lunes, 30 de septiembre de 2019

La Huida Del Secreto


Con la adrenalina candente entre sus dedos y un sentimiento de arrepentimiento que no terminaba de brotar, desapareció de la escena del crimen sin atender a la víctima. Aceleró el paso hasta llegar a casa. Recogió el casco y se dirigió hacia el garaje mientras se enfundaba los guantes. Arrancó su Harley Davidson del 86 proyectando una oscura y densa humareda en la pared. Los números avanzaban sigilosamente en el cuentakilómetros a la par que los pensamientos se estrellaban en la cabeza de Ana. Los hechos se habían producido a una velocidad tan endiablada que resultaban casi imposibles de alcanzar, conformando una sucesión inconexa de la que la motorista tenía dificultades en ordenar y comprender.
Cuando las luces de la ciudad desaparecieron del camino, Ana se dio cuenta que debía repostar lo antes posible. Sin embargo, de madrugada sería imposible encontrar un surtidor de combustible abierto en aquella carretera. Por allí sólo circulaban camioneros que pretendían esquivar los controles de la policía, drogadictos que iban o volvían de recoger su ración, incautos que no procesaban mucha simpatía por su propia existencia, y, como última especie, maridos infieles, jóvenes calenturientos y viciosos de todo tipo que buscaban un cuerpo caliente que les aliviara el frío y la excitación por un módico precio.
Justo antes de llegar a uno de los puentes que atravesaba el río, Ana derrapó violentamente hasta detenerse a pocos centímetros del borde que la separaba del precipicio. Apoyó la moto paralela a la curva que burlaba la protección del guardarraíl y, con una mezcla de fuerza y decisión, la lanzó hacia el abismo junto a su casco y guantes. El impacto causó un fuerte estruendo que se propagó ante la presencia de unas cumbres nevadas. No atisbó ningún tipo de presencia alrededor. El corazón de Ana latía desbocado y su sangre estaba al filo de la evaporación.
En un arrojo de sosiego, se dio cuenta que no tenía ningún plan más allá de huir. Así pues, echó a andar en la oscuridad con el objeto de encontrar un lugar donde desaparecer. Tras un par de kilómetros, Ana se topó con el centelleo de un local nocturno situado a un lado de la carretera. Sobre la puerta del prostíbulo se situaba un cartel luminoso que rezaba Manolo’s Club. Allí divisó una placa de metal que, con letras escritas a mano, prometía espectáculos en barra americana de atardecer al amanecer. A pesar de no haber estado nunca en un sitio similar, Ana pensó que tal vez pudiera distraerse y echar un trago. No le temblaron las piernas y entró decidida tarareando aquello de “Aquí la tentación está apoyada en una barra, su pelo es amarillo como el whisky de garrafa. Sería mucho más fácil recitar la biblia en chino, que irse con Mari Lupi sin un duro en el bolsillo”.
La postal era más deprimente de lo que cabría esperar: en la barra un par de fulanos, que parecían dos chimpancés eufóricos, trataban de agasajar a un grupo de chicas de diferentes colores; el camarero observaba el techo con la mirada perdida y una copa que llevaba secando diez minutos; y el resto del local estaba sumido en una penumbra que tapaba el resto de estancias. De entre aquellas sombras apareció una enorme presencia que, tras mostrar un asombro socarrón, se dirigió hacia Ana.
– Bienvenida a mi club. ¿Qué hace un bombón sola a esta hora de la noche? –le preguntó mientras le ponía una mano sobre el hombro, causando un asco que consiguió estremecer a Ana–. No tenemos putitos, pero quizá podría hacértelo gratis.
 Quiero trabajar en este tugurio –contestó la chica con la primera ocurrencia que le vino en mente–. Déjame a uno de esos dos y yo sabré cómo complacerles.
 Empieza con ese de ahí –inquirió el dueño señalando al hombre de peor aspecto–. Según te portes, podrás quedarte.
El cliente sonrió levantando la copa que portaba en la mano y acto seguido se levantó siguiendo los pasos de Ana y Manolo. Por un instante pensó que le había tocado la lotería con aquella desconocida y su entrepierna, a pesar de la ingente cantidad de alcohol que llevaba encima, lo refrendó. Estaba tan sumamente cachondo que correrse sería cuestión de segundos. Ana, por su parte, se sentía plenamente convencida de cómo debía proceder. El dueño del local los acompañó a la puerta de una habitación libre y en su interior les indicó donde estaba la ropa de cama y los preservativos.
