martes, 5 de diciembre de 2023

El secreto

       


Por Alcides Bertran


       —¡Odio a estos animales! ¡Voy a matarlos a todos!

Sentenciaba la anciana mientras corría detrás de los gatos en el amplio jardín de la casona. El más desgarbado y pequeño no logró escapar, quedó atrapado en un rincón. La mujer lo enfrentó y éste, erizando su pelaje rojizo, se ovilló hacia atrás dispuesto al primer zarpazo, le abrió la boca y le enseñó sus filosos dientes. Pero fue atrapado y en­vuelto en una lona para evitar sus garras y llevado luego a un sector ale­jado del jardín, en donde la anciana, tras correr con muchos esfuerzos una pesada losa, lo lanzó al agu­jero. Un maullido aterrador se escuchó en la noche, pero fue sepultado rápi­damente. Tras el desbande, uno de ellos quedó mirando a la anciana fijamente, agazapado detrás de un cantero desde donde la apuntaba con las orejas y la centraba en sus en­cendidas pupilas, pero luego, cuando la septuagenaria agi­gantaba su silueta y hacía tintinear sus alhajas avanzando con dicha dirección, escapó trepándose al muro de un fondo ve­cino. Al instante todo cesó y los macilentos muros del fondo del caserón nuevamente comen­zaron a amalgamarse con la turbidez de los silenciosos pasillos.

La casona, una mansión antigua ubicada en el barrio de Belgrano, había pertenecido a una familia que se mudó a Europa antes de ser adquirida por la anciana con todas las pertenencias, entre las que se destacaban: muebles de prin­cipio de siglo, alfombras ára­bes en los salones principales, escaleras de mármoles, barandillas terminadas en bronce y una araña central revestida en oro cuyos brillantes caireles realzaban el resplandor de sus cuarenta lámparas; además de un imponente jardín con una fuente ovalada circun­dada de pinos y jazmineros. Desde su posesión casi siempre per­manecía en silencio y a oscuras; muy diferente a aquellos años en que una niña jugaba con un gato gordo y hermoso en el umbral de la puerta de calle. Ahora parecía envuelta en un extraño silen­cio, que sólo se quebrantaba con los es­tridentes gritos de la anciana cuando sentenciaba de muerte al primer gato que se le cruzaba. Todos los vecinos, testigos de los anteriores años, hoy escuchaban aterrados esos ex­traños maullidos, por lo tanto pasaban por allí girando la vista hacia el caserón con intención de descubrir algo; pero sus paredes, casi completamente cubiertas con hiedras, más que aclarar ahondaban en sospechas.

Un joven diariero, puntualmente cada mañana, gol­peaba el pesado portón de calle, lo que despertaba a la an­ciana, quien salía a recibir el matutino. Pero un día en el que se encontraba junto a ella, el joven dejó por un instante de observar el jardín arbolado para preguntarle lleno de re­miniscencia:

—Señora, ¿qué ha sido del pequeño gato de la niña?

—¿Qué gato? —la anciana frunció el ceño y se mostró sorprendida.

—El gato de la niña Eleonora —repitió el joven, mirándola.

La anciana enrojeció, su rostro denunció un profundo nerviosismo, entonces, con suma irascibilidad, entornó la vista hacia el jardín y exclamó:

—¡Estos animales me tienen harta!

El joven la miró por un instante, absolutamente extra­ñado, luego aseveró:

—Era un gato manso, de un color atigrado, recuerdo que era su mascota preferida —la anciana seguía en silen­cio, por lo que el joven agregó—: A propósito, ¿cómo an­dará ella? Hace ya tantos años que no la veo y de verdad, créame, extraño no verla co­rriendo y saltando por el jardín.

—Escúcheme —interrumpió entonces la anciana, con ceño fruncido—, no tuve el gusto de conocer a esa niña que usted menciona —luego, como queriendo desprenderse de dicha conversación, dijo—: Ah, si uno de estos días usted viene y no me encuentra, no se preocupe, acérquese al ga­rito y déjeme el diario a través de la ventana. Yo después se lo pagaré.

—No hay problemas, señora —le respondió el joven, enseñando una sonrisa; pero dueño de una sagaz curiosidad y re­flexión, que sabía esconder a la perfección bajo su agradable trato y simpatía, preguntó—: ¿Se va de viaje?

—No —respondió a secas la anciana tras recorrerle con la mirada de pies a cabeza, evidentemente molesta puesto que con un ligero titubeo agregó—: Aconsejada por mi analista voy a participar de una terapia de grupo; me au­sentaré por unos días.

Luego de que dijo esto, giró pesadamente y entonces re­tumbaron, una vez más y con suma nitidez, oro y diamantes de los collares y pulseras que usaba.

El joven permaneció en silencio observando a través de la verja, aunque sin desdi­bujar su sonrisa, aún después de que la anciana atravesara el extenso patio. No podía com­prender cómo la mansión estaba tan sombría ya que en otros tiempos había sido muy envidiada en la vecindad por su colorido; las flores del jardín más los sectores ar­bolados le traían recuerdos entrañables, y por sobre todo, la ausen­cia de la pequeña niña y su mascota.

Una mañana, en pleno otoño, cuando las veredas ya se afelpaban de hojas amari­llentas, el joven llamaba resuelta­mente en la puerta.

—¡Señora Rosalía, soy el diariero!

Nadie respondía a su llamado; sólo silencios emergían de los confines amplios del jardín y de los entornos oscure­cidos de las habitaciones.

—¡Señora! ¡Soy el diariero! —volvió a insistir el joven parado frente al portón; pero luego, cuando ya se disponía a retirarse recordó el pedido que le hiciera la anciana hacía apenas un par de semanas: dejar el diario en el garito si no la encontraba. Enton­ces observó la pequeña casilla que distaba a unos veinte metros de allí y repentinamente quedó paralizado: unos ojos amarillos, pe­netrantes, lo observaban desde el marco de la ventana.

—¡Un gato! —exclamó atisbándole la mirada, luego fue acercándosele lentamente.

Lo observó con desconcierto, repulsado por el estado del animal cuyo pelaje ati­grado mostraba erosiones sarno­sas y una suma descomunal de parásitos. Pero de pronto, cuando le apoyó la mano sobre el lomo y vio que el animal se paraba en sus patas y le refregaba su pequeña cabeza por los brazos, exclamó acongojado:

—¡El gato de la niña!

El animal, sumiso, como acostumbrado a las caricias, parecía estar esperándolo.

—¡Cuántos años hace que no te veía! —musitó, en un diálogo íntimo con el animal, desbordado por la alegría y sin dejar de acariciarle el pelaje ya opacado y ensarnecido.

Luego, tras arrimarse a la pequeña ventana, observó a través de ella y halló abierta la del interior; que era de esas cuyas hojas quedan suspendidas por una cuerda. Le pare­ció extraño tanto silencio y al no poder controlar su intriga de­cidió ingresar al garito; forzó la de calle y trepó la angosta pared. Una vez adentro, un impregnado olor a mate­ria fecal y orina invadieron sus fosas nasales, lo que hacía que le re­sultara casi imposi­ble permanecer allí, por lo que, esqui­vando los fétidos excrementos, se apresuró a ob­servar en rededor.

—Pero… estuvo encerrado... —exclamó, como si se olvidara que se encontraba solo. Al instante presintió algo fatídico. Se dirigió entonces sigiloso hacia la ventana abierta, pasando por encima del bastidor de tela metálica que estaba tirado en el piso, cuando de pronto sus ojos se desorbitaron.

