Con
la adrenalina candente entre sus dedos y un sentimiento de arrepentimiento que no
terminaba de brotar, desapareció de la escena del crimen sin atender a la
víctima. Aceleró el paso hasta llegar a casa. Recogió el casco y se dirigió
hacia el garaje mientras se enfundaba los guantes. Arrancó su Harley Davidson del
86 proyectando una oscura y densa humareda en la pared. Los números avanzaban
sigilosamente en el cuentakilómetros a la par que los pensamientos se
estrellaban en la cabeza de Ana. Los hechos se habían producido a una velocidad
tan endiablada que resultaban casi imposibles de alcanzar, conformando una
sucesión inconexa de la que la motorista tenía dificultades en ordenar y
comprender.
Cuando
las luces de la ciudad desaparecieron del camino, Ana se dio cuenta que debía
repostar lo antes posible. Sin embargo, de madrugada sería imposible encontrar
un surtidor de combustible abierto en aquella carretera. Por allí sólo
circulaban camioneros que pretendían esquivar los controles de la policía,
drogadictos que iban o volvían de recoger su ración, incautos que no procesaban
mucha simpatía por su propia existencia, y, como última especie, maridos
infieles, jóvenes calenturientos y viciosos de todo tipo que buscaban un cuerpo
caliente que les aliviara el frío y la excitación por un módico precio.
Justo
antes de llegar a uno de los puentes que atravesaba el río, Ana derrapó
violentamente hasta detenerse a pocos centímetros del borde que la separaba del
precipicio. Apoyó la moto paralela a la curva que burlaba la protección del
guardarraíl y, con una mezcla de fuerza y decisión, la lanzó hacia el abismo
junto a su casco y guantes. El impacto causó un fuerte estruendo que se propagó
ante la presencia de unas cumbres nevadas. No atisbó ningún tipo de presencia
alrededor. El corazón de Ana latía desbocado y su sangre estaba al filo de la
evaporación.
En
un arrojo de sosiego, se dio cuenta que no tenía ningún plan más allá de huir.
Así pues, echó a andar en la oscuridad con el objeto de encontrar un lugar
donde desaparecer. Tras un par de kilómetros, Ana se topó con el centelleo de
un local nocturno situado a un lado de la carretera. Sobre la puerta del
prostíbulo se situaba un cartel luminoso que rezaba Manolo’s Club. Allí divisó una
placa de metal que, con letras escritas a mano, prometía espectáculos en barra
americana de atardecer al amanecer. A pesar de no haber estado nunca en un
sitio similar, Ana pensó que tal vez pudiera distraerse y echar un trago. No le
temblaron las piernas y entró decidida tarareando aquello de “Aquí la tentación está apoyada en una barra,
su pelo es amarillo como el whisky de garrafa. Sería mucho más fácil recitar la
biblia en chino, que irse con Mari Lupi sin un duro en el bolsillo”.
La
postal era más deprimente de lo que cabría esperar: en la barra un par de fulanos,
que parecían dos chimpancés eufóricos, trataban de agasajar a un grupo de
chicas de diferentes colores; el camarero observaba el techo con la mirada
perdida y una copa que llevaba secando diez minutos; y el resto del local estaba
sumido en una penumbra que tapaba el resto de estancias. De entre aquellas
sombras apareció una enorme presencia que, tras mostrar un asombro socarrón, se
dirigió hacia Ana.
–
Bienvenida a mi club. ¿Qué hace un bombón sola a esta hora de la noche? –le preguntó
mientras le ponía una mano sobre el hombro, causando un asco que consiguió
estremecer a Ana–. No tenemos putitos, pero quizá podría hacértelo gratis.
–
Quiero
trabajar en este tugurio –contestó la chica con la primera ocurrencia que le
vino en mente–. Déjame a uno de esos dos y yo sabré cómo complacerles.
–
Empieza con ese de ahí –inquirió el dueño
señalando al hombre de peor aspecto–. Según te portes, podrás quedarte.
El
cliente sonrió levantando la copa que portaba en la mano y acto seguido se
levantó siguiendo los pasos de Ana y Manolo. Por un instante pensó que le había
tocado la lotería con aquella desconocida y su entrepierna, a pesar de la
ingente cantidad de alcohol que llevaba encima, lo refrendó. Estaba tan sumamente
cachondo que correrse sería cuestión de segundos. Ana, por su parte, se sentía
plenamente convencida de cómo debía proceder. El dueño del local los acompañó a
la puerta de una habitación libre y en su interior les indicó donde estaba la
ropa de cama y los preservativos.
