sábado, 29 de diciembre de 2012

Esta vez no

Ay del Chiquirritin

Ay del chiquirritín chiquirriquitín
metidito entre pajas
Ay del chiquirritín chiquirriquitín
queridín, queridito del alma. *coro

Entre un buey y una mula Dios ha nacido
y en un pobre pesebre lo han recogido.
*coro

Por debajo del arco del portalico
se descubre a María, José y al Niño.
*coro
No me mires airado, hijito mío
mírame con los ojos que yo te miro.

Ay del chiquirritín chiquirriquitín
metidito entre pajas
Ay del chiquirritín chiquirriquitín
queridín, queridito del alma.

Por Carmen Gutiérrez.


     Corro por las calles empedradas, este barrio es muy inseguro y sé que no me buscarán aquí. Espero que la dotación que llevo de mantas y pañales de tela no llame la atención, de cualquier modo, evito el contacto visual con la gente.


     Al entrar en la húmeda habitación tengo un momento de pánico, las mantas están más revueltas de lo normal y la cama está vacía. “Nos han encontrado” pienso estrujando los pañales entre mis manos y de pronto recuerdo: puse la cunita en la cocina para darle algo de calor. Voy hacia allá corriendo y lo veo durmiendo profundamente. Lo tomo en mis brazos y su manita busca mi pecho y se apoya con toda naturalidad. Ni siquiera abre los ojos. Le beso la cabecita con labios temblorosos, el contacto con sus cabellos suaves y su olor a leche me llenan los ojos de lágrimas.


     Vuelvo a la cama con mi pequeño en brazos mientras lo beso, voy meciéndolo suavemente para que no despierte y le digo cosas tiernas. Él sigue ahí, con su manita cálida en mi pecho y con tu tibio esplendor.


     Al recostarlo en la cama recuerdo que debo preparar todo para el viaje de mañana, pero estoy cansada y mis ojos se cierran en un sueño pesado, mi cuerpo exige descanso y los músculos se relajan. Sólo quiero quedarme con mi niño y acunarlo en mis brazos. Tengo tantas noches en vela que sé que debo dormir antes de planear nada. No puedo permitirme cometer ningún error.


    Después de unas horas de sueño despierto sobresaltada, tenemos que irnos, hemos pasado muchas noches en este lugar. Debo apresurarme. En una bolsa preparo mis cosas al lado de los pañales, ropita y mantas, necesitamos muchas mantas. Mi pobre bebé sufre de calor cuando lo arropo tanto pero debo hacerlo parecer mayor. Más grande.


     Antes del alba tengo todo listo y levanto en brazos a mi hijo, quien aun se remueve entre sueños. Espero que el frío no le afecte como la última vez, que tuve que pasar más tiempo de lo normal esperando a que se recuperara. ¡Sufro tanto cuando mi pequeño llora! No quiero que pase por eso de nuevo y le preparo un pequeño nido de telas afelpadas.


     Dejo pagado el alquiler en un sobre cerrado y saco a mi pequeño al fresco del amanecer y él no se queja. Se remueve un poco y le beso de nuevo para hacerlo sentir seguro. Tomo el primer autobús que pasa.  Creo que será mejor seguir con el plan de no saber a dónde voy, así no podrán adivinarlo.


     Mientras el autobús avanza, mi pequeño abre los ojos, me busca con sus ojitos color miel y sonríe cuando le hablo en susurros pero empieza a buscar con su naricita entre mis pechos, está hambriento. Con ternura me abro la blusa cubriéndome con una esquina de su manta. Se pega a mi pezón con avidez pero sus ojos me miran como siempre, como si me pidiera permiso para alimentarse de mí. Con una mezcla de agradecimiento y compasión. Y lo entiendo. No necesita hablar para expresar mucho más de lo que yo puedo cantarle o decirle. Su mirada me estremece.


     “No voy a dejar que nos encuentren” le digo entre caricias mientras lo amamanto. Me mira complacido mientras succiona y vuelve a colocar su manita en mi piel. El camión sigue por el camino empedrado y el movimiento me adormece.


     Tengo casi un año huyendo de ciudad en ciudad, desde que supe que estaba embarazada. Las visiones se han hecho más fuertes y frecuentes desde que él nació así como mi temor y la certeza de que huyo en vano.


     No quiero que le pase todo lo que he visto, no quiero que lo arrebaten de mi lado para salvar a nadie. No quiero que lo consideren el elegido ni el cordero de Dios. Es mío, es mi niñito, es producto de mi vientre y lo protegeré con mi vida. Con mi muerte, si es preciso. Nadie lo va a maltratar y nadie me va a convencer de que es necesario.


     Él se mueve despacio, cayendo en el sueño de los inocentes, me dedica una sonrisa juguetona pero cansada y se duerme en mi regazo.


     Descansa, chiquirrín. Tu madre está aquí. 


viernes, 28 de diciembre de 2012

La segunda venida

Los campanilleros

En los cielos cuajados de estrellas,
que ya es nochebuena vamos a cantar,
todos juntos con los pastorcillos llevando jazmines al niño Jesús, 
al niño Jesús, al niño Jesús, 
que ha nacido a mitad de la noche los animalitos le han dado calor.
Van siguiendo un cometa plateado,
que se ha detenido sobre un olivar,
hay luciérnagas revoloteando la escarcha y la luna le van a adorar, 
le van a adorar, le van a adorar,
hay fragancia de los limoneros aunque es pleno invierno florecieron ya.
Se respira un aire distinto en todo la tierra se siente un rumor,
va endulzando a los corazones, 
no saben que lejos ha nacido ya,
ha nacido ya, ha nacido ya, 
por Belén en un pobre establo adoran a un niño, al niño de Dios.

Por Pepe Martinez.


El sonido de la última campanada se aleja en la noche. Otro ciclo y otro mundo.  El polvo se acumula en mi raído manto y mis blancos cabellos luchan por irse con el viento, rebeldes, secos.  Sé que esta no es mi llamada, esta no es mi oportunidad y vuelvo en envolverme en mi piel de cabra para protegerme del intenso vacío del desierto.


Jonah entra feliz, radiante y una ráfaga de arena y guijarros se cuela detrás de él. Me mira con emoción y bendice al aire.


—Abba ¡Lo he sentido! —exclama dando saltitos— Eso que decías; la piel erizada, los ojos a punto del llanto. ¡Creo que lo he conseguido! ¡Soy el campanillero del pueblo!


Y se pone frente al fuego estirando sus manazas para calentarlas. A pesar de lo mucho que lo quiero, guardo un impasible silencio mientras Jonah masculla algunas palabras emocionadas. Él ha sido el mejor hasta ahora. Escucha con paciencia, tiene un alma sencilla, le gusta la leche tibia y guarda silencio cuando me ve dormitar. 

¿Cómo puedo explicarle que no ha sentido nada? ¿Qué eso que sintió no es más que la sonora respuesta a la vibración de la campana?


—Abba, cuéntame esa historia de nuevo —pide Jonah con los ojos en rojo por las llamas del hogar.

Me señalo la seca garganta para hacerle notar que estoy afónico. Se disculpa y me acerca un poco de agua. Sus enormes ojos negros me miran piadosos y yo no puedo hablar, ¡estoy tan cansado!

Le digo que no con un movimiento de cabeza y cierro los ojos, últimamente duermo mucho durante el día y en las noches ando como alma en pena tomando leche y procurando no hacer ruido para no despertar a Jonah, pero esta noche estoy agotado.