—¡Está muerta! ¡La señora está muerta! —exclamó tomándose de la cabeza.

La anciana se encontraba del lado del patio con el cráneo partido en medio de un gran charco de sangre; junto a ella había una lona de arpillera completamente des­hila­chada y una madera extrañamente atravesada sobre su cuerpo.

—¡Chorros! —sólo atinó a decir el joven, sumido en un absoluto desconcierto; quedó observándola sin poder creer lo que veía. Luego, cauteloso, giró la vista hacia la mansión; pero nada halló, todo estaba en silencio y el jardín parecía mecerse aún más mortecino por la suave brisa que en ese instante lo atravesaba.

—¿Quién pudo haberla asesinado? —se preguntó en un análisis fugaz; sus setenta años la hacían indefensa.

Pero su sorpresa aún no concluía ya que comprobó que el cadáver poseía sus colla­res y pulseras. Atónito quedó observándola, hasta que el gato, con un leve maullido, lo bajó a la realidad: comenzaba a dirigirse hacia el fondo del jardín. Lo siguió, pues no sabía qué hacer. El animal, enfla­quecido, tambaleante, transitó por el parque hasta un lugar alejado. El joven, agazapado, observó todo el perímetro de verjas cuyas partes más alejadas se veían enturbiadas, producto de que los arbustos no permitían el mínimo paso de resolana; el sol apenas si titilaba entre las hojaras­cas amarillentas. Nada extraño ob­servó o al menos nada que le evidenciara signos de violencia que pudiera relacionarlos o atribuirlos al hecho. Luego se acercó al felino, que, girando sobre sí, se inquietaba olfa­teando con insistencia la base de una pesada losa; parecía buscar algo en su interior. El joven se compadeció una vez más del estado del animal y cuando ya iba a re­gresar junto al cadáver de la anciana, escuchó nuevamente los maullidos del gato, entonces volvió tras sus pasos. Una vez junto a él, levantó la pesada losa, hizo cono con sus manos para ver en el interior.

—¡No! ¡No puede ser! ¡No! —gritó tapándose la nariz, ya que un fuerte olor nau­seabundo inundó sus pulmones.

A varios metros de profundidad, decenas de cráneos en descomposición parecían estar observando con sus ojos agusanados la abertura pestilente del pozo ciego. Enterra­dos vivos, sepultados en vida en esos desechos cloacales, parecían continuar con sus garras amenazantes observando el pesado bloque que había sellado sus maullidos para siempre.

—¡Por Dios! ¡Sólo una mente enferma pudo haber hecho esto! ¡Pobres animales! —gritó desesperadamente el joven al no comprender tamaña atrocidad.

Luego dejó caer la losa, rechazando ver más; pero en la calma del jardín retumbó nuevamente el maullido del gato, que ahora se alejaba del lugar. Regresó entonces al garito, instante en que el felino se acercaba al cadáver de la an­ciana y tras rodearla y olfatearla comenzaba a orinarla, como si diera señal de que ya formaba parte de su te­rritorio. El joven lo miró, desconcertado, pero el animal, ajeno a tanto espanto, conti­nuaba con tan ignoto e innato ritual: aferró entre sus garras la cuerda que pendía del marco de la ventana y afiló sus uñas, para luego tomarla con sus mandí­bulas y comenzar a masticarla como si quisiera tragársela de una.

El joven se le acercó, una vez más compasivo de su deplorable estado y deslizán­dole la palma sobre el lomo, musitó:

—¡Pobre animal! ¿Tenés hambre?

Luego, cuando se desprendió de él, tomó la cuerda y la observó detenidamente; le pareció extraño que se encon­trara totalmente desflecada, esperaba que estuviera cortada con algo filoso. Con el afán de descubrir el motivo que pro­vocó la muerte de la anciana, se hizo de varias hipótesis; pero no logró certeza con ninguna.

Los minutos fueron transcurriendo y el gato ya se había trepado al muro que daba hacia la calle, se acercó entonces hasta allí, pero luego de observar por ambos lados y sin más que hacer, optó por alejarse del lugar ya que con un rápido análisis dedujo que su permanencia allí podría complicarle sobremanera. “Quizá la Policía pueda hallar algunas pis­tas”, pensó cuando ya transitaba por una vereda solitaria de la adyacencia.

Ya había recorrido algunas manzanas, sin embargo, aún no podía evitar a intriga de saber quién fue el asesino, y esto lo inquietaba; estaba seguro de que al otro día el cri­men encabezaría los diarios y la paradoja del destino hacía que uno de sus clientes fuera esta vez la víctima. Tuvo lástima de la anciana a pesar del espeluznante hallazgo del jardín. Pensó que tamaña crueldad no podía ser otra cosa que consecuencia de una mente enfermiza; pero ningún animal, por más odio que se le tuviese, merecía seme­jante suplicio.

De pronto, algo atroz se inmiscuyó en su pensamiento y lo paralizó de inmediato. Un razonamiento fugaz iluminó su mente y con la vista fija en un punto inexistente creyó surgir de la perturbación y armar ese rompecabezas.

—¡La cuerda! ¡Sí, la cuerda! ¡No puede ser! ¡No puede ser! —exclamó.

Caminó unos pasos y se detuvo, para luego, y ya sin poder detenerse, regresar co­rriendo al lugar.

—¡Pobre, te convertiste en un asesino! —sentenció una vez junto al gato.

Su cabeza se inundó de imágenes macabras puesto que, y a pesar de la atrocidad, el hecho hacía justo al felino en la venganza. Dedujo esto al imaginar cómo éste pudo ha­ber cortado la cuerda: la anciana lo aprisionó en el garito y luego apuntaló la ventana con un madero, le dejó con la tela metálica para aireación y tras unos días se acercó con in­tención de matarlo, pero el animal, debilitado y muerto de hambre, masticó la cuerda hasta cortarla, entonces cuando retiró el madero el pesado marco le cayó encima par­tiéndole la cabeza. El animal se salvó y paradójicamente provocó la muerte de quien quería matarlo. Vaya, un animal el asesino.


Luego de un tiempo y cuando la casona nuevamente había sido adquirida por un matrimonio joven, que coinci­dentemente poseía una niña, pero de nombre Yamila, el dia­riero, cada mañana al entregar el matutino, observaba al gato gordo y hermoso mi­mado en brazos de la pequeña. Pero lo acaecido en el pozo ciego y la muerte de la an­ciana se constituyeron en secretos que ambos guardaban, a tal punto que cuando él se acercaba a la ventana tenía toda la sensación de que hacía ya algún instante que estaba espe­rándolo ansioso por recibir sus caricias. Para entonces ya su pelaje había recuperado un hermoso brillo, producto del nuevo hogar tan apacible y de que una niña, como ante­riormente lo fuera la pequeña Eleonora, volviera a pasearlo por el jardín.

lunes, 20 de noviembre de 2023

El cerdo amarillo


Por Alcides Bertran 


 Cuando sus ojos se nublaron no tuvo más vestigios que cierta claridad, pero ya no supo si se debía al sol del me­diodía o al azulado margen de un sueño. El aire le llegaba como en burbujas, hinchaba apenas sus pulmones y lo obli­gaba a gritar cosas guardadas desde hacía tiempo. En su ca­beza todo se contraponía y veía, inmerso en vértigos, oscu­ros horizontes, algu­nos difusos y de claridad ondulante que le daban sensación de alivio, otros envueltos en sombras y frío aterrador que lo sumergían y lo sumergían. Luego, cuando creyó que despertaría de lo que supuso un sueño, vio el sol antes de que una nube, esta vez oscura y pesada, le hiciera olvidar todo.