Al
cerrar la puerta, Ana y el chimpancé se quedaron a solas. Éste se abalanzó
sobre ella sin sospechar que esto sería lo último que haría. El cuchillo que
asía Ana se clavó en el pecho penetrándole profundamente el corazón. Fue tan certero
el golpe que el cliente apenas tuvo tiempo de expresar espanto o exhalar una
bocanada de aire. Ana le miró fijamente a los ojos sin experimentar ningún
atisbo de angustia. Dicen que la segunda víctima es la que hace al asesino. Registró
los bolsillos del cadáver y en ellos encontró las llaves de su coche. Saltó por
la ventana, la cual daba a la parte posterior del local, y en un par de minutos
volvía a conducir a ninguna parte. El asesinato no había formado gran escandalera,
con lo cual preveía que el cadáver sería descubierto al día siguiente.
Antes
del amanecer, después de haber recorrido unos doscientos kilómetros, tomó una
pista de tierra con surcos de tractores pronunciados y por la que apenas podía
avanzar. En unos bancales abandonados aparcó el coche de su víctima. Lo roció con
la gasolina de un bidón que había conseguido de camino, prendió el automóvil,
enterró el cuchillo aún con restos de sangre y puso rumbo al pueblo más cercano.
Entre olivos y almendros, Ana tuvo tiempo para rememorar la noche. Se había
estrenado en el mundo del crimen por partida doble, con al menos un fiambre en
su haber. Al principio fue el azar el que así lo había dispuesto, sin opción a
saber de quién se trataba, cómo había ocurrido o tan siquiera si había muerto. Más
tarde, la curiosidad por experimentar el placer de matar la había seducido como
Robert Redford lo hacía con su clase, aunque un brote de inconsciencia fue en
última instancia el que tomó la decisión fatal.
De
hecho, conforme pasaban los minutos, comenzaba a ser devorada por el arrepentimiento.
No por las víctimas, ni por lo que sufrirían sus seres queridos, lo cual le
resultaba indiferente. Sin embargo, la idea de que pudieran detenerla la
aterraba hasta que el sudor le emanaba por la espalda como un río salvaje. De
todas formas, ¿qué visos tendrían de encontrarla? Era una perfecta desconocida
en ambos casos y nunca había sido fichada. Tampoco la reclamaría ningún
familiar, pues ya no le quedaban, y sus amigos o compañeros de trabajo tampoco
la echarían de menos. Sin lugar a dudas, aun la imprudencia y la gravedad de los
actos, las circunstancias la habían favorecido y eso le devolvía una frecuencia
respiratoria corriente.
Al
llegar al pueblo entró en una cafetería y se zambulló en la prensa: no había ni
rastro de los acontecimientos de la noche anterior en las páginas de sucesos.
No habían llegado las noticias antes del cierre, pero en la televisión apareció
un escueto parte de ambos sucesos. Un hombre había muerto en una calle de un
barrio periférico tras sufrir un fuerte traumatismo a causa de un golpe brutal
contra el bordillo de la acera. El cadáver presentaba marcas de haber forcejeado,
con lo cual podría tratarse de un homicidio. Por fortuna, nadie había
presenciado la escena y se desconocía si había alguna persona implicada. Lo que
no sabían es que el forcejeo se había producido después de que la víctima hubiera
intentado agredir sexualmente a Ana y esta había tratado de evitarlo con tan
mala, o buena, fortuna que lo había dejado seco del golpe.
Respecto
a los incidentes del prostíbulo, se sabía que un cliente había sido asesinado.
El único sospechoso era el dueño del local, quien había sido detenido como
sospechoso, puesto que las prostitutas, aprovechando la ocasión, se habían
puesto de acuerdo para acusarle. Ana respiró aliviada, ya que todo parecía
indicar que pasaría desapercibida un tiempo. Sólo debía permanecer escondida y
esperar. Preguntó al camarero si sabía de alguien que ofreciera trabajo y éste
le habló de una pareja de ancianos que andaba buscando una cuidadora interna.
Tenían mala fama en el pueblo, pagaban mal y la casa estaba a punto de caerse
encima, lo cual le pareció perfecto a la fugitiva.
Esa
misma tarde, Ana se presentó en casa de los ancianos con el nombre de Susana.