Jonah hace un mohín y se retira al fuego tratando de concentrarse, debería dormir. Mañana deberá tocar a las seis de la mañana y ya es tarde. Nuestra insípida cena navideña se ha enfriado y es probable que ahora esté llena de polvo pero al parecer no está hambriento, ¡Ah, la juventud! Él se parece tanto a mí cuando…cuando… no quiero recordar, pero el cúmulo de imágenes y sonidos viene a mi mente como un latigazo.


“Ahí voy, corriendo por las calles atestadas de gente, con la emoción de mi nombramiento y la arena colándose en mis gastadas sandalias y mi túnica enredándose entre mis piernas. Mi madre me había enviado pan y vino para la merienda y el sonido de la gente a mi alrededor me ilumina. Me transforma.  Voy a las afueras del pueblo y tomo mi posición en la atalaya principal, donde todos puedan escucharme y verme estrenar mi puesto, tengo permiso del Maestro así que tendremos una sesión de melodías para festejarlo.


Desde ahí la veo, resplandece como ninguna otra lo ha hecho y me llama, me hipnotiza su candor, y su calor es tan fuerte que pienso que se ha caído. Me quedo embelesado admirando su hermosa luz, cuando caigo en cuenta de que debo dar la alarma ¡Ese es mi trabajo! ¡Esto puede ser un desastre como los de las escrituras y yo aquí parado viendo como las estrellas se caen!”


Me remuevo en mi rincón  al recordar el dolor en el tobillo mientras subía las escaleras de la atalaya, el tirón en mi túnica al pisarla y mi cara dando contra el piso. Mejor evito el recuerdo de la caída y paso a lo asombroso.


“El yo joven trata de levantarse pero la túnica se ha enredado más y la luz me ciega. Tengo que avisar al pueblo, tengo que advertirles, pero mi cuerpo no responde mi tobillo se ha inflamado tanto que no puedo apoyarme. Y entonces lo siento. Ha llegado el Mesías, el salvador, el redentor del mundo. Mi piel se eriza al momento y me siento feliz y tranquilo. La luz pasa y puedo moverme al fin. Subo las escaleras con cuidado y adolorido.


Doy la alarma acompañando cada campanada con gritos de alegría, en un momento tengo al pueblo reunido en la Atalaya, preocupados temerosos.


—No teman —les digo a gritos—. El Mesías ha nacido ¡Ha nacido ya! Y debemos ir a adorarle, allá donde las estrellas se caen, allá donde su madre le acuna. ¡Ha venido a cuidarnos!

Abro las puertas de la fortaleza y los insto a salir y adorarle. ¡Qué felices estábamos todos! ¡Qué esperanzas habían nacido en nuestros corazones!”


El siguiente recuerdo me duele en cada hueso y me ha dolido cada día de mi vida, de mi larga vida.


“Entro a la ciudad en medio de la muchedumbre, sé que han soltado a Barrabás y temo por la seguridad de mi pueblo, no puedo creer lo que mis ojos están viendo, gente que corre, llora, grita y mis entrañas luchan por sostener todo dentro y no vomitar. ¿Cómo es posible? ¡Si hace unos años estábamos felices!


Me tiemblan las manos y tengo una enorme necesidad de apoderarme del campanario del palacio y llamar a la gente hacia mi y pedirles que se detengan y escuchen sus corazones. Pero aquí no tengo el nombramiento y soy un hombre mayor, ya no puedo correr, ya no puedo subir las escaleras como antes y me siento atrapado. Corro dentro de mis fuerzas a la atestada calle principal y veo la pared de seres humanos remolineando alrededor de él, a pesar de los soldados. Mis callosas manos agarran mantos, túnicas y cabellos y aparto a la gente hasta quedar frente a él. Y me suelto en lagrimas y me desgarro las ropas. ¿Qué hemos hecho? ¿Por qué?”


Una rebelde lágrima se escurre por mis arrugadas mejillas y trato de contener un sollozo, no quiero asustar a Jonah, quien devora su porción de cena, el chico está emocionado y no quiero arruinar su glorioso día. Quiero pasar de este penoso recuerdo, pero estoy condenado a repetirlo cada noche.


“Ahí está, frente a mí, malherido y con su frágil cuerpo destrozado a punto de derrumbarse, aparto a uno de los soldados que lo custodian y me acerco a sostenerlo, justo antes de que se desplome en mis brazos, deja caer el madero y alcanza a poner las manos para amortizar el peso. Saco mi zurrón y le ofrezco algo de agua fría. Me agradece con ti tibia mirada.


—Regresaré —me dice en un susurro.

—Te esperaré —contesto ahogando un gemido—. Te lo juro, hasta que vuelvas.

Me mira con intensidad y sonríe un segundo antes de que un latigazo le obligue a levantarse.”


Y aquí estoy esperando. Tantos años esperando, buscando las señales, rogando para que este ciclo termine. He recorrido el mundo tocando campanas aquí y allá, buscando alguien que se quede con mi promesa, alguien que sienta lo que es ser el mensajero. Pero no ha pasado, no ha regresado. Quizás es que la humanidad no es buena ni mala, es simplemente tonta.    

Quiero dormir y no soñar. No quiero volver despertar en otro lado, en otro pueblo, con otro Jonah, en otro 
siglo. Veintiún siglos ya han sido suficientes. 


NOCHE DE PAZ

Noche de Paz

Noche de paz,
noche de amor!
Ha nacido el niño Dios
en un humilde portal de Belén
·         sueña un futuro de amor y de fe
viene a traernos la paz
viene a traernos la paz...
Desde el portal llega tu luz
y nos reúne en torno a ti
ante una mesa de limpio mantel
o en el pesebre María y José
en esta noche de paz
en esta noche de paz...

Por Rebeca Bañuelos.


Me encuentro viendo de lejos a mi madre, preparando las cosas para partir. Está callada, pero concentrada en lo que le ocupa, llenando bolsas con alimentos, botellas con agua y demás objetos que podamos necesitar en el camino.

Desde hace días que la veo así, como emocionada pero preocupada al mismo tiempo y es que dice mi mamá que todo parto puede llegar a complicarse, aunque al final siempre vale la pena, y es que cada vez que me cuenta de cuando yo nací se le llenan los ojitos de lágrimas y de emoción, pues dice que añoraba mi llegada y que aunque el dolor de las contracciones son muy fuertes, cuando me escuchó relinchar por primera vez, los dolores se le olvidaron y sintió alegría en el corazón al saber que yo nacía con bien, después de meses de espera.

El tiempo es poco, murmura mi madre mientras continúa empacando alfalfa, pasto, terrones de azúcar, manzanas rojas, zanahorias y demás comida para nosotros y los que nos acompañan por la larga travesía.

Es hora de partir, me grita mi mamá apurándome, mientras tomo unos juguetes para el camino, tomo sólo mis favoritos, que pienso entregar en ofrenda al pequeñito que iremos a ver, pienso que siendo él y yo pequeños, tal vez compartamos el mismo gusto por lo divertido.

Nos juntamos con los demás caballos de nuestro grupo que se encuentran discutiendo el camino a tomar y el tiempo que nos llevará llegar a nuestro destino: el nacimiento del niño Dios.

Caminamos juntos varios días, siguiendo una estrella brillante en el cielo, la cual dicen los que saben del grupo, que nos llevará directo al nacimiento.

El último día de camino mi madre ya estaba preocupada, pues aunque sabía que al final todo iría bien, le daba pendiente que el niño Dios tuviera todo lo que un bebé recién nacido necesita.