Pero allí estaba, reviviendo su infancia casi sin saber el porqué. Quizá fue el último carrusel de su barrio lo primero que haya recordado, no obs­tante y a pesar de tener más de sesenta años, aún creía verlo girar y girar como cuando era niño. Y si el vidrio de aquella ventana que entonces daba hacia la vereda hubiera resistido el descuido cuando escapaba de casa, nin­guna de sus tías, ya cargadas en años, hubiera des­cubierto su au­sencia; y pensar que fueron por los pochoclos y las garrapiñadas que las pandillas del barrio se reunían junto al carrusel. Él lideraba a la más intrépida y desafortu­nada puesto que uno de sus miembros al poco tiempo de habérse­les unido cayó bajo las ruedas del tranvía.

“¡No me quedaré a hacer bailar a la cotorra, algún día tendré di­nero!”, decía cuando las pocas monedas que le daban sus tías las apostaba al número de lotería que el simpático perico le extendía amigablemente; pero el viejo, que parecía italiano, lo mi­raba con resignación y con una son­risa de vasta y lejana experiencia.

Los jazmines y madreselvas de casa le enseñaron una tranquilidad re­bosante de melancolía, puesto que los rinco­nes se veían más mortecinos que los que deseaba para po­der fantasear algunas aventuras. Era niño, pero no podía to­car los helechos ni hacer una cubierta de buque pirata de ese hermoso patio. Esto lo apocaba ya que quería diver­tirse y hacer cumplir sus sueños; pero no hallaba el modo ni el lugar, por eso, casi con obsesión, en­gordó al cerdo amarillo que era su alcancía. Pero la primera decepción se llevó cuando, tras gastar esos ahorros en figuritas y bolitas que las halló en el quiosco de la esquina, supo de la flaqueza de su porcino. Entonces lo odió. Luego, ya en la adoles­cencia y tras abandonar varias ilusiones, com­prendió que los libros no sólo eran com­pendios de hermosos figuras, sino que había en ellos mucho más que descubrir. Se in­ternó progre­sivamente en la matemática, interesándose por cada incóg­nita, por cada dificultad y pronto su análisis fue claro: suma, suma, nunca resta. En el transcurso de ese tiempo su hogar comenzó a deteriorarse y debió exigirse para que se mantuviera en lo posible digno. De todos modos, si no fuera por un amigo incondicional de la infancia esa transi­ción le hubiera resultado terrorífica.

—Che, debés ser despierto, ¿cómo no tenés un reloj?

—Yo no recibo regalos, a lo sumo encuentro una torta para mi cum­pleaños.

—Yo tampoco los recibo, pero vos sos uno de mis amigos, no la totali­dad de mis amistades. ¿Por qué no te relacio­nás?

Al poco tiempo era cadete de una tienda en Villa Ortu­zar, y a los pocos meses de trabajar allí, tras engordar nue­vamente a su cerdo, se compró su primer reloj, y desde en­tonces y sin que nadie supiera el porqué, de un día para el otro comenzó a gustarle las camisas de mangas cortas. Lo cierto es que cuando la primera chica con la que pretendió salir seriamente se enteró de que atendía en una tienda, lo plantó al otro día.

—¿Y qué de malo tiene que trabaje en una tienda?

—Mirá... ¿Acaso es tuya?

—Bueno... no; pero...

—Yo no salgo con cadetes, mis amigas viajan, conocen el mundo, y vos... ¿Cómo creés darme esos gustos?

—Flaca, ¿lo tuyo es el dinero, verdad?

—Sí… ¿Por qué mentirte? Hoy todo es el dinero, pensé que lo sabías.

No tuvo respuesta, pero reflexionó y comprendió que si no conseguía un buen tra­bajo seguiría perdiendo chicas.

¡Vaya! Debía comprarse una corbata y quizás un saco que le sirviera para todas las estaciones. Debía estar más presentable o al menos simular estarlo. ¿Pero atender una tienda en corbata y saco? No, pensaba que haría el ridículo, a su edad y en una tienda tan informal.

—Tengo razón, Carlos, uno es lo que sus padres le de­jan.

—Yo no pienso igual, en todo caso, si algo me que­dara de ellos, en lo único que me preocuparé es en mantenerlo con la dignidad de siempre, después me abriré pasos en el mundo, solo. Confío en mí, no me siento una marmota.

—Yo sepultaré a mis tías y viviré con mis gatos y mis perros.

—¡Hombre, a no bajar los brazos! Cuando yo sea ge­rente voy a llevarte conmigo.

—¿De cadete, che?

—Aprendé, Mario. Todos los trabajos son dignos si uno lo quisiese.

Parecía que aquellos tiempos, aquellos diálogos con el amigo volvía a revivirlos una vez más, como si el tiempo jamás hubiera transcurrido.

No pudo recordar cuántas chicas había perdido de verdad hasta que tuvo algún di­nero para invitarlas a bailar o a tomar algún helado. Pero cuánto dolor, los recuerdos eran verdaderamente dolorosos. Siempre creyó que las heridas del corazón no dejaban huellas, sin embargo, ahora parecía desfallecer sintiéndose vacío, desgarrado. No era su mundo, quizá por eso sufría y sentía como una despedida de la humildad, como un des­vaneci­miento del cual no podría re­gresar quizá nunca mientras girara en ese mundo de vani­dades y egoísmos. Sus manos temblaban, temblaban como la primera vez cuando tuvo que sentarse frente a una Oli­vetti a tipear, sin sa­car los ojos de la hoja, una transac­ción comercial. ¡Ah, pero qué sensa­ción!, el espejo no lo enga­ñaba: su cabello engomi­nado y con el nudo de la corbata ceñida al cuello lucía impecable. Supo de ese aire des­cono­cido al suplantar su primer reloj por uno automático y liar en su muñeca una pul­sera de oro con sus iniciales. Sí, muy pronto comenzó a aceptar aquellas cosas minús­culas, pero que le daban cierto nivel y prestigio.

Cuando pasaba frente al carrusel de su niñez lo veía opaco, sombrío, menguado de giros y con escasos niños di­virtiéndose en él, y al vendedor de lotería sumergido ya en un semblante de vejez, al igual que su cotorra; para entonces sus tías eran dos grises lápidas en el cementerio de la Cha­carita y, aunque con gladiolos nuevos algunos do­mingos, lentamente iban cubriéndose de olvido. No obstante, sus noches, de boliche en boliche, no era más que para disfrutar de la vida, vivir tal vez como muchos le exigían, pero como nunca supo. Le costó tirar su cerdo amarillo que por entonces decoraba una vieja repisa; pero ya no le hacía falta puesto que lo había su­plantado por una cómoda y solvente billetera.

—No te voy a usar más —le dijo mientras lo sepultaba, ocultando al­gún remordi­miento, en una bolsa de residuo negra, como de muerte—. Allí vas a quedarte, en todo caso porque sos de plástico no te maté antes.

El pequeño cerdo, inerte en su composición aunque consecuente con la vida por lo que en su panza podía aho­rrase, parecía irse con la simpática mirada de siempre; sus ojos eran saltones y su cola enroscada. Sí, casi como la vida.