Tras el visto bueno de la vecina, Ana comenzó a trabajar. Tenía un trato
exquisito, una paciencia inagotable. Levantaba a los abuelos, les ayudaba a
vestirse y asearse, les preparaba desayuno, comida y cena, les repartía los
medicamentos, barría y fregaba la casa, hacía la colada y mediaba en las
constantes disputas entre ambos. Reprendía con dulzura los intentos del anciano
por tocarle el trasero y aguantaba las estoicas riñas de la anciana quien la
acusaba de estar seduciendo a su marido. Siempre permanecía en casa, no tomaba
días de descanso ni cuando los familiares íbamos a visitar a los abuelos, no
recibía visitas y salía a la calle sólo si era estrictamente necesario, rehuyendo
cualquier tipo de contacto con los vecinos. Dicen que uno de los solterones del
pueblo se enamoró de ella y que tuvo el arrojo de acercarse, pero bastó una
mirada de la chica para retractarse del plan.
Su
único momento de esparcimiento era a media mañana, cuando revisaba la prensa y
se leía de pe a pa las secciones de sucesos.
Paulatinamente, la policía fue haciendo avances en ambas investigaciones y las
novedades se sucedieron. En el caso del acosador, se habían encontrado unas
huellas en el reloj y la cámara de un banco había registrado imágenes, en las
que se apreciaba que la autora de los hechos había sido una mujer, distinguiéndose
un rostro de refilón. Por presiones de la familia, se había preguntado a los
vecinos, la policía había sondeado tres o cuatro sospechosas que enseguida se
descartaron. Las pruebas disponibles fueron insuficientes para encontrar a la autora,
con lo cual el caso fue archivado a falta de novedades.
Acerca
del prostíbulo, su antiguo dueño terminó por demostrar que no había tenido nada
que ver con la muerte de su cliente y que las acusaciones de las prostitutas se
debían al odio y temor que le profesaban. Por ello, se estableció una
instrucción paralela, y Manolo fue condenado por trata a diez años de prisión.
Sobre el asesinato, por las declaraciones del dueño, se sabía que la asesina
había sido la mujer que había aparecido a mitad de noche en el local y, muy
probablemente, la dueña de la Harley que fue abandonada en el río. Su desaparición
la convertía en la principal sospechosa y se hicieron todo tipo de esfuerzos
por dar con ella. La policía estaba estrechando el cerco sobre Ana, pero no
tenía ninguna información fiable acerca de su paradero. Tampoco los
investigadores establecieron conexión entre ambos hechos.
El
día que su fotografía llegó a los periódicos, me pareció que tenía un aire a
Susana, la cuidadora de mis abuelos, pero deseché la idea de mi cabeza. Sin
embargo, la hipótesis parecía encajar cuando la veía tan pendiente de
periódicos y telediarios. Creo que nadie más sospechó, ni tan siquiera mis
abuelos. Mi abuelo envejeció peor de lo esperado y quedó prácticamente
dependiente de su cuidadora, a quien se le multiplicaban las tareas. En una de mis
visitas, entré en la habitación de Susana y descubrí un pequeño álbum con
recortes sobre el caso. No quedaba duda, Susana era en realidad Ana. Pensé en
preguntárselo directamente o discutirlo con mis padres y tíos, también en
llamar a las autoridades por si le daba por volver a las andadas y sumaba dos
víctimas fáciles, pero seguía negando que aquella señora tan educada y que se
deshacía en atenciones por mis abuelos pudiera tener un pasado tan oscuro.
Mi
abuelo murió a los ocho años después de la llegada de Ana, mientras que mi
abuela aguantó hasta los veintiún años de convivencia con ella. Nunca se
encontraron culpables ni nuevos indicios y, a pesar de que los delitos ya
habían prescrito, Ana se mantuvo en su puesto. Al poco tiempo de fallecer mi
abuela, leímos su testamento, el cual incluía la casa y unas tierras echadas a
perder. Para nuestra sorpresa, descubrimos que Ana, bajo el nombre de Susana, había
sido incluida.
Nimiedades
legales aparte, y aunque ya se había convertido en una más de la familia, Ana renunció
a su parte de la herencia. Una tarde me contó su historia y que proseguiría su
huida en otra parte, mientras el resto nos preguntábamos adónde conducía la nuestra.
Consigna: relato de AVENTURAS en el que encajes la frase «Aquí la tentación está apoyada en una barra, su pelo es amarillo como el whisky de garrafa. Sería mucho más fácil recitar la biblia en chino, que irse con Mari Lupi sin un duro en el bolsillo».
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