Cuando vamos llegando, me doy cuenta de que se ve una luz deslumbrante que nace de un portal, y caigo en la cuenta de que ahí es donde ha nacido el niño Dios, o Jesús, como dice mi madre que se llama el bebito, es un lugar humilde pero sereno y cuando nos acercamos entre la muchedumbre de humanos y animales, noto que se acomodan para formar una fila para verlo. Impaciente hago el esfuerzo por ver más adelante, mientras escucho a mi madre platicar con otros de distinta especie, diciendo los detalles del nacimiento, el tiempo del parto y la felicidad que tuvieron los padres al recibir y escuchar por primera vez a su hijo.

Es mi turno de acercarme a contemplarlo, me siento curioso y quiero tener tiempo suficiente para observarlo detenidamente y conservar en mi memoria detalles sobre su aspecto, olor y demás características que pueda reconocerle, porque sé que es un ser especial y superior a todos nosotros, y cuando finalmente me acerco a verlo, al final me doy cuenta de que en verdad es un ser distinto, un ser que irradia paz, amor y ternura.

Al verlo se nota la reacción de todos, dan ganas de arrullarlo y verlo toda la noche, pues su gesto es tan relajado y quieto, tiene un humor tan dulce que convierte la noche en una noche tranquila.

Yo, como buen potrillo, prefiero esperar a que crezca un poco, para que pueda subirse sobre mi lomo y pueda llevarlo tan lejos como él quiera, tan rápido como mis fuertes patas lo permitan, y compartir con él mi calor y tiempo, mi vida entera.

Deberé esperar, pacientemente, a que crezcamos los dos.

Pequeño gran regalo

Los campanilleros

En los cielos cuajados de estrellas,
que ya es nochebuena vamos a cantar,
todos juntos con los pastorcillos llevando jazmines al niño Jesús, 
al niño Jesús, al niño Jesús, 
que ha nacido a mitad de la noche los animalitos le han dado calor.
Van siguiendo un cometa plateado,

que se ha detenido sobre un olivar,
hay luciérnagas revoloteando la escarcha y la luna le van a adorar, 
le van a adorar, le van a adorar,
hay fragancia de los limoneros aunque es pleno invierno florecieron ya.
Se respira un aire distinto en todo la tierra se siente un rumor,

va endulzando a los corazones, 
no saben que lejos ha nacido ya,
ha nacido ya, ha nacido ya, 
por Belén en un pobre establo adoran a un niño, al niño de Dios.

Por Angie Leal Rodríguez.


 Hoy es veinticuatro de diciembre, un día especial para la inmensa mayoría de las personas, los niños se ponen felices porque esa noche llegará Santa Claus cargado de regalos, los adultos se concentran en festejar con ricos platillos, bebidas, postres; pero sin duda la convivencia familiar y la reflexión son lo mejor de estas fechas.

Esta vez el gordo no se va a acercar a mi casa, no hay chimenea para que entre, no hay pinito con luces ni esferas, aunque sí hay dos niños que lo recibirían encantados, mis hijos Esmeralda y Jesús.


Esta mañana, como siempre, desperté muy temprano para prepararme para ir a trabajar pues a mis jefes no les importa que sea nochebuena, también hoy se tiene que recoger la basura que la gente saca a las calles; solo me dio tiempo de tomar café, me despedí de mi esposa Xóchitl y volteé a ver a mis hijos que aún dormían arropados y juntitos aguantando el fuerte frío que hace; salí corriendo a tomar el microbús.


A los pocos minutos sale el sol, los negocios empiezan a abrir, las calles se pueden ver ya con muchas bolsas de basura en las esquinas, cajas, botes, verdaderos focos de infección. ¡El día no puede ir peor! Hay demasiado trabajo, el frío cala hasta los huesos, ni siquiera he podido comer uno de los burritos que me puso mi esposa para el lunch, mis tripas gruñen, tengo la nariz helada, las orejas tiesas, a ver si esta semana puedo comprarme un gorro.


A lo lejos se escucha un villancico que reza: “en los cielos cuajados de estrellas,
que ya es nochebuena vamos a cantar…” 
No puedo evitar recordar cuando siendo niños mis hermanos y yo pasábamos el día cantándolo mientras nuestra madre preparaba los buñuelos, ¡qué recuerdos! Me quedé absorto por unos segundos escuchando, recordando… hasta que oigo la voz de mi compañero el de la campana que me dice “¡Hey, Juan! Muévete, que nos estás retrasando”. Seguí con mi trabajo recogiendo bolsas y echándolas al camión; así pasamos varias calles más, mientras el sol empezaba a calentar un poquito, y afortunadamente tuvimos diez minutos para comer; luego seguimos con nuestra labor.


En este trabajo todo es rutina constante, yo no sé si en los otros, pero en el mío nunca pasa nada diferente, a diario es lo mismo en una calle o en la otra; que si la chica de la panadería con el escote pronunciado, que si el anciano de la barbería se asoma a saludarnos, que si la señora de la florería nos regala una sonrisa, todo es lo mismo. Ya quiero estar en mi casa, con mis hijos y con mi esposa, descansar, dormir un rato, tomar una taza de café humeante, pero bueno, mejor me aplico y sigo con mi rutina.


            ¿Qué es esto? Alguien llora… un bebé… ¿pero un bebé en la calle? ¿Dónde? Aquí solo hay basura, no es lugar para bebés. “Hay luciérnagas revoloteando la escarcha y la luna le van a adorar…” Sigo el sonido del llanto y me doy cuenta de que viene de un bote negro cubierto apenas por un pedazo de cartón, lo levanto y ahí en el fondo lo veo, no puedo evitar sorprenderme, mi corazón se acelera; meto las manos para sacar de ahí al bebé y abrazarlo para darle un poquito de calor, está mal envuelto en una frazada azul claro, me quito la chamarra para cubrirlo; puedo ver que es un niño como de tres meses, de piel clara, y cabello abundante, sus ojitos llenos de lágrimas no paran de llorar, sus grititos salen de su pecho como si quisiera que el mundo lo escuchara, algo le duele, seguro el frío intenso le ha causado hipotermia. Mis compañeros ven lo que acabo de encontrar  y se acercan asombrados, “¿qué madre irresponsable pudo haberlo abandonado así? ¡Tan chiquito! ¡Tan indefenso!” dicen indignados.


            No pude dejar de abrazar al pequeño, poco a poco dejó de llorar, sus ojitos oscuros volteaban a verme y sentí como si me agradeciera, ¡qué sensación tan bonita! Recordé la primera vez que tuve en mis brazos a mis hijos, ¡pasan tantas cosas por la mente en ese instante! El corazón se llena de gozo y el alma se hincha de amor.


El trabajo se había pausado, el chofer del camión recolector, el campanillero, y mi otro compañero estaban viéndome y comentaban qué podíamos hacer con el bebé. Varios mirones también estaban ahí también; supe por sus comentarios que nadie había visto a la mujer que lo abandonó, eso es lógico en una ciudad tan grande. Después de varios minutos tuvimos que reanudar labores, quedamos en que un compañero y yo iríamos a las oficinas del departamento familiar en el ayuntamiento para entregar al bebé a una trabajadora social y que lo revisara cuanto antes un médico aun cuando ya se le veía color en sus mejillas y se notaba tranquilo.

           

            Pedro y yo llegamos al lugar donde dejaríamos al bebé, le dimos un último abrazo y con pesar se lo entregué a la señora de trabajo social, a la vez le conté cómo lo encontramos y puse de testigo a mi compañero. Le pareció una historia conmovedora y triste, pero se alegró de que lo hubiéramos encontrado a tiempo. Sin más lo dejamos con ella después de llenar y firmar unos papeles y regresamos a la calle en la que seguían trabajando nuestros compañeros.