No tuvo compasión de los helechos ya que pidió al jar­dinero que reno­vara todas las plantas del jardín, y casi con desdén él mismo las arrancó como queriendo olvidarse de su pasado.

—Piso de parqués, de roble claro, ¡basta de una vez por todas de estas baldosas!

—Hay de varios precios.

—El más caro —ordenó.

Su buen pasar lo permitía y quizá venía como recom­pensa a tanta de­silusión y des­esperanza; nada le faltaba ahora pues había heredado el hogar familiar, por lo que pronto se abocó a comprarse un automóvil. Su trabajo lo permitía ya que era cajero en una de las sucursales del Banco Nación. ¿Qué más quería?, y para colmo de dichas, las chicas con las que salía casi a diario eran de un modo u otro los place­res que creía me­recer en la vida. Se colmó de exquisiteces y su habitación se convirtió en centro de ro­bados amores, de romances fugaces, de amistades superfluas y cuando algu­nos casos se tornaron complicados o escandalosos, su di­nero le permitía buenos abogados. Por fin se sentía prote­gido frene a esos avatares. El sacrificio y una buena orienta­ción fueron los factores fundamentales para dicha condi­ción. Y supo de las diferencias, puesto que ya no le daba lo mismo una mesa sin mantel o los paseos por la calle Lava­lle o Florida como lo hacía anterior­mente para alegrar la vista. Ya no tenía que sufrir porque las chi­cas le hi­cieran "la pera", ahora las míseras monedas de entonces eran sucu­lentas propi­nas que alegraban a mozos y camareras. Todo había cambiado en su vida; pero en el fondo seguía siendo consciente de lo difícil que le había resultado llegar a dicha situa­ción.

Estos recuerdos ganaron su mente, como lo habían hecho los de su ni­ñez. Eran im­borrables. Pensó que en aquel tiempo había podido consolidar algunas ilusiones, quizá ya no las de la infancia puesto que aquellas se ha­bían desvanecidos con el paso del tiempo, pero de haberlas po­dido cumplir, aunque fueran algunas, hubieran quedado me­nos huellas de fracasos en su vida. Siempre recordaba lo que había sufrido cuando niño. Sin embargo, cuando ron­daba los treinta y decidió quedarse con Verónica, fue por­que necesitaba la tranquilidad de un hogar y pensó que era lo mejor para esa etapa de su vida. Así es que le propuso, casi como en un juego, que fuera a vivir con él; aunque nunca imaginó que dicha relación duraría dos escasos años.

—No soporto estar aquí, en este barrio —le reprochó una vez la joven.

—Nena, es donde nací. Soy de acá, ¿qué querés?

—Pero no es igual al mío. Allí están mis amistades, no sabés cuánto extraño mis salidas al Delta los fines de se­mana. Fijate, vos no tenés ni un pequeño velero —se que­jaba la joven casi a diario.

Había logrado un trabajo diferente al de atender en una tienda, había dejado de ser cadete y por fin encontraba sig­nificado a las corbatas y sacos, y... ¿No era suficiente con eso? ¿Ambicionar más aún? Los zapatos pare­cían caerles bien y por si esto fuera poco, no hallaba motivos para que­jarse de su billetera. Ya no juntaba monedas en una alcancía como lo había he­cho de pequeño; ahora una cuenta co­rriente era receptora de su men­suali­dad.

Hasta que un día tuvo que sumar una nueva decepción en su pareja que hizo que temblara la relación definitiva­mente: se encontró con unos gastos de la joven prove­niente de la extensión de su tarjeta de créditos. ¡Vaya! Si los ante­riores gastos de un modo u otro los había sabido sobrelle­var, esta vez lo urgían a una aguda reflexión: ¿De qué modo pagarlos?; debía hallar la manera, debía reaccionar de in­mediato. La solución llegó tras una nueva programación de pago, aunque estrechando los márgenes de gastos. No se la esperaba, además, para peor de males, ya cargaba con la in­satisfacción de la joven, quien le puso mil y un obstáculos desde entonces.

—¡No tengo ni para la peluquería! —se quejaba, convirtiéndosele casi en una pe­sadilla.

—Verónica, escuchame… ¡Flaca! ¡Flaca!

—¡Verónica, nada! ¡Estoy harta, harta!

Aunque contrariado, parecía comprenderla y esto se debía a que le ha­bía tomado el gusto al mejor vivir, no obstante, se daba cuenta de que aún no estaba para nada asegu­rado su futuro. No era como había pensado. En­tonces llega­ron a su mente los viejos recuerdos. Supo el valor de su cerdo amarillo, que seguramente a esta altura de la vida ya estaba reciclado y tal vez convertido en un producto nuevo. Recordó sus primeros ahorros, in­cluso en sus oídos reper­cutieron, con la misma nitidez de entonces, el cho­car de aquellas monedas cuando, lleno de alegría, las introducía en la mi­núscula ranura del lomo.

Cuando la joven se fue, abandonándolo, no lo hizo sin antes hacerle sentir un inútil, un estúpido. Todo el barrio supo el porqué de su separa­ción, y para colmo, cuando la joven aún venía a buscar lo que le quedaba de pertenencia, lo hacía descara­damente en un auto último modelo y en compañía de un jo­ven que lucía con comodidad ropas caras y adminículos que marcaban claramente su condición de cuna. Entonces re­cordó lo que una vez le había dicho a su amigo de la infan­cia: "Uno es lo que sus padres le dejan”. Ahora estaba más convencido de ello; pero una sentida reflexión pareció abrirle la mente: no siempre era así ya que cargar en la es­palda de los viejos la incapacidad de uno, no era de buen hijo y más él que sólo ha­bía conocido a sus dos tías puesto que sus padres habían muerto en un ac­cidente automovilís­tico cuando tenía tan sólo un año y seis meses. Pero al ob­servar la vieja biblioteca del living, que no fue a parar al ba­surero quizá por lástima o porque era un recuerdo de sus tías, halló casi como un con­suelo sus primeros libros de matemática que lo obligaron a recordar aque­llos preciados ejercicios: suma, suma, nunca resta. Los observó un largo tiempo, en silencio, tal vez recordando que cuando pequeño y casi como si fuera un ritual, antes de dejarlos en su lugar solía exclamar: “¡Sumar siem­pre, sumar y en lo posible multiplicar!”. Sin embargo, a esa altura de su vida, él ya había hecho su primera resta.

Cuántos recuerdos, cuántas ilusiones insatisfechas; aunque la vida, cí­clica y extre­madamente justa, e injusta tal vez, no daba tiempo para la­mentaciones.

No, debía estar soñando. En todo caso si pudiera poner en la balanza la segunda etapa de su vida, estaba seguro de que casi la igualaría a la de la infancia.

Debía tratar de escapar de esas burbujas y alejar esos dolores atroces que no hacían más que desangrarlo; no se sentía merecedor de que su carne estuviera desgarrándose de este modo. Debía tratar de escapar de esa situa­ción en la que el tiempo parecía ya inexistente; no obstante, como si fuera un castigo, todo le llegaba de pronto. Era una lucha desesperada consigo mismo, puesto que cada paso que había dado se incorporaba a los anaque­les de su mente hostigándole y hasta quizá culpándolo. “¿Es que no existe el olvido?” Parecía implorar. Pero no hallaba claridad, ya ni siquiera la de hacía unos instantes. ¿Cómo no poder olvidar la última etapa? ¿Cómo no resignarse y asumir ser un per­dedor?

