El
móvil llevaba sonando sobre la mesita de noche casi cinco minutos. La vibración
sobre la madera se asemejaba al chirrido de un insecto y la melodía había
perdido el efecto musical. Casi se resbala al salir de la ducha mientras cogía
su albornoz y una abrupta maldición surgió de sus finos labios. Aún con su
cabellera rubia mojada y enfundada en la prenda de baño descolgó el celular.
Era un número privado.
Se escuchó un
pitido largo. Una grabación.
“Hola Luna. Ahora
mismo me das una envidia de cojones. Aquí estoy rodeado de dosieres y
aguantando la halitosis de nuestro amigo González. Por lo menos se trae su
propio café y es bueno… en serio. Disfruta de tus merecidas vacaciones,
aprovecha cada momento y no pienses ni un segundo en esta mierda… un besito
rubia…”
− ¡Figueroa,
maldito loco! Dijo en voz alta.
En cierto modo se
sentía descolocada. Fuera de lugar. Se sentía culpable de estar allí en casa,
sin hacer nada, cuando a ciencia cierta sabía que un montón de trabajo se había
quedado en standby. Tenía que hacer un gran esfuerzo para desconectar su mente.
Limpiarse de toda esa marabunta de casos que le exprimían el cerebro y en
cierto modo el alma.
Estuvo
buena parte de la mañana ordenando su casa. El hogar de un policía siempre
tiene ese halo de indiferencia. Carece del calor humano necesario por las
continuas ausencias y se percibe esa frialdad de las casas deshabitadas… La
inspectora Moreno se movía inquieta de una habitación a otra mientras en el
tocadiscos sonaba el vinilo “He´s funny that way” de Billie Holiday. Aquella
canción la hacía sonreír mientras pensaba en su compañero, el subinspector
Figueroa. La melodía impregnaba el piso de una calidez que la hacía sentir bien…
Pensaba dedicar aquellos días de ocio a hacer literalmente la vaga. En un
principio pensó en un pequeño viaje. Pero el simple hecho de hacer las maletas,
coger la carretera, le daba una pereza enorme.
Es
increíble la cantidad de cosas inservibles que vamos acumulando en los rincones
y armarios de una casa. Luna, cuando se dio cuenta, estaba rodeada de bolsas de
basura. Cogió un par de bolsas grandes y salió al rellano de su piso, en la
tercera planta. En el instante que pulsó el interruptor para llamar al
ascensor, uno de sus vecinos se acercó también con una bolsa de basura. No
conocía a todos sus vecinos de su planta pero aquel hombre siempre la saludaba
con una simpatía respetuosa y se había cruzado varias veces con ella. Sus
conversaciones nunca se excedían de lo meramente cotidiano y siempre con una
educación excelsa. Sabía que vivía solo, porque más de una vez habían hablado
de la acidia que daba cocinar para uno mismo. Tendría unos cuarenta años y las
canas ya manchaban su abundante cabello negro, pero eso no impedía que fuera un
hombre atractivo… El ascensor se detuvo con brusquedad y con un chirrido se
abrieron las puertas.
− ¡Usted primero,
señorita Luna! Dijo el hombre cediéndole el paso con su mano libre.
−Por favor,
Carlos, no me llame de “usted” que me hace sentir una vieja.
−No era mi
intención llamarla vieja. Está espectacular, como siempre. Contestó con un tono
adulador.
Luna sonrió
mientras pasaba al interior del habitáculo. El hombre entró despacio y se puso
alejado de ella, manteniendo la distancia. Olía bien, colonia de las caras. No
hablaron más hasta que llegaron al piso de abajo. Cuando se disponía a salir el
hombre le quitó las bolsas de la mano.
−No se moleste,
por favor. Yo las tiraré.
− ¡Ay gracias! No
sabes cómo se lo agradezco. Tengo la casa patas arriba.
−No es ninguna
molestia, faltaría más.
−Gracias de nuevo,
que pase un buen día.
− ¡Igualmente!