            Pasaron las horas y regresé a casa, ¡se me hacía tarde por ver a mis hijos y abrazarlos fuerte! En cuanto vi a mi esposa empecé a contarle lo que había pasado esa mañana! Me dijo que me notaba muy emocionado, y no era para menos. El haber salvado a ese bebé me hizo darme cuenta de lo verdaderamente importante en la vida, apreciar el valor de la familia, dejar de quejarme por las cosas que no tengo, agradecer a Dios por la salud de los míos y por el trabajo que me permite que nunca falte el pan en nuestra mesa.


            Esta navidad es diferente, sí, no hay regalos para mis hijos, pero hay mucho que agradecer y mucho amor para compartir. 

jueves, 27 de diciembre de 2012

Los Reyes caídos

Huyendo del rey Herodes

La virgen va caminando
huyendo del rey Herodes.
Por el camino ha pasado
hambres fríos y dolores.



Y al niño lo lleva con grande cuidado
porque el rey Herodes,
porque el rey Herodes,
porque el rey herodes quiere degollarlo. *coro



Huyendo de Herodes
La virgen va caminando
huyendo del rey Herodes.
Por el camino ha pasado
hambres fríos y dolores.



*coro

Huyendo de Herodes
La virgen va caminando
huyendo del rey Herodes.
Por el camino ha pasado
hambres fríos y dolores.


*coro

Por Joaquim Mateu Bartroli.


La sangre cae a borbotones. Con un espasmo, mitad placer, mitad regocijo, el hombre desliza el cuerpo, ya cadáver, de su victima hasta el suelo. Con un pañuelo limpia su cuchillo y se lo queda mirando.
- Es increíble el apego que tenemos a algunas cosas mundanas. Este cuchillo, por ejemplo. Es un buen cuchillo, tal vez más afilado que lo normal. Pero está viejo y gastado. ¡Aun así iría al mismísimo infierno a buscarlo!
Sonríe mientras se lo guarda dentro del abrigo y gira sobre sus tacones, abandonando el callejón oscuro mientras el cuerpo tiñe de rojo la nieve del suelo. El asesino canturrea un viejo villancico, como completamente ajeno a lo que ha sucedido instantes antes, un acto atroz cometido con sus manos.
- ¡Me encanta la Navidad! – exclama con alegría. 
Mientras, en otra parte de la ciudad, otro hombre, sin tener ni idea de lo que acaba de ocurrir, anda por la calle, como vagando sin saber exactamente dónde ir. Parece triste. Estas fechas le ponen triste. Le recuerdan a unos hechos sucedidos hace años, cuando él era un niño pequeño, un recién nacido. Sus padres siempre le dijeron la suerte que tubo, y que no desaprovechara su vida, que le habían dado una oportunidad y que tendría que hacer algo importante en su vida. Pero nunca supo el qué. Nunca quiso seguir en el negocio de marquetería, ni montar un aserradero, o una tienda de ebanistería. Quería hacer algo grande, porque era lo que le habían inculcado, pero seguía sin encontrar su sitio en el mundo. Un mundo cambiante, dónde no sentía que encajara. Su visión de las cosas le había acarreado muchos problemas a lo largo de su vida. Se encontraba perdido, solo. Y no tenía ni idea de lo que le iba a ocurrir en breve.
El tacto del cuchillo en su bolsillo le reconforta. El hombre anda con paso seguro. Se siente fuerte, seguro de si mismo. Y le encanta lo que acaba de hacer. Si bien ya no era como antaño. A veces, en las noches en las que no puede encontrar una víctima, le gusta rememorar sus grandes gestas, sobre todo una acaecida hace muchos años. Eso fue lo que le catapultó a la fama. Lo que le dio a conocer a todo el mundo. Y fue muy listo para que no lo atraparan. Las principales cadenas de noticies se hicieron eco del terrible acontecimiento. Ni él mismo se había creído capaz de hacerlo. Todos esos niños... La prensa fue muy dura con él. Y aun en estos días se sigue recordando lo ocurrido. Pero él sabe que había algo que le faltaba. No pudo matar a todos los niños. Uno se le escapó. No sabe como fue, pero le quedaba una víctima pendiente. Y durante todos estos años la ha estado buscando. Pero nunca era la siguiente. Nunca la sangre derramada conseguía saciar su sed. Nunca el cuerpo inerte era la que encajaba en su rompecabezas. Y seguía buscando, día tras día, año tras año. Tenía que encontrar a la víctima perfecta. A la víctima que cerrara el circulo y por fin pudiera descansar en paz.
La noche va avanzando. El hombre pasa por delante de un centro comercial y oye un villancico “Por el camino ha pasado / hambre fríos y dolores / Y al niño lo lleva con grande cuidado...” Le gusta esa canción.
El otro hombre también sigue andando, avanzando entre el ocaso del día y el nacimiento de la noche. Y se acerca al mismo centro comercial donde está el otro hombre. Tal vez atraído por algo. Tal vez casualidad o suerte macabra es lo que hace que esos dos hombres se encuentren, cara a cara.
El asesino se lo queda mirando. Y sonríe. ¡Por fin! Piensa para sus adentros. El otro hombre se para, al sentirse observado. Y mira al hombre que lo está mirando. Sólo ve a un viejo, un hombre ya mayor que esboza una sonrisa, que le clava la mirada y que se mete la mano en el bolsillo.
- ¿Qué quiere? - le pregunta el joven. No le gusta nada como le mira.
- No te acuerdas de mi, claro. ¿Cuanto ha pasado? ¿Veinticinco, treinta años? Pero al fin te he encontrado. Sabía que tarde o temprano tendría que ocurrir. ¡Y por fin podré descansar!
- ¿De que habla? - le responde el joven. No entiende nada, no sabe quien es ese hombre mayor que lo mira tan fijamente, pero algo en su interior le dice que sí que lo sabe.
El viejo permanece callado unos segundos, como saboreando ese momento, degustando y disfrutando cada instante.
- Ya lo sabes – dice el viejo, sonriendo mientras acaricia su cuchillo dentro del bolsillo. - Vamos Jesús, ya ha llegado Herodes...



Un brindis por el Niño Jesús

Los pastores a belen 

Los pastores a belén
corren presurosos
llevan de tanto correr
los zapatos rotos



Ay! Ay! Ay!  
que alegres van
Ay! Ay! Ay!
si volverán



Con la pan pan pan
con la de de de 
con la pan con la de
con la pandereta
y las castañuelas



Un pastor se tropezó
a media vereda
y un borreguito grito:
¡este aquí se queda!
Ay! Ay! Ay!
que alegres van
Ay! Ay! Ay!
si volverán

Con la pan pan pan
con la de de de
con la pan con la de
con la pandereta
y las castañuelas



Por Alejandra Lopez.