Al cerrar la puerta, Ana y el chimpancé se quedaron a solas. Éste se abalanzó sobre ella sin sospechar que esto sería lo último que haría. El cuchillo que asía Ana se clavó en el pecho penetrándole profundamente el corazón. Fue tan certero el golpe que el cliente apenas tuvo tiempo de expresar espanto o exhalar una bocanada de aire. Ana le miró fijamente a los ojos sin experimentar ningún atisbo de angustia. Dicen que la segunda víctima es la que hace al asesino. Registró los bolsillos del cadáver y en ellos encontró las llaves de su coche. Saltó por la ventana, la cual daba a la parte posterior del local, y en un par de minutos volvía a conducir a ninguna parte. El asesinato no había formado gran escandalera, con lo cual preveía que el cadáver sería descubierto al día siguiente.
Antes del amanecer, después de haber recorrido unos doscientos kilómetros, tomó una pista de tierra con surcos de tractores pronunciados y por la que apenas podía avanzar. En unos bancales abandonados aparcó el coche de su víctima. Lo roció con la gasolina de un bidón que había conseguido de camino, prendió el automóvil, enterró el cuchillo aún con restos de sangre y puso rumbo al pueblo más cercano. Entre olivos y almendros, Ana tuvo tiempo para rememorar la noche. Se había estrenado en el mundo del crimen por partida doble, con al menos un fiambre en su haber. Al principio fue el azar el que así lo había dispuesto, sin opción a saber de quién se trataba, cómo había ocurrido o tan siquiera si había muerto. Más tarde, la curiosidad por experimentar el placer de matar la había seducido como Robert Redford lo hacía con su clase, aunque un brote de inconsciencia fue en última instancia el que tomó la decisión fatal.
De hecho, conforme pasaban los minutos, comenzaba a ser devorada por el arrepentimiento. No por las víctimas, ni por lo que sufrirían sus seres queridos, lo cual le resultaba indiferente. Sin embargo, la idea de que pudieran detenerla la aterraba hasta que el sudor le emanaba por la espalda como un río salvaje. De todas formas, ¿qué visos tendrían de encontrarla? Era una perfecta desconocida en ambos casos y nunca había sido fichada. Tampoco la reclamaría ningún familiar, pues ya no le quedaban, y sus amigos o compañeros de trabajo tampoco la echarían de menos. Sin lugar a dudas, aun la imprudencia y la gravedad de los actos, las circunstancias la habían favorecido y eso le devolvía una frecuencia respiratoria corriente.
Al llegar al pueblo entró en una cafetería y se zambulló en la prensa: no había ni rastro de los acontecimientos de la noche anterior en las páginas de sucesos. No habían llegado las noticias antes del cierre, pero en la televisión apareció un escueto parte de ambos sucesos. Un hombre había muerto en una calle de un barrio periférico tras sufrir un fuerte traumatismo a causa de un golpe brutal contra el bordillo de la acera. El cadáver presentaba marcas de haber forcejeado, con lo cual podría tratarse de un homicidio. Por fortuna, nadie había presenciado la escena y se desconocía si había alguna persona implicada. Lo que no sabían es que el forcejeo se había producido después de que la víctima hubiera intentado agredir sexualmente a Ana y esta había tratado de evitarlo con tan mala, o buena, fortuna que lo había dejado seco del golpe.
Respecto a los incidentes del prostíbulo, se sabía que un cliente había sido asesinado. El único sospechoso era el dueño del local, quien había sido detenido como sospechoso, puesto que las prostitutas, aprovechando la ocasión, se habían puesto de acuerdo para acusarle. Ana respiró aliviada, ya que todo parecía indicar que pasaría desapercibida un tiempo. Sólo debía permanecer escondida y esperar. Preguntó al camarero si sabía de alguien que ofreciera trabajo y éste le habló de una pareja de ancianos que andaba buscando una cuidadora interna. Tenían mala fama en el pueblo, pagaban mal y la casa estaba a punto de caerse encima, lo cual le pareció perfecto a la fugitiva.