Cuando los ceros aparecieron incorporándose a la de­sesperación de la vida coti­diana, su cuenta bancaria estaba nula. ¡De haberlo sabido, cuántas cosas hubiera podido co­rregir! Pero no fue así: los billetes ya no tenían va­lor. “¡Ce­ros y más ceros! ¡Dios mío, cuántos ceros en la vida!”, pa­recía exclamar ante el último suspiro.

Cuando lo despidieron supo que nada le quedaba ya, ni siquiera su gato, su perro, sin embargo, un perico nuevo entregaba los billetes de lote­ría y seguía existiendo en al­guna esquina de Buenos Aires, quizá ya no en la de su ba­rrio, pero en alguna esquina era seguro que estaba. Los ca­rruse­les, con más melancolía que nunca, se aislaban en las plazoletas a la espera de los nuevos niños aventureros que, como él, sabrían disfrutarlos.

El valor de su casa no fue lo suficiente que esperaba puesto que casi todo estaba destruido y debía conformarse con la magra tasación que le dio un inmobiliario tram­poso. Pero la Argentina era grande y habría sus hori­zontes a los cuatro vientos. Y hacia allí fue, al encuentro de su hori­zonte. Optó por escapar de la gran ciudad buscando monta­ñas, buscando aire nuevo. ¿Qué más le quedaba? En fin, era dueño de su libertad.

Cuando observó el arroyo que se desprendía de un río de montañas, lo tentó el riesgo. Nada sabía al respecto, pero le valió en su derrotero por la zona el haber visto cómo ab­negados emprendedores fomentaban criaderos de truchas y salían a flote. Pare­cía que en esta etapa de la vida, con entu­siasmo y renovado sacrificio, dependería inde­fectiblemente de los mágicos alevinos.

—¡Un día serán millones, carajo! —exclamó metiendo sus manos en el balde y le­vantando cientos de ellos.

No le importó los días de excavaciones con la pala in­tentando que el arroyo se des­viara para formar un tajamar. Era el único modo ya que el di­nero no le alcanzaba para una adecuada pileta, que por lo menos debía te­ner unos cinco metros de ancho, quizás uno o dos de profundidad y unos veinte de largo. De todos modos, de irle bien, al año ya podría disfrutarlas en su humilde salamandra y ni que hablar si comenzaban a serle re­ditua­bles. Cuando colocó la red que obstruiría la salida, se sintió feliz; ahora sí podía largarlas allí.

El tiempo pasaba y todo iba por buen camino. La des­esperanza se ate­nuaba con la nueva ocupación y más cuando comprobó que las migas de pan que les tiraba pa­recían gustarles más que el aconsejado alimento; rápi­da­mente desaparecían de la superficie del agua. Sus ojos se encendían cuando se aproximaba al borde del canal; desde allí podía verlas glotona­mente engullir miga tras miga. Las observaba con alegría, como cuando era niño y observaba al perico que al compás del organito le entregaba el bi­llete de lote­ría. Ahora también, como entonces, echaba con deci­sión toda su suerte.

El tiempo fue pasando y el cambio de estación trajo un prolongado mal tiempo. Languidecieron los álamos y los ríos, desbordados de sus cauces, comenzaron a exten­derse peligrosamente más allá de las zonas estancadas. Arrastra­ban todo a su paso.

Cuando observó el horizonte vio un cielo azul y un sol reluciente en lo alto de las montañas; si algo existía para admirar era la naturaleza. Sí, im­ponentemente bella, aun­que a veces también sombría.

Al caer la tarde, con lentitud comenzó a agitar el ce­dazo, aunque extra­ños remor­dimientos parecían retraerlo por momentos; pero luego, cuando volvía en sí era posee­dor de un entusiasmo envidiable. Cuando concluyó se dirigió hacia el estanque con el balde de migas, luego, y ya próximo, le pa­reció escuchar unos violentos revuelcos pro­seguidos de unos profundos silencios. Se detuvo con la mi­rada fija sobre la rolliza y extraña correntada del tajamar. Algo sucedía. Creyó ver unos fugaces reflejos. Hizo unos pa­sos más y se detuvo. De pronto tiró el balde y fue co­rriendo hasta el borde del canal, y allí, casi con el mismo brillo de las aguas, sus ojos se desorbita­ron: las truchas no eran más que esqueletos flotando en medio de las aguas turbulentas; un sin fin de coletazos las enturbiaban. Parali­zado, se tomó el rostro, pero luego, sin comprender aún qué pasaba, se lanzó al canal.

—¡No! —gritó una y otra vez agitando sus brazos. La desesperación lo enloque­ció— ¡No, por Dios, no!

Pero era tarde. Nunca pudo imaginarse que las ham­brientas pirañas, que estuvieron devorándose entre ellas, habían hallado como un regalo el manjar del estanque. Ni si­quiera cuando se zambulló supo realmente lo qué pasaba. Una vez más perdía todo. Pero luego, cuando sintió que sus pies se enrollaban en la destruida red, comprendió inespe­radamente que debía lu­char por su vida. Logró desprender una de sus manos, pero cuando la elevó por sobre el agua colgaron de ella dos, tres, hasta cuatro voraces pira­ñas; pronto sintió que su carne se desgarraba sin piedad una y otra vez. De pronto, cuando creyó desprenderse de la mal­dita red, le pareció ver el hori­zonte, sin embargo, pronta­mente todo se tornó barroso, oscuro, pues un mundo de ojos amenazadores lo atacaron nuevamente sepultándolo una vez más. Esta vez la red lo envolvió, impidién­dole que se escapara de dicho infierno.

No, ya no tuvo tiempo siquiera de pensar en el pre­sente, y si lo hizo fue porque creyó que era un sueño más, pero que acabó siendo el último. 

lunes, 21 de agosto de 2023

Incubus

Aquella mansión a la cual fui invitado por mi buen amigo Carlos de Berry pertenecía a su tío abuelo, personaje de cierto abolengo emparentado con la monarquía belga y que acababa sus seniles años en la costa levantina, alejado del frío seco de la meseta... Era aquella una espléndida construcción neoclásica enclavada en un coto de caza de la comarca del Bierzo. En tiempos mejores la vivienda había estado habitada asiduamente, pero en el presente solo acogía partidas de caza mayor y eventos relacionados con la cinegética, que por una cuantiosa cantidad de dinero alquilaban sus aposentos y caballerizas... Aquel fin de semana la alquería estaba libre y el encargado nos recibió con gesto adusto limitándose a entregarnos las llaves y seguir con sus tareas. Mi amigo y yo nos miramos pensando lo mismo ciertamente. La cortesía no era el fuerte de los habitantes de Castilla.

  Cuando mi camarada me comentó el viaje comprendí que era una gran oportunidad para hacer fotografías de naturaleza y fauna a la cual éramos aficionados desde hacía años. Sobre todo a orillas de una laguna, a pocos kilómetros del caserío, donde iban a mitigar su sed infinidad de animales, que según mi amigo, apenas estaba a unos kilómetros de la vivienda, en un suave paseo a caballo.