Los sucesos de los últimos días me tienen alterada. Ya está empezando a caer la noche y miro por la ventana. El cielo plomizo, el aire cargado de humedad y algunos refucilos lejanos, presagian una inminente tormenta.
Es Nochebuena, pero decidí quedarme sola en mi casa. Rechacé formalmente todas y cada una de las invitaciones a festejar.
Quiero reflexionar sobre lo que ocurrió en la escuela, necesito saber cómo todo se me escapó de las manos.
Cuando Lucía entró al curso, en el mes de mayo, empezaron los problemas. Su carácter violento no tardó en deteriorar la armonía del grado. “Lucía me insultó”, “Lucía me pegó una patada”, “Lucía está empujando”, “Lucía le pegó una piña a Fulanito”. Continuamente agredía a sus compañeros hasta el hartazgo, y en los recreos hacía lo mismo con cualquier otro chico de la escuela.
Los padres de mis alumnos vinieron con frecuencia a quejarse por la violencia de la nena, que en varias oportunidades hizo sangrar labios y cabezas.
Yo tenía orden de los directivos de amparar a Lucía porque venía de un orfanato, la adoptaron este año y había sido sometida a crueles experiencias en el instituto, por lo que para ella, agredir era la única forma posible de proceder. Siempre estuve mediando entre ella y sus compañeros, entre ella y los padres que venían a quejarse
Pude llegar a fines de noviembre tratando de calmar los ánimos, hasta que preparamos con los chicos un Pesebre viviente  para representar el veintiuno de diciembre. El objetivo era recaudar fondos con la venta de entradas y así poder pintar la escuela durante el receso de verano.
Varias veces habíamos ensayado la obra; hasta contamos con el hermanito de una alumna, que había nacido dos mese atrás, para representar al Niño Jesús.
Cuando llegó el día del acto, todo el público, padres y familiares de los niños, estaban ubicados en las sillas dispuestas frente al escenario. Se apagaron las luces y empezó a sonar un villancico navideño. A medida que las luces se encendían de a poco, los niños iban subiendo al escenario para adorar al Niño Jesús, que ya estaba acostado en el pesebre ante las miradas embelesadas de quienes representaban a José y María. Así, fueron subiendo los Reyes y los pastores, algunos hacían sonar sus panderetas y otros, las castañuelas. Uno de los pastores (Magali, la hermana de Manuel, el Niño Jesús) tropezó y cayó sobre el escenario. Luego todo pasó muy rápido. Magali se levantó de un salto y corrió hacia la pastora que estaba delante de ella al momento de la caída, Lucía.
Cuando la alcanzó, la agarró de los pelos mientras le gritaba: “Me pusiste la traba, hija de puta, me tenés harta”.
Enseguida todo se transformó en caos, el resto del “elenco” se alió a Magali y empezaron a pegarle a Lucía. Solo María y José permanecían quietos al lado de Manuel. Lucía pudo zafarse y corrió hasta donde estaba el bebé, lo levantó y lo arrojó con fuerza al piso, desde el escenario.
Los niños se quedaron paralizados, los padres comenzaron a levantarse y gritar con el terror dibujado en los rostros, el bebé permanecía inmóvil, no lloraba.
Ya pasaron tres días desde el “accidente” y Manuel, el Niño Jesús, permanece internado con pronóstico reservado.
El timbre interrumpe mis pensamientos. Levanto la vista hacia el reloj, las nueve de la noche. Los truenos suenan cada vez más fuerte, ya se escuchan caer los primeros goterones de lluvia.
Abro la puerta y la veo a Lucía con los ojos llorosos y el cabello mojado pegado al rostro por el chaparrón que ya se está largando.
Atónita, la invito a pasar. Agacha la cabeza como un perro asustado y cuando se acomoda en el sillón me empieza a decir que tiene miedo, que está arrepentida, que ese escapó de su casa y no quiere regresar.
La observo en silencio. Ya sé cómo sos Lucía, siempre la misma historia. Te mandás la cagada y después venís como un corderito con el cuento de que estás arrepentida, de que vas a cambiar. Y el director de la escuela, y las reuniones con tu puta psicóloga diciéndome que la vida fue dura con vos, que hay que darte otra oportunidad, que “tratemos-de-que-se-integre-al-grupo”.
El sonido del teléfono me sobresalta, es una colega, una maestra de la escuela para decirme que el “Niño Jesús” acaba de morir. Le respondo con monosílabos, le digo que no puedo hablar, que mañana la llamaré.
Me siento hervir de bronca, de impotencia, de culpa, de odio.
Me acerco a Lucía que me mira con ojos mansos, y forzando una sonrisa, le ofrezco una gaseosa que acepta.
Voy a buscarla a la cocina y regreso con el vaso.
El Niño Dios ha muerto.
Le extiendo el vaso a Lucía y, mientras lo bebe, asesto una puñalada en su espalda con la cuchilla que traje escondida en mi falda.
Me mira incrédula mientras cae y vomita sangre.
Ya es hora de un brindis.

El brillo de una estrella


Noche de Paz

Noche de paz,noche de amor!

Ha nacido el niño Dios

en un humilde portal de Belén

sueña un futuro de amor y de fe

viene a traernos la paz

viene a traernos la paz...

Desde el portal llega tu luz

y nos reúne en torno a ti

ante una mesa de limpio mantel

o en el pesebre María y José

en esta noche de paz

en esta noche de paz...


Por Evelia Garibay.


Camino por el pasillo, se que debo apurarme pues todos están ya reunidos en el observatorio, siempre soy el último en terminar, no me mal interpreten no soy lento, soy meticuloso, aunque si le preguntan a Mebahiah les dirá que me entretengo demasiado en los detalles.

Lo cierto es que así soy yo y no puedo hacer nada para cambiarlo, para muchos encender las estrellas cada noche es un trabajo rutinario y aburrido, para mi es el trabajo más importante que existe, sin las estrellas los marineros en altamar no tendrían modo de guiarse, los enamorados no podrían refugiarse bajo su brillo para murmurarse palabras de amor, en fin, mi nombre es Nithael y soy el ángel encargado de encender las estrellas cada noche.

Esta noche es diferente a las anteriores, hoy es la noche en que el hijo de nuestro padre va a nacer en la tierra, razón por la cual pongo especial cuidado al encender las estrellas.

Entro en el observatorio, todos están nerviosos y murmuran entre ellos en voz baja, parece que algo no va del todo bien, me acerco a Mebahiah y miro hacia abajo.

—¿Qué sucede? —le pregunto en voz baja.

—No llegan. —Me responde y se inclina un poco más para ver el camino que conduce al pequeño pesebre en el que puedo ver a José junto a su esposa María que descansa acostada en la paja con el vientre hinchado destacándose sobre su cuerpo. Y entonces lo entiendo, los tres reyes que vienen desde el lejano oriente no están ahí, se pusieron en camino desde hace varias semanas, generalmente por las noches observo sus avances, esta noche no los busque, estaba demasiado ocupado encendiendo estrellas y pensando en el observatorio como para acordarme de los reyes.

—Muy bien gente, tenemos un problema —dice el jefe mirando alrededor—, están perdidos, al parecer el adversario no les permite retomar el rumbo, necesitamos algo poderoso que llame la atención de esos reyes atolondrados y los ponga de nuevo en marcha ¿alguien tiene alguna idea?

Los murmullos se elevan de nuevo en la sala pero nadie dice nada, aclaro mi garganta y levanto la mano.

—Una estrella.

—¿Qué dices Nithael? Acércate y habla más fuerte muchacho.

—Una estrella Señor, una estrella lo suficientemente brillante como para traspasar el velo que el enemigo ha puesto en los ojos de los reyes.

—Esa seria una buena idea —interrumpe Mebahiah—, si las estrellas no estuvieran fijas en el cielo.

El jefe esta pensativo y nos mira a los dos.

—Mebahiah tiene razón, pero Nithael también. Una estrella no puede ser porque

éstas están fijas en el cielo, pero algo tan brillante como una estrella puede hacer el trabajo; acércate Nithael.

Cuando estoy frente a mi padre pone sus manos en mis hombros.

—Ve hijo e ilumina el camino para ellos.

—Si señor —contesto inclinando la cabeza— pero mi brillo no es tan fuerte como el de Miguel o el de Gabriel.—Reconozco un poco avergonzado por ello.