En el instante que
enfilaba el pasillo hacia la calle, la bolsa de basura del hombre se le cayó de
las manos. Parte de los desperdicios se desparramaron por el suelo. En un
principio no se fijó en la basura. Pero en el preciso momento que la puerta del
ascensor se cerraba vio claramente como el hombre recogía del piso una caja
vacía de compresas y lo introducía de nuevo en la bolsa. La mirada del
individuo cambió en ese instante.
Mientras subía el
ascensor el corazón le latía con fuerzas y respiraba agitada. Ese hombre vivía
solo, no tenía la menor duda. Y en su basura había una caja vacía de compresas.
El ascensor se
detuvo y Luna caminó despacio por las relucientes baldosas. Sin pensarlo dos
veces se plantó delante de la puerta de aquel hombre. Sabía que se podía meter
en un lío muy gordo si entraba en aquel piso sin una orden judicial, pero su
instinto y su deber estaban por encima de cualquier tipo de burocracia. Sacó de
su cartera una tarjeta de crédito rezando que la puerta no estuviera cerrada
con llave. Miro a ambos lados del pasillo para percatarse de que nadie la veía
e introdujo la tarjeta entre el espacio de la cerradura y el marco de madera de
la puerta. Escuchó un “Click” sordo y empujó la puerta levemente. El piso
estaba a oscuras y olía a colonia de bebé. Avanzó lentamente, observando cada detalle
de la estancia. Miró en el salón. Allí la cortina estaba levemente subida y la
luz de aquel gris día penetraba sin fuerzas. Estaba todo muy ordenado, limpio,
como si nadie viviera allí. Había tal pulcritud en el orden que parecía uno de
esos pisos piloto en los que nada se deja al azar. Todo estaba colocado en su
sitio, milimétricamente. Se adivinaba la obsesión en todo lo que estaba
observando.
Pasó a una
habitación también inmersa en una penumbra leve. Había una amplia cama de
matrimonio y en el techo un gran espejo que reflejaba las sombras. Como en el
salón todo estaba muy ordenado, el aroma a colonia de bebé flotaba por toda la
estancia… Con cierta prisa pasó a la otra habitación. La puerta estaba cerrada.
La inspectora Moreno giró el picaporte pero ésta no se abrió. Algo en el
interior se movió. Cogió impulso y puso toda su fuerza sobre el hombro derecho.
La madera cedió. La habitación estaba completamente a oscuras. Un fuerte olor a
alcohol y a betadine se mezclaba allí con el de la colonia. Escuchó claramente
que algo se movía sobre una cama, las tablas del canapé crujieron. Cogió su
móvil y encendió la linterna. Lo que vio la dejó impactada. Allí en la cama
había una mujer maniatada. Estaba atada con sendas cadenas en las muñecas y
tobillos y un trapo tapaba su boca. Tenía heridas donde estaba atada y sobre una
de las mesitas de noche había varios botes para curas medicinales. Los ojos de
la mujer, de poco más de treinta años, reflejaban un pánico indecible. En ese
momento un pitido del móvil le anunciaba que la batería se agotaba. Pensó
rápido y abrió el whatsapp, pulsó Figueroa y escribió: “lado casa puerta 3” y
en ese instante en la pantalla del celular apareció: “el móvil se apagará en
cinco segundos… cuatro, tres, dos, uno…”
Un portazo la
alertó de que el hombre volvía. Miró rápidamente por toda la habitación
buscando un lugar donde esconderse. Vio el armario y fue hacia él. Antes de
cerrar las puertas se dirigió en voz
baja a la mujer.
− ¡Te sacaré de
aquí!
Desde su posición
pudo ver como Carlos, su vecino, había entrado en la estancia. Los ojos de la
mujer se inyectaron de pánico y comenzó a revolverse en la cama.
−No sé porque te
pones así. Sabes de sobra que no te va escuchar nadie, pequeña zorra.
Luna pudo ver como
el hombre abría un cajón de la mesita de noche y de él sustrajo una toalla
enrollada. La dispuso en el centro de la cama, en medio de las piernas atadas
de la victima… sobre la toalla había varias cuchillas de afeitar, afilados
punzones de acero, alicates, tenazas, navajas de barbero. Todo brillante y
limpio…
− ¿Qué cogemos hoy
para jugar, eh, muñequita?, ¿te apetece estrujamiento o corte?
