demonios ocupas, si es que los hubiera, pues nada hay
más indigesto que un ocupante hostil. Circundada la comida y tras la señal del
jefe, iniciaron, al ritmo de los tambores, una danza que consistía en colocar
ambas manos en el culo, a renglón seguido un grácil saltito hacia delante y
luego colocar la mano derecha sobre la rodilla derecha y la mano izquierda
sobre la rodilla izquierda y de forma vertiginosa intercambiar las manos una y
otra vez en medio de un exageradísimo temblor de piernas, mientras entonaban
una suerte de oración o jaculatoria corta y repetitiva compuesta de dos salmos
parecidos, pero no iguales:
"Aserejé, ja deje tejebe tude jerebe sebiunoiba majabi an de
bugui an de buididipi. A serejé, ja deje tejebe tude jerebe siunoiba majabi
Mari Lupi an de bugui ande buidipipi."
Cuando por fin se hizo el silencio, el
capitán le preguntó a su segundo de a bordo si tenía a bien traducirle la
ininteligible letra, por aquello de entender mejor la cultura del enemigo, a lo
que Raúl contestó que no tenía problema en complacerle. Viene a ser algo así
jefe: "aquí la tentación está acodada en una
barra, su pelo es amarillo como el whisky de garrafa. Sería mucho más fácil
recitar la biblia en chino que irse con Mari Lupi sin un duro en el
bolsillo".
Tras satisfacer la curiosidad
de su superior, Raúl guardó silencio, solemne. El capitán asintió con la
cabeza, ceñudo, estudiando la profundidad del mensaje, ahondando en el alcance
y en su importancia, mas sintiéndose pequeño y no encontrando qué decir, musitó
con la voz rota: ese nombre..., debe ser un diminutivo cariñoso de la Virgen de
Guadalupe, la patrona rubia de las limosnas. No se le escapa ni una, mi
capitán. Debo decirle, señor, que ha captado muy bien la carga de simbolismo.
Ni que decir tiene que cuando llegó el
momento los aguerridos marinos, esos lobos de mar que tantas veces habianse
enfrentado a los más feroces corsarios, hombres rudos estos que habían vencido
a la ciguatera y al escorbuto, a la tuberculosis, al frío de los hielos en
Groenlandia, a los vientos demoledores de Usuhaia, al hambre feroz y a la sed
impía, estos hombres chillaron como conejos desollados cuando les llegó el
momento, mas en su alegato diremos que no debe ser agradable la penetración en
seco, sin el preámbulo de un beso tierno, un mordisco ardiente en el lóbulo,
una caricia en la nuca o una palabra bonita. En medio de los más desgarradores
alaridos un olor como a plumas quemadas se extendió por el aire. Pues no huele
mal, dijo la alemana, que de todo sacaba algo bueno.
Pero contra todo pronóstico también los
miembros de la tribu fueron muriendo uno tras otro, tras sorber con fruición un
rico tuétano, o masticar una crujiente cornea, o repelar una tibia generosa o
un glúteo abundante. ¿Qué ha podido ocurrir?, preguntó la enfermera ante la
hórrida visión de aquellas bocas torcidas llenas de espumarajos. Creo que se lo
debemos a la bruja tucumana, dijo Billie. Mientras los hombres, antes de ser
empalados, eran frotados y llenadas sus cavidades con grasas aromáticas para
potenciar el sabor, vi a la bruja acercarse al jefe y ofrecerle un ramillete de
hierbas de colores extraños mientras señalaba sus desanimados atributos y algo
seductor debió decirle, pues el jefe la despidió entre loas, con una sonrisa
agradecida y cierto brillo en los ojos.
La alemana no dijo nada, que lo que se
dice se sabe, tan solo se sentó a
contemplar las estrellas durante largo rato, pensando en lo caprichoso de su
rutilante disponer. Luego suspiró,
acarició las orejas del gato, y
acercándose a la gran olla ennegrecida introdujo un dedo dentro de aquel
mejunje y lo lamió muy despacio, saboreándolo con los ojos cerrados. Es
chocolate negro, exclamó lamiéndose los labios. Prueba, dijo extendiendo su
pequeño dedo índice hacia la enfermera, tiene un punto amargo muy interesante.
Y la enfermera probó aquel líquido dulce y amargo del dedo de la mujer, sin
prisa, que acababa de esquivar a la muerte. ¿Puedo probar yo?, preguntó la
negra hermosa, aproximando sus labios jugosos al dedo de la alemana. Claro,
acércate.
Unos metros más allá, la tucumana repelaba
con sus dientes voraces la pierna de un perro salvaje. Luego, ya limpio el
hueso de la carne y los tendones, roto y partido en mil pedazos, sería
utilizado para vislumbrar bajo la luz de la luna, la ruta de algún barco, aquí
y allá, tal vez en mitad de un sueño de agua calma, tal vez adentrándose, sin
saberlo, en las fauces de una ola resentida.
Consigna: relato de AVENTURAS en el que encajes la frase «Aquí la tentación está apoyada en una
barra, su pelo es amarillo como el wisky de garrafa. Sería mucho más fácil
recitar la biblia en chino, que irse con Mari Lupi sin un duro en el
bolsillo».
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