—Esta noche brillaras más que los dos juntos —me responde y agita todo mi cuerpo zarandeándome hasta que veo estrellas imaginarias a mi alrededor, me doy cuenta que comienzo a brillar, primero los hombros y de ahí se extiende a todo mi cuerpo—. Ahora ve, y guíalos hasta su destino.

Salgo de la sala y me lanzo al cielo, los localizo abajo en el desierto y me pongo sobre ellos, cuando sus rostros se vuelven hacia mi me muevo lentamente en dirección al pesebre y ¡me siguen! voy despacio por que no quiero perderlos, pero cuando veo que llevan buena velocidad yo también acelero hasta que estoy justo sobre el pesebre y ahí me detengo, el niño nace y los reyes llegan, lo adoran y le presentan sus regalos.

Después de todo el ajetreo por fin todo queda en paz. Yo sigo ahí, en primera fila en el nacimiento del hijo de Dios brillando como una hoguera mientras todos los demás observan de lejos, seguro que ahora Mebahiah reconoce el valor del brillo de las estrellas.





miércoles, 26 de diciembre de 2012

El bien y el mal queriendo emerger

Campana sobre campana

Campana sobre campana,


y sobre campana una,
asómate a la ventana,
verás el Niño en la cuna.



Belén, campanas de Belén,
que los ángeles tocan
qué nueva me traéis? *coro



Recogido tu rebaño
a dónde vas pastorcillo?
Voy a llevar al portal
requesón, manteca y vino.


*coro


Campana sobre campana,
y sobre campana dos,
asómate a esa ventana,
porque ha naciendo Dios.


*coro


Campana sobre campana,
y sobre campana tres,
en una Cruz a esta hora,
el Niño va a padecer.


*coro

Por Patricia Fabiana Ferrari.


El bien y el mal queriendo emerger

"Entretanto, Satán, el enemigo de Dios y el Hombre, llena su mente de ambiciosas imaginaciones, extiende su raudo vuelo y explora el solitario camino que conduce a las puertas del infierno. Toma unas veces la derecha, otras la opuesta mano; ya se desliza con iguales alas por la superficie del abismo, ya se eleva cual torre aérea hacia la ardiente concavidad del firmamento."

JOHN MILTON. El paraíso perdido.


El día había amanecido nublado. El sol aparecía entre las nubes muy de vez en cuando, como si se le ocurriera de repente. Con el correr de las horas se olvidó de aparecer.

Yo quería descansar pero también anhelaba la venida del Mesías.

Al desmayarse la tarde, grandes nubarrones se apoderaron del cielo. Cuando nos cubrió la noche, las nubes eran arrastradas por fuertes vientos. Los primeros relámpagos seguidos de ensordecedores truenos, anunciaban una gran tormenta y el fin de la tranquilidad deseada. Los partos se adelantarían.

Al menos, siendo la única partera de la aldea, era normal que pensara que si se desencadenaban varios, que no sucediera al mismo tiempo.

La tormenta se desató al fin y con ella la lluvia. Al mirarla a través de mi ventana, tenía la sensación de que algo bueno se avecinaba. Un gran suceso cambiaría la historia de nuestra aldea y más aún de la humanidad. Pero a la vez me embargaba un extraño sentimiento. Presentía otro hecho totalmente opuesto. El bien y el mal queriendo emerger.

Quizá eran solo mis fantasías, el poder de mi imaginación. Las horas transcurrían en tranquilidad a pesar de la gran tormenta.

Así iba avanzando apacible la noche.

Cuando logré poner mi mente en blanco, el sueño se apoderó de mí. Me dirigía a mi habitación cuando, con fuertes golpes, llamaron a mi puerta.

Una mujer estaba a punto de dar a luz. Y allí acudí en su ayuda.

María yacía en su cama. José, a su lado secaba el sudor de su frente. Todo sucedió muy rápido y sin complicaciones. Un hermoso niño había nacido.

La tormenta se disipó y en un cielo despejado, una gran estrella surgió justo encima del lugar. El niño Jesús había nacido.

De pronto, las estrellas desaparecieron. El cielo se volvió una gran cúpula negra. María se retorcía con espasmos de dolor. Su vientre se movía violentamente. Yo me acerqué a examinarla. José tomó en sus brazos a Jesús. Otra criatura pugnaba por salir. Fue muy difícil, pero al fin la recibí en mis brazos. María quedó exhausta. Apenas tuvo fuerza para intentar sostenerlo. El nuevo niño abrió sus ojos rojizos y una mirada de fuego hizo voltear el rostro de su madre.

No me había equivocado. Jamás volvería a dudar de mis presentimientos.

Ya no quiso volver a verlo. Entre sollozos me suplicó que se lo llevaran.

José recordó el sueño en el que se le apareció el ángel Gabriel anunciándole el embarazo de María. Al principio había dudado de la pureza de su mujer pero luego comprendió todo. Pero esta segunda criatura no estaba anunciada y de ningún modo podía haber sido engendrada por el espíritu santo. Así rehusaron hacerse cargo de ella.

Yo estaba desconcertada, no sabía como actuar ante esta situación. María y José solo se dedicaron a darle todo su amor al Mesías como les había predecido el Ángel del Señor. A partir de aquel instante negarían la existencia del otro ser.

Por el momento me hice cargo de él. Más tarde decidiría que hacer.

Los dos niños crecieron en hogares diferentes.

Jesús fue bautizado por Juan el bautista. Con sus seguidores iba proclamando las santas escrituras y realizando milagros.

Yo me encariñe con el pequeño rechazado. Más allá de la particularidad de aquellos ojos, sentía que mi “hijo” estaría bien.

Ahora sí que nada sería cómo había imaginado. A los pocos meses de vida su fisonomía empezó a cambiar. Su tez pasó, poco a poco, del rosa pálido al rojo intenso. Encima de sus sienes aparecieron unas elevaciones hasta transformarse en cuernos propiamente dichos, Sus orejas se tornaron puntiagudas y surgió en su cuerpecillo una incipiente cola con su punta terminando en forma de flecha. Con el paso de los años todas estas características se fueron intensificando. Ya a los quince años se había transformado totalmente. Mi “hijo” era el mismísimo “Príncipe de los demonios”, “Satanás”, “Diablo”, “Lucifer”, “Belcebú”, entre otros tantos nombres que ha recibido a través de la historia.

Sólo un instrumento le faltaba, pero a los pocos días tenía su tridente.

Mi vida se transformó en un calvario. Salió a la calle a predicar su “biblia”. También él la poseía. “La biblia del diablo”. En varias ocasiones se cruzó con Jesús instándolo al mal pero aquel no cedía a sus tentaciones.

Se acercaba el momento de la última cena. El Mesías se reunía con sus apóstoles. Y ahí estaba él en la piel de Judas traicionando a Jesús. Nuestro salvador sería crucificado.

Los aldeanos al enterarse a quien había criado me aborrecían. Me quedé sin trabajo y ellos sin comadrona. Creí volverme loca o ya lo estaba.

Yo también preparé la última cena. Sólo Satanás y yo. Sin apóstoles. Él no los tenía. El somnífero con el que sazoné su porción pronto hizo efecto. Sobre una tabla de madera pinté un círculo rojo con dos círculos entrecruzados. Lo coloqué sobre la cruz que había preparado sobre la tabla, até sus brazos y sus piernas con gruesos alambres de púas. Clavé sus manos y sus piernas. Con el menique y el índice, ocultando sus otros dedos, sus manos formaban cuernos. Marqué con rojo el “666”, dos seis a los costados de su cuerpo dentro de los triángulos y otro sobre su vientre.