  La mansión era enorme. La planta inferior albergaba la cocina, dos salones,  dos baños, tan ostentosos que hasta te sentías culpable al hacer las necesidades fisiológicas, una bella biblioteca que contenía una hermosa colección de los grandes clásicos literarios y una pequeña capilla, donde pude disfrutar de unos frescos que decoraban las paredes y el techo. La planta superior tenía ocho habitaciones, tres baños y el acceso a una buhardilla por una escalera de caracol. El desván poseía una fantástica vidriera circular de colores variopintos, que dejaban traspasar unos rayos de luz que mi cámara pudo captar al filo de aquel primer ocaso.

  Mi habitación era amplia, adornada con muebles tan antiguos o más que la propia vivienda. Era una estancia oscura y la poca luz que entraba por la pequeña ventana era engullida por las sombras. Una pesada cortina de viscosa recorría de punta a punta la pieza... Aquella primera noche apenas si pude conciliar el sueño, una extraña sensación me invadió a cada rato. Era como sí me sintiera vigilado, como sí unos terribles ojos me miraran desde el rincón más oscuro de la estancia. Incluso, entre aquella duermevela, creí ver dos puntos incandescentes taladrándome con unas fauces invisibles. Me desperté sudado y con unos deseos desmesurados de salir de allí y respirar el aire fresco del campo.

  No comenté nada a mi amigo mientras dábamos cuenta de un exquisito desayuno preparado por la mujer del encargado que había llegado con el alba. A fin de cuentas aquella sensación sería fruto de mi propia sugestión al hallarme en una casa tan senil, que por su antigüedad era presta a imaginarse todo tipo de historias.

  La jornada fue transcurriendo con normalidad. El hecho de tener entre mis manos la réflex, que era una prolongación de mi cuerpo, hizo que mi ánimo rebosara vitalidad y olvidara los perjurios de la última noche... Recorrimos a caballo la amplia campiña, el monte bajo teñía de verde la tierra. Una pequeña neblina nacía de la propia maleza. Desde mi montura conseguí unas fotos increíbles.

 Recuerdo que llegamos a la laguna. Infinidad de animales estaban por las orillas refrescándose. En el cielo, con hermosos vuelos, las cigüeñas y los flamencos se acercaban al agua flotando entre la bruma. Rememoro, a través de mi memoria confusa,  que vi a una serpiente de río en una puja por su vida con un águila culebrera cerca de la orilla, donde un cúmulo de piedras sobresalía sobre las aguas mansas. Me acerqué con sigilo para poder inmortalizar aquella escena, que era el vivo ejemplo de la lucha de poderes en el reino animal. Realicé dos o tres disparos, pero quería una toma desde otra perspectiva, mientras el ave arremetía contra el reptil con acrobacias imposibles... Hice mal pie sobre una roca resbaladiza y caí de bruces perdiendo la consciencia.

 

−¡No debe de moverse bajo ningún concepto! ¡Normalmente este tipo de parálisis por caídas suelen remitir en varios días! −Escuché tendido en la cama de mi habitación−. Con cualquier empeoramiento no dude en llamarme, sea la hora que sea. No se olvide de administrarle el colirio para que sus ojos no se resequen.

Vi a mi amigo a pies del jergón al lado de un hombre con un maletín, su rostro mostraba gran desasosiego... Yo permanecía rígido, sin poder mover un músculo de mi cuerpo. Los ojos muy abiertos en aquella habitación oscura, húmeda. Era consciente de todo lo que ocurría a mí alrededor. Escuchaba todos los sonidos, las voces de mi amigo y de aquel hombre, que por sus palabras, deduje, que era un doctor. Me llegaban lejanas, arrastradas en el espacio temporal de aquella pieza. Era como si estuviera atrapado en un sueño, un sopor donde había caído y del cual me era imposible salir. Aquella horrible parálisis me mostraba un mundo desconocido...

  Me quedé solo… Perdí la noción del tiempo y sin darme cuenta la oscuridad del crepúsculo fue desplegando su manto por el bosque y sus sombras, que, sin oposición, penetraron por cada rendija de aquella antigua casa. Los objetos comenzaron  a teñirse de una capa oscura de tinieblas y mostraban una cara misteriosa. Los podía observar moviendo los ojos, lo único que respondía a los estímulos de mi cerebro... Mi amigo, con cara de contrición y culpabilidad, entró en la estancia y comprobó el gotero y la sonda que el galeno me había dejado puestos. Antes de irse cogió mi mano y la apretó con fuerza. Quise darle las gracias, pero sólo pude parpadear.

 

Recuerdo que me dormí, aunque no supe con exactitud cuánto tiempo. Un frío intenso me había erizado cada centímetro de mi piel. Aquello me causó bastante extrañeza porque nos encontrábamos a mediados de junio y el tiempo era agradable. Supe que aquella frialdad tenía su epicentro en uno de los rincones de la alcoba. Se concentraba allí y se expandía hasta mi lecho. La sensación de piel de gallina fue en aumento y un malestar se fue adueñando de mis entrañas… Fue entonces cuando lo vi. Era una sombra oscura, una umbría dentro de la penumbra. Su forma era humana, aunque las extremidades eran desproporcionadas. Se arrastraba por el suelo con movimientos rectilíneos, dirigiéndose hacia mi cama. Carecía de facciones. Solo dos puntos rusientes que brillaban en la oscuridad, dos fuegos que eran el mismísimo infierno. Sentí un pavor inexplicable, una impotencia que me ataba allí, a aquella cama mientras aquel ser iba ascendiendo lentamente desde el suelo a los pies de mi lecho. Le vi llegar desde mis miembros inferiores, avanzando como una maldición. El pavor que sentía era incalificable, aunque mi cuerpo estaba aterido sentía toda la angustia al presenciar como aquella lamia estaba sobre él. Su terrible oscuridad me impregnaba la piel, sentía un frío intenso y el pánico se trasmutó en terror cuando aquella cosa se puso a la altura de mi rostro… Quise gritar, hacer algo para llamar la atención de mi amigo que yacía en la cámara de al lado, pero solo pude abrir los ojos de par en par mientras sentía que aquel ente libaba de mi cuerpo. Sentía como se llevaba mi energía vital, como si bebiera la esencia de mi ser, el jugo de mi alma, absorbiendo mi aliento con su aliento diabólico. Aquellos dos puntos candentes me miraban con un odio que me acuchillaba. La vitalidad de mi cuerpo se estaba esfumando entre aquellos labios invisibles. Aquella cosa, ahora, pesaba como si tuviera sobre mí cientos de cuerpos. Mi corazón latía con esfuerzo, pensé que aquello sería el final… Cuando ya me había rendido y esperaba que aquel ente terminara con mi vida un ruido a la entrada de la habitación hizo que aquel ser se retirara con una velocidad pasmosa hacia el rincón de donde había surgido momentos antes. La silueta de mi amigo se recortó en el marco de la puerta, mientras la pesada cortina se balanceaba lentamente.

−¡Ey, querido amigo! ¿Estás bien? −Vi en su rostro la preocupación al presenciar el estado en el que me hallaba−. Creo que tienes fiebre, estás bañado en sudor.

Intenté que mi camarada se percatara de lo sucedido. Moví los ojos, aún presos de un terror indecible, de un lado a otro, pero deteniéndome en el infernal rincón de donde había surgido aquella diabólica lamia. La cortina no se movía, pero sabía que estaba ahí, acechando… Mi amigo me secó la frente perlada de sudor e intentó tranquilizarme, pero mis pupilas procuraban decirle el fatal peligro que acechaba en las sombras, en aquel rincón, detrás de la cortina.