La mujer comenzó a
gemir tras el trapo que le tapaba la boca. De sus ojos salían lágrimas que
manchaban su rostro aterido.
−Bueno, viendo que
no te decides dejaremos paso a la improvisación.
El hombre le quitó
a la mujer una bata de quirófano que llevaba puesta. La inspectora Moreno tuvo
que taparse la boca cuando vio el cuerpo de la jovén. Tenía innumerables cortes
por todo el torso, pechos y brazos. Pudo observar que le faltaba el pezón
izquierdo y en su lugar había un boquete negruzco y purulento. Tenía muchos
agujeros por todo el cuerpo que adivinaban que agujas o punzones habían
penetrado sin dificultad en la carne inocente. Pero lo que más la impresionó
fue un texto grabado en la piel, con precisión quirúrgica, desde el pecho hasta
casi el monte de Venus: “La quería más que a su vida y la perdió para siempre,
por eso lleva una herida, por eso busca la muerte”. Luna miró los ojos horrorizados de la pobre
infeliz que la buscaban sin cesar. No pudo ni imaginarse cuánto dolor había
sufrido aquella mujer. Una rabia comenzó a apoderarse de ella, tuvo que
contenerse, porque sabía que no tenía ninguna opción contra aquel sádico
armado.
El psicópata, se
puso meticulosamente unos guantes de látex y un delantal de plástico
transparente. Cogió la navaja de barbero y comenzó a pasearla por la piel de su
víctima. Ésta se retorcía e intentaba gritar, en vano. De repente comenzó a
cortarla aleatoriamente, de abajo a arriba, de lado a lado. La mujer se
retorcía de dolor y pudo comprobar que perdió el conocimiento.
− ¡Maldita guarra,
cada vez me aguantas menos!, ¡hija de puta, voy a tener que reemplazarte, así
no me vales!
El ladino cogió de
la mesita de noche unas gasas y betadine y con mucho tacto y cuidado comenzó a
curar cada una de las heridas. Parecía ensimismado en su labor.
−shhhh, shhh, ya
está, ya está. Esto no es nada, mujer. Te voy a preparar una cena que te va a
quitar todos los males.
En ese instante
sonó el timbre. El hombre cogió un cuchillo y se lo metió detrás, entre la
espalda y el pantalón y fue hacia la puerta. Luna salió de su escondite y fue
con cautela detrás del individuo. Desde el pasillo observó como abría la
puerta. Figueroa.
− ¡Buenas tardes,
subinspector Figueroa-le dijo con firmeza enseñándole la placa- hemos recibido
unas quejas de unos ruidos en su inmueble. Me permite que eche un vistazo.
− ¡Claro, señor
inspector-le respondió con suma educación mientras con la mano derecha cogía el
cuchillo de su espalda- sin ningún problema.
− ¡Cuidado
Figueroa!
Todo ocurrió muy
deprisa. La voz de la inspectora Moreno alertó a su compañero justo cuando el
cuchillo se clavaba en su hombro. Luna actuó con celeridad. Llevaba entre sus
manos la navaja de afeitar, el acero torturador, y con mano firme cogió la
cabeza de aquel loco y la afilada hoja le abrió la garganta. El hombre se
tambaleo por el piso, con una mano puesta en el horrible tajo. La sangre, roja
y brillante, con su ligero aroma metálico se mezclaba con el olor a colonia.
Antes de caer al suelo, su vecino la miró a los ojos. En sus pupilas pudo ver
el insondable abismo de la locura.
Fue hasta donde
hollaba Figueroa, que intentaba desclavarse el cuchillo. Ella le acarició el
cabello con delicadeza.
− ¡Llegas tarde,
Figueroa- le dijo con una sonrisa cómplice- tarde, como siempre!
FINConsigna: relato POLICÍACO en el que encajes la frase «La quería más que a su vida y la perdió para siempre, por eso lleva una herida, por eso busca la muerte».
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