Le dí la espalda y sin voltearme huí.



TURNO DE NOCHE

Navidad, Navidad


Navidad, Navidad


Hoy es Navidad.

Con campanas este día

Hay que festejar

Navidad, Navidad
Porque ya nació
ayer noche, Nochebuena,
El niñito Dios.


Por Mauricio Vargas.


Navidad, Navidad
Hoy es navidad,
Con campanas este…
«¡Paf!»
—Hoy no es navidad, es mañana, maldito aparatejo del demonio.
La bruma del sueño de disipa en un santiamén, me volteo sobre la cama y ahí está el reloj despertador tirado en el suelo hecho pedazos, tratando de sonar otra vez. Ese duendecillo de plástico cantando con su boca de marioneta ese villancico de mierda. ¿Qué clase de imbécil es el que compone esas canciones tan idiotas? Y lo más molesto es que están por todas partes: la radio, la televisión, en las películas, en la calle un montón de hijos de puta cantándolas en familia, y los niños con sus vocecitas chillonas. No puedo pensar ni siquiera en el martirio que debe ser que se paren en tu puerta a cantar y tú tengas que abrirles y oírlos mientras sonríen como tontos. Pobre la gente que debe pasar por eso. Afortunadamente por mi casa ni se asoman. No podrían. Y si lo hicieran los despacharía tan rápido como al despertador.
Debe estar haciendo frío afuera. Deseo poder sucumbir al sueño como acostumbra a pasarme siempre, pero justo ahora no puedo. Sencillamente estoy condenado a levantarme de la cama, y tan cómoda y caliente que está. La ventana está empañada y el despertador en el suelo ha dejado, al fin, de funcionar. Pero no me he librado de él, no. Mi mujer comprará otro al instante, estoy seguro, no sin antes recriminarme por dañar este. Pero lo hago con tanto placer… Es mi modo de rebelarme ante lo inevitable. Destruir al maldito duende de plástico es el equivalente a lo que quisiera hacer hoy y no puedo: quedarme en mi casa todo el día. El trabajo me mata, ME MATA, y con todo debo ir hoy también. La gente ama la Navidad, muchos salen a vacaciones o trabajan al menos hasta mediodía, pero a mí me toca responder con mis obligaciones, obligaciones que, no sé por qué demonios asumí desde un comienzo. «Dedícate a lo que te gusta mi amigo», me decían. «Sigue tu corazón» Y el corazón me trajo hasta un trabajo que se ha hecho insufrible con el paso de los años. Es lo que pasa cuando no eres un maldito universitario. Hubiese podido dedicarme a la contaduría pública, a la administración de empresas o la agronomía, yo que sé. Pero no, tenía que montarme en esta vaca loca.
Ahora es Navidad, la gente se divierte y a mí me toca trabajar. Seguramente hay muchos como yo, que deben trabajar mientras los demás descansan: bomberos, médicos, pilotos, camioneros, vigilantes, policías; pero eso no me tranquiliza. Lo mío es lo mío, y punto. Y lo quiero es no hacer nada, ni una mierda. Quedarme aquí en mi casa, durmiendo, odiando en silencio estas fiestas que ya me saben a cacho. Pero desgraciadamente no puedo porque seguramente vendrían los problemas, las demandas, las quejas y es peor lidiar con eso que con tener que trabajar este día.
Así que con todo el esfuerzo del mundo me levanto de la cama. Busco las pantuflas pero no están. Jamás he podido saber dónde las esconde mi mujer. Busco por la habitación y veo solo unas viejas botas contra la pared. Me desperezo y me las pongo, luego pateo el despertador debajo de la cama, no vaya ser que ella venga y lo encuentre allí. Ella no barre hoy porque es Navidad. Vaya tontería. Afuera se oye el viendo silbar. Voy lentamente al perchero y agarro el abrigo de la pijama. Salgo de la habitación.
Afuera todo es barullo y prisas. La gente va de aquí para allá con regalos. Camino por el corredor hacia la sala de estar y mi mujer aparece de repente.
—¿Hasta ahora te levantas? ¡Qué descaro! Ya se te ha hecho tardísimo, como siempre. —Se baja un poco los lentes— ¡Y es Navidad por Dios! Cámbiate esa pijama al menos una vez.
—Ajj, por qué te vuelves tan insoportable. Nadie me va a ver.
—¿Y por eso tienes que andar en esas fachas?
Mi mujer me mira con rabia y se va hacia la cocina. Huele a galletas, puaj. Toda la noche voy a tener que comerlas. Las detesto. Ya me saben a cartón.
Voy al baño y me hecho agua en la cara para despertarme. Me miro en el espejo y decido que no estoy tan mal. La gente ya sabe cómo me gusta vestirme a mí en Navidad. Me gusta la comodidad y mi pijama es bastante cómoda.
Voy a la habitación por mi cinturón, me abrocho el abrigo y salgo. El viento es tenaz.
—¿De nuevo te vas a trabajar así? —dice una vocecita atrás de mí—. Qué vergüenza. Esa pijama es horrorosa.
Me volteo.
—¿Acaso no te cansas de joderme todos los años? Y deja de imitar la voz de mi mujer.
El duende asiente. A veces se vuelve tan insoportable como mi mujer.
—El trineo ya está lavado y polichado. Ya revisé la alineación y todo está calibrado. La nariz de Rodolfo está iluminando bien. ¿Algo más?
—Sí, sal de mi vista, enano.
Dejo escapar un largo suspiro. Después de tantos pero tantos años, cualquiera se cansa de su trabajo.
El duende se aleja, luego se voltea y me dice:
—Muévete panzón, o le digo a tu mujer.
Le levanto el dedo del medio. Hijo de puta.
Y pensé que el 21 sería libre al fin. Quiero mi jubilación.


martes, 25 de diciembre de 2012

Suspiros de plástico

Desde el alto cielo

Desde el alto cielo, el hijo de Dios (bis),
a esta baja tierra vino por mi amor (bis).
Tendido en la paja, temblando de frío (bis),
tiernamente llora el niñito mío (bis).
Del pobre Dios niño,
tenga compasión,
para consolarlo he venido yo,
pero de qué modo le consolaré,
aún dándole mi alma nada le daré.
Hijo de la Virgen, mi Rey y mi Dios (bis),
lleva si quieres esto, todo esto es para vos (bis).
Desde el alto cielo, el hijo de Dios (bis),
a esta baja tierra vino por mi amor (bis).
Del pobre Dios niño,
tenga compasión,
para consolarlo he venido yo,
pero de qué modo le consolaré,
aún dándole mi alma nada le daré.

Por Enrique Urbina.