Esa misma tarde, Ana se presentó en casa de los ancianos con el nombre de Susana. Tras el visto bueno de la vecina, Ana comenzó a trabajar. Tenía un trato exquisito, una paciencia inagotable. Levantaba a los abuelos, les ayudaba a vestirse y asearse, les preparaba desayuno, comida y cena, les repartía los medicamentos, barría y fregaba la casa, hacía la colada y mediaba en las constantes disputas entre ambos. Reprendía con dulzura los intentos del anciano por tocarle el trasero y aguantaba las estoicas riñas de la anciana quien la acusaba de estar seduciendo a su marido. Siempre permanecía en casa, no tomaba días de descanso ni cuando los familiares íbamos a visitar a los abuelos, no recibía visitas y salía a la calle sólo si era estrictamente necesario, rehuyendo cualquier tipo de contacto con los vecinos. Dicen que uno de los solterones del pueblo se enamoró de ella y que tuvo el arrojo de acercarse, pero bastó una mirada de la chica para retractarse del plan.
Su único momento de esparcimiento era a media mañana, cuando revisaba la prensa y se leía de pe a pa las secciones de sucesos. Paulatinamente, la policía fue haciendo avances en ambas investigaciones y las novedades se sucedieron. En el caso del acosador, se habían encontrado unas huellas en el reloj y la cámara de un banco había registrado imágenes, en las que se apreciaba que la autora de los hechos había sido una mujer, distinguiéndose un rostro de refilón. Por presiones de la familia, se había preguntado a los vecinos, la policía había sondeado tres o cuatro sospechosas que enseguida se descartaron. Las pruebas disponibles fueron insuficientes para encontrar a la autora, con lo cual el caso fue archivado a falta de novedades.
Acerca del prostíbulo, su antiguo dueño terminó por demostrar que no había tenido nada que ver con la muerte de su cliente y que las acusaciones de las prostitutas se debían al odio y temor que le profesaban. Por ello, se estableció una instrucción paralela, y Manolo fue condenado por trata a diez años de prisión. Sobre el asesinato, por las declaraciones del dueño, se sabía que la asesina había sido la mujer que había aparecido a mitad de noche en el local y, muy probablemente, la dueña de la Harley que fue abandonada en el río. Su desaparición la convertía en la principal sospechosa y se hicieron todo tipo de esfuerzos por dar con ella. La policía estaba estrechando el cerco sobre Ana, pero no tenía ninguna información fiable acerca de su paradero. Tampoco los investigadores establecieron conexión entre ambos hechos.
El día que su fotografía llegó a los periódicos, me pareció que tenía un aire a Susana, la cuidadora de mis abuelos, pero deseché la idea de mi cabeza. Sin embargo, la hipótesis parecía encajar cuando la veía tan pendiente de periódicos y telediarios. Creo que nadie más sospechó, ni tan siquiera mis abuelos. Mi abuelo envejeció peor de lo esperado y quedó prácticamente dependiente de su cuidadora, a quien se le multiplicaban las tareas. En una de mis visitas, entré en la habitación de Susana y descubrí un pequeño álbum con recortes sobre el caso. No quedaba duda, Susana era en realidad Ana. Pensé en preguntárselo directamente o discutirlo con mis padres y tíos, también en llamar a las autoridades por si le daba por volver a las andadas y sumaba dos víctimas fáciles, pero seguía negando que aquella señora tan educada y que se deshacía en atenciones por mis abuelos pudiera tener un pasado tan oscuro.
Mi abuelo murió a los ocho años después de la llegada de Ana, mientras que mi abuela aguantó hasta los veintiún años de convivencia con ella. Nunca se encontraron culpables ni nuevos indicios y, a pesar de que los delitos ya habían prescrito, Ana se mantuvo en su puesto. Al poco tiempo de fallecer mi abuela, leímos su testamento, el cual incluía la casa y unas tierras echadas a perder. Para nuestra sorpresa, descubrimos que Ana, bajo el nombre de Susana, había sido incluida.
Nimiedades legales aparte, y aunque ya se había convertido en una más de la familia, Ana renunció a su parte de la herencia. Una tarde me contó su historia y que proseguiría su huida en otra parte, mientras el resto nos preguntábamos adónde conducía la nuestra.

Consigna: relato de AVENTURAS en el que encajes la frase «Aquí la tentación está apoyada en una barra, su pelo es amarillo como el whisky de garrafa. Sería mucho más fácil recitar la biblia en chino, que irse con Mari Lupi sin un duro en el bolsillo».

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