−¡Toma esta pastilla, compañero! El sueño te ayudará a recuperarte. −Dijo tras echar varias gotas de colirio en mis maltrechos ojos.

  No me dormí. Sabía que tarde o temprano aquella cosa iba a surgir de nuevo desde la oscuridad para terminar el trabajo que mi compadre había interrumpido. Sentí las horas pasar muy despacio. En el silencio de la noche se escuchaba el sonido del péndulo de un carrillón, que constante, marcaba el paso de los segundos desde la planta inferior. Esa cadencia infinita atrapaba todo lo demás en un sopor hipnótico… Creo que cerré los ojos unos minutos, o eso me pareció. En aquellos instantes la percepción del tiempo había perdido sentido para mí… Fue entonces cuando vi por el rabillo de mi ojo izquierdo el vaivén de la cortina. La temperatura había bajado considerablemente… Desde la penumbra percibí el destello de aquellos macabros ojos. Escuché perfectamente como rectaba por la alfombra, se acercaba, despacio, pero sin detenerse, tenía hambre. Quise gritar con todas mis fuerzas, pero ni un sonido se articuló en mi garganta. Ya lo tenía sobre mis piernas, ascendiendo con pausa hacia mi tronco superior. Sé que su cara no tenía facciones pero puedo jurar que aquella criatura me sonreía.  Estaba disfrutando de su momento. El peso de aquel cuerpo inmaterial me asfixiaba y no podía respirar, como sí sobre mis pulmones una plancha de acero hubiera sido depositada. Mis ojos abiertos en su totalidad vieron como aquellas brasas me miraban, taladrándome, saboreando su victoria. Creo que pude atisbar una malévola mueca tras aquel rostro informe, oscuro… Sentí como algo tiraba de mi cuerpo, como si me arrancaran las entrañas, la esencia de mi ser, pude ver nítidamente sus fauces abiertas como un abismo sin fondo, me chupaba el hálito vaporoso.

 Cerré los ojos y dentro de mí, en lo más recóndito de mi espíritu busqué un atisbo de fuerza, el golpe que me salvara la vida y de los tormentos de mi alma succionada por aquel ser… Entonces un grito escalofriante surgió de mi garganta, su eco retumbó por toda la casa. Una corriente eléctrica me recorrió el cuerpo, que se sacudió un par de veces sobre la cama y caí sobre el tapiz mientras aquella cosa se deslizaba detrás de la cortina. Mi amigo acudió asustado.

−¡Por el amor de Dios! ¿Qué ha pasado?

Mi camarada pudo ver el horror en mis pupilas, mi rostro aterido de un pavor insoportable. Balbuceaba palabras sin sentido, intentaba advertirle de lo que sucedía. Se acercó hasta la mullida alfombra y me cogió en brazos, como si no pesara nada, como si fuera solo aire.

−¡No voy a esperar más, me da igual las recomendaciones del médico, te llevo ahora mismo al hospital más cercano!

Justo antes de abandonar aquella alcoba la cortina se movió. Allí, en aquel rincón tenebroso, de pie, incorporada y alta, aquella figura negra me miraba con ojos ardientes. Yo había escapado de sus fauces malvadas, en el último instante un milagro me había hecho reaccionar. Pero no la vi preocupada, creo que hasta sonreía con aquella maldita mueca en su rostro sin forma… Después de todo, tenía todo el tiempo del mundo, toda la eternidad, para esperar al próximo inquilino que descansara confiado sobre aquella confortable cama… 

Escribir un cuento libre con límite de cuatro hojas.

Por Gato negro.

Por amor a Georgina

Creo que, de alguna forma extraña e incomprensible, mi amor por Georgina existía aun antes de conocerla. Solo esto puede explicar la completa, la profunda familiaridad que sentimos el uno con el otro desde nuestro primer encuentro. 

Nuestro noviazgo fue apacible y sin excesos románticos. Yo aún vivía con mi madre; así que siempre nos veíamos en su vetusta casa, heredada de sus padres y situada en las afueras de la ciudad. Hacíamos el amor por la tarde; nos agradaba sentir en nuestras pieles la luz dorada del último sol, que entraba por los amplios ventanales mientras nos amábamos. Tras el clímax, compartíamos a menudo un breve sueño. Luego, ella siempre me pedía que me marchara. Yo aceptaba sin objeciones ese pudor social, que le impedía admitir que nadie que no fuera todavía su esposo pasara la noche en su vivienda. Pocos meses después, compartimos la alegría de la boda con nuestro amigos y familiares. Me mudé a su inmueble. Encontré enseguida trabajo como contable, mientras que ella hacía cerámicas en casa para su venta. La vida parecía ofrecernos una sosegada y dulce existencia, sin exigirnos nada a cambio.

A las dos semanas de convivencia, una jornada cualquiera, me desperté en la fase más avanzada de la noche. Era algo infrecuente en mí, tengo un sueño muy profundo. Como no podía conciliarlo de nuevo, me levanté, fui a la cocina y me preparé una infusión. Estaba sentado en la mesa con la taza caliente entre mis manos, cuando oí unos pasos titubeantes en el pasillo. Mi esposa se acercaba para acompañarme en mi vigilia. Me sentí confortado. Cómo la amaba. Pero quien entró por la puerta era… La mejor forma de expresarlo, creo, es decir que era el envés siniestro de Georgina. Llevaba el mismo camisón que ella. Pero medía cinco centímetros más. Un pelo desgreñado y salvaje envolvía su rostro color ceniza. Afilados caninos sobresalían de sus labios oscuros. Su cuello estaba surcado por gruesas venas esmeralda, que se ramificaban hacia los senos. Los ojos seguían siendo, de alguna forma, los de mi amada; pero mostraban un iris rojo sobre un demencial fondo negro, y me miraban con una sinrazón animal. Los gruesos tendones rojizos de sus miembros se definían con precisión bajo una piel translucida y grisácea. Las uñas eran garras azules y afiladas. El porte general se asemejaba al de una horrenda bestia a punto de saltar sobre su presa. Era Georgina, sin duda. Era, también, un monstruo. Que se aproximaba a mí lentamente.

Comencé a gritar aterrorizado, mientras me apretujaba contra una esquina de la cocina. Se acercó, respirando de forma ruidosa. Estaba ya a medio metro y comenzaba a levantar un brazo, cuando acerté a decir, con una voz lastimera y aguda hasta el patetismo: «Georgina... soy yo». 

Se detuvo y se quedó mirándome. Creí ver en sus pupilas un débil brillo de entendimiento. Comenzó entonces a respirar con más lentitud. Creo que de alguna manera logró reconocerme, desde el fondo de su alma irracional. Aquella noche no me devoró. Su ansiedad bestial disminuyó gradualmente, hasta que, como una sonámbula, regresó al lecho. Yo me quedé hecho un ovillo sobre mi propia orina en el suelo de la cocina, sin valor para nada más que no fuera temblar y gemir. Al amanecer recolecté un mínimo de valor y me acerqué al dormitorio, trémulo y confuso. Allí encontré a mi esposa, a mi dulce Georgina, durmiendo plácidamente. Me dirigí entonces al salón, todavía muy asustado.

Cuando despertó, se alarmó al verme en tan lamentable estado. Le conté entonces lo sucedido de forma atropellada. Ella abrió desaforadamente los ojos; hundió el rostro entre sus manos; sollozó; me pidió perdón. Luego me explicó, entre hipidos y lamentos, que aquella transformación le sucedía desde que se hiciera mujer. Que tenía tanto miedo a perderme que no había tenido el valor de contarme. Que había supuesto, de manera ingenua, que la vida conyugal aplacaría su estigma. Volvió a llorar. Me pidió perdón de nuevo. Me pidió que no la dejara.

No lo hice, por supuesto. Amaba a Georgina. Y la convivencia, como bien sé, está hecha de pequeñas concesiones por ambas partes. Mi esposa se transformaba por las noches en un ser del inframundo. Bien, ¿acaso iba a abandonarla por ese detalle? Por supuesto, mi sueño desde ese día pasó a ser muy ligero. Y eso hacía que me despertara con frecuencia y que coincidiera con ella. Con la otra, quiero decir, porque la transformación sólo ocurría de noche, y, desde aquel primer encuentro, casi a diario. Por suerte, comprobé con alivio que yo no corría riesgo: mi esposa nocturna no me consideraba ni un enemigo, ni alimento.  

Logramos, con el paso de los días, alcanzar un equilibrio en aquellas extrañas noches. Hasta tal punto, que, por insólito que parezca, empecé a tomar cierto gusto a compartir ocasionalmente algunas horas de la madrugada con aquel ser inaudito. La otra Georgina se mostraba inesperadamente melancólica. Observaba los objetos cotidianos con curiosidad, mientras gruñía suavemente. No quería nunca salir de casa, pero se acercaba a la ventana, y miraba absorta el cielo estrellado. Cuando yo le hablaba, con dulzura, solo distinguía mi tono de voz, como los animales. Al cabo de unas horas siempre retornaba al lecho. A la mañana siguiente nunca recordaba nada. Con el tiempo, y por repetitivos, dejé de relatar a mi esposa los eventos nocturnos. Asumimos con naturalidad la realidad, y seguimos adelante.

Sin embargo, aunque se suele decir que la naturaleza humana es impredecible, en el caso de los hombres resulta tristemente pronosticable: a los pocos meses de la nueva situación, comencé a desear a la otra Georgina. Tantas horas de cercanía en las horas nocturnas habían convertido lo que antes me aterrorizaba, en una presencia cercana, y finalmente, en objeto de mi ansia sensual. Soñaba con conocer el tacto de su piel traslúcida, y acariciar aquellos insólitos pechos con venas esmeralda, hundiendo mi rostro en su esternón. ¿A qué sabría su boca oscura? En definitiva, quería hacer el amor a la contrahaz de mi esposa. Por supuesto, no le dije nada a su versión humana. Intenté negar mis propios instintos, avergonzado. Todo fue inútil. Era un deseo irreprimible, y así me lo reconocí a mí mismo. Decidido entonces a actuar, busqué asesoramiento. Pero ni en la Biblioteca Nacional ni en internet encontré nada relacionado con cómo cortejar a una mujer-demonio. Lo que yo ignoraba por entonces es que a esas alturas la atracción era ya mutua. Todo se inició de forma sencilla. Una noche, la otra Georgina se aproximó a mí más de lo habitual, y comenzó a olerme con interés el cuello y las axilas. Noté cómo su respiración se agitaba. No negaré que yo también me excité. Extendió entonces un brazo. Rasgó mi pijama con sus garras y me trituró un hombro. Chillé, loco de dolor. Ella tomó mi alarido como una muestra de reciprocidad. Me levantó en vilo, soltó un grito gutural y me lanzó alegremente contra el mueble del salón. Mi cuerpo rompió dos estanterías y los libros se desparramaron por el suelo. A continuación, saltó sobre mí con una mueca feroz que quise interpretar como una sonrisa. No me extenderé en detalles, por lo demás privados. Diré sólo que nuestro primer encuentro sexual fue parecido a un espectáculo de lucha mexicana en el que los contendientes se hubieran excedido con las metanfetaminas. 

A la mañana siguiente, tenía el rostro amoratado, el labio superior partido, una posible fisura en la vértebra L2 y el cuerpo lleno de pequeñas heridas. Aunque no hubiera tenido tales secuelas, le habría confesado igualmente los hechos a mi esposa. Sentía que la había engañado. Con ella, sí, pero traicionado, al fin y al cabo. Su primera reacción fue de estupor. Durante unos instantes no pudo articular palabra. Comenzó a mirarse sus manos, con alguna uña rota. Luego sus pechos. Luego me miró a mí. Estalló entonces, para mi enorme sorpresa, en una sonora carcajada. «Si vas a serme infiel, mejor que sea conmigo» dijo, con un tono un tanto travieso. Y continuó luego con nuevas carcajadas, que casi le hicieron ahogarse. Solo me puso tres condiciones. Que al igual que respetaba sus deseos durante el día, hiciera lo mismo por la noche. Que no la manipulara aprovechándome de mi raciocinio. Que no me acabara gustando más la otra que ella. No hace falta decir que acepté alborozado. El destino ordenaba de nuevo las piezas del tablero. Pero nada es nunca como uno espera, y un retazo de la oscuridad acaba siempre por alcanzarte, ¿verdad?

 Nuestra casa, como he mencionado, estaba situada en los suburbios de la ciudad, a los que las rutas de la policía apenas llegaban. Por ello, sentía en ocasiones que podíamos estar en cierto riesgo. Esta sensación se acrecentó cuando comencé a ver, algunas mañanas, una furgoneta gris parada no muy lejos de nuestra casa. Debería haber sospechado algo. Debería. Un día de invierno en el que me demoré mucho en el trabajo, llegué a mi hogar cuando el sol ya se estaba poniendo. Vi entonces la furgoneta, aparcada enfrente de la puerta. Encontré forzada la cerradura. Entré alarmado, y en el interior descubrí el horror. Había dos extraños en el salón. Uno de ellos tenía un lazo de captura de perros en la mano. El otro sujetaba una gran saca. Nuestro secreto nunca había sido tal; estaban cazándola como a un animal. Georgina lloraba y se acurrucaba, al borde del ataque de nervios. Al verme, el de la saca dijo con frialdad: «Date prisa. Antes de que se transforme. Este ejemplar vale la pena». Les grité que nos dejaran en paz. Entonces el tipo de la saca me fracturó el hueso nasal con un puñetazo. Me quedé trastabillando mientras sangraba. Me golpeó luego el estómago, dejándome sin resuello. Me alejé torpemente de él; agarré como pude la lámpara de una mesa y se la tiré a la cabeza. Se protegió con las manos, pero no pudo evitar que le hiciera un corte en un pómulo. Mostró entones una sonrisa siniestra, mientras sacaba lentamente un cuchillo de su bolsillo trasero. Con fría profesionalidad me hizo un tajo en el brazo derecho. Chillé ridículamente mientras me tapaba la herida con una mano. Comenzó a hacer una perversa danza a mi alrededor, mientras seguía haciéndome tajos, uno tras otro, con calma, siempre sonriendo. Chas, chas, chas. Su colega también reía; ya había conseguido lazar a Georgina, y se estaba divirtiendo. Yo grité desesperado:

—¡Georgina! ¡Ayúdame! ¡¡Ayúdame por Dios!!

Mi mujer estaba en estado de shock, medio ahogada por el lazo. El sol no se había puesto del todo. Y yo, yo estaba aterrorizado. Mi agresor agarró entonces el cuchillo como quien sostiene un picador de hielo