            Ya es diciembre y, aunque no debería de sorprenderme, mi piel se eriza.  Van tres noches que ya lo oigo de nuevo, esperando a que, si no hago nada, se calle.
            El plan divino jamás cambia, jamás falla; y así, ya son 6 años que, en el principio del fin del año, en este mes, comienzo a escucharlo. En las noches de diciembre Él llora y yo recuerdo todo ¿Por qué? Porque desde hace tiempo yo sé que vivo y existo por ese llanto que suplica por mi salvación y por la de todos nosotros. Él hace su silenciosa llegada cuando el mundo simula pintarse -o envolverse- de verde y rojo, como si todos se vistieran de los colores de la bandera que es tejida anónimamente, tal vez por esos billetes verdes, para que la felicidad reine al menos en las caras (o ¿máscaras?) de la gente durante un mes. Ahí, entre las cajas de regalos, las luces de colores y los brindis hipócritas Él hace su aparición, y yo soy quien tiene que mantenerlo a salvo, porque el pecado mismo, a veces, parece que lo consume. Llora por nosotros, y yo soy el único que puede calmar ese dolor, aún por unos instantes. Parece que mi misión es solitaria, pero gracias a ella, mi mundo ha cambiado: yo ya no espero a escuchar el trineo de Santa Claus en el techo de mi casa, yo espero oír la música que acompaña a las lágrimas divinas. Pero este año, algo es diferente.
             Ese llanto de mandrágora que a veces parece de anciano que despierta de un sueño que ha durado toda una vida, y que a veces parece de un recién nacido, quien aún se lamenta por el primer sorbo -que sabe a muerte- de oxígeno que inunda sus pulmones; muestra de realidad que ha sido introducida -casi- por la fuerza a sus dos pequeños globos respiratorios, me recuerda que aún soy parte de esa labor (que tal vez es milenaria, no sé, sorprendentemente hasta para mí, no encuentro esta parte de la Biblia) que me es encomendada una noche donde el cielo de esta época, como cada año, está estrellado. Esa noche no me es posible comprender el lenguaje de los brillos que flotan en el cielo y, finalmente, es un ángel quien viene a mí a hacerme el anuncio de mi importante tarea. En los segundos en los que me habla esa noche recuerdo cómo lo nombran en lo alto, pero el olvido vuelve siempre que intento recordar su nombre...sí, su nombre al parecer tiene que ser olvidado, me cuesta trabajo revivir las letras que articula cuando pronuncia al presentarse en mi mente. Como lo digo anteriormente, en una noche estrellada; justo cuando el frío del blanco de la Luna comienza a hacerse paso entre los suéteres de lana y los guantes de algodón, el ángel sin nombre llega como luz de noche a mi mente y me recita mi futuro, pero éste no sucede como yo espero.
            La profecía tarda algunos días en suceder; pero, al fin, una noche, pasa. Yo lo recuerdo bien; las imágenes del primer encuentro regresan cada año. Todo pasa de nuevo.
             Como hace 6 años, yo me encuentro como ahora, sentado en mi cama, con mi casa iluminada -en el exterior- por cientos de pequeños focos de colores que parecen superar hasta al mismo arcoiris, y escucho un llanto. Vivo solo, y no espero visitas esa noche, pero sé que el llanto viene de una parte de mi casa; del piso de abajo seguramente. Después, con curiosidad (de esa que mata al gato) decido bajar, buscando la fuente del plañidero. Con cada puerta que se abre viene un interruptor que deja salir la luz de los focos; sé que, si es un peligro el que está acechando y, con el llanto, está atrayéndome hacia su trampa, no habrá alguna diferencia si la luz está prendida, pero no se piensa en esas pequeñas cosas cuando la gente se siente en peligro; después de todo, somos animales del día. Continúo buscando; aunque la imagen del mensajero celestial aún sigue en mi mente, todavía no logro hacer la conexión entre ese suceso y el llanto que escucho en esos momentos; por eso voy con cuidado, busco la fuente del quejido por todos lados, pero ésta parece venir de las paredes mismas.
            Me rindo, por fin. Mi casa ya está inundada (por dentro) de luz blanca y yo ya me siento acorralado; el lloriqueo parece adentrarse cada vez más en mi mente y no hay manera para mí de defenderme. Estoy ahogándome de luz y -creo- volviéndome loco. Comienzo a dudar de muchas cosas, incluso de mi cuerpo; pienso que es casi seguro de que son mis tímpanos quienes me juegan una mala pasada, pero en nigún lugar el quejido deja de oírse. Momentos de tensión pasan hasta que me quedo dormido en la alfombra de mi sala.
             No logro soñar nada, son sólo unos minutos los que duermo. El sonido del suplicante me despierta, y ahora las luces de la casa están apagadas. Todos los interruptores que controlan la corriente de luz descargada en las lámparas son desactivados mientras dormía; todos excepto las del pequeño (y artificial) árbol de Navidad que está junto a la entrada.
            Esas contadas luces que simulan una enredadera de cristal y plástico sobre el pequeño pino, y que a la vez forman un pequeño oasis de luz en la obscuridad, eternidad en la que ahora me encuentro  sumergido ante mi repentino despertar, despojan de toda sombra a la pequeña representación divina que se encuentra debajo. En ese pequeño espacio iluminado está el único lugar -y cosa- donde olvido buscar a quien sufre; ahí, debajo del árbol, entre marañas de heno y hojas de pino se encuentra un pequeño nacimiento de porcelana y resina que pertenece a mi familia desde hace muchas generaciones. Esa representación del nacimiento de Jesús, que ahora se encuentra puesta, como cada año en diciembre, ya no vale nada. Es, como digo, de hace mucho tiempo; la clásica antigüedad que todos tienen en sus casas, irremplazable por su valor sentimental, pero también porque ésta ya es demasiado vieja como para que aún tenga algún valor monetario. En fin, recuerdo que yo me acerco al nacimiento lentamente, con miedo, como si algo de la selva miniatura fuera a saltar sobre mí y atacarme. Me siento, en el camino hacia el árbol con luces, caminando lentamente a la salida de una casa en llamas en la que la única luz es también mi verdugo. Llego, temblando, al oasis. El llanto ha vuelto, pero ahora sé que está cerca, se escucha cerca, pero nada se mueve. Me inlcino sobre el nacimiento y comienzo a buscar entre la simulación de paja. Nada. Sólo el llanto se sigue escuchando. Y la desesperación vuelve. Mi cuerpo se vuelve a tensar de nuevo; ya me pienso muerto de loco.
            Pero antes desvanecerme -otra vez- volteo hacia el pequeño pesebre y veo algo. Observo que todo está completamente estático, pero las palabras del mensajero se materializan en el heno que está alrededor. Reconozco al que se quejaba.
            Ahí, pequeño y plastificado, la figura del Jesús recién nacido llora; no se mueve, pero sé que Él es quien llora. No hay algún movimiento, el muñeco se encuentra completamente inmóvil, pero estoy seguro de que el llanto proviene de Él. Me acerco al niño en el pesebre para comprobar que no cobra vida, pero nada sucede. Al menos nada visible porque, de pronto, casi sin darme cuenta, todo se ha resuelto. Él ya no llora. Todo parece normal en los momentos anteriores a la resolución del conflicto: yo me acerco al bebé de plástico, el llanto se escucha, nada parece cambiar. Sin embargo, cuando mi rostro casi entra por completo a la construcción (que simula un granero) en la que el pesebre está, un suspiro se me escapa. Así, sin más, yo suspiro involuntariamente y siento un pequeño vacío en mí, un pedazo de mi alma se me ha ido con ese suspiro y, por fin, el niño deja de llorar. Ahora sé que esa es la tarea que me es encomendada para repetir hasta el fin de mis días.
            El sonido es familiar, pero escucharlo después de un año de silencio, aún me produce escalofríos.
            Y ahora las cosas son diferentes. Dudo ¿Es una bendición o una maldición esta tarea? Ya es el tercer día que llora, y no bajo a ayudarlo. Tengo miedo de seguir así, de perder por completo mi alma algún día, pero también del castigo por no cumplir la tarea. Comienzo a pensar que perder un fragmento de mi alma por más de un lustro me está afectando negativamente. Cada año, después de diciembre, me siento menos humano. Ya lo escucho de nuevo, y mi alma parece no ser suficiente para callar su llanto, ella tiembla, al igual que mi dedo en el gatillo de la pistola que se encuentra recargada contra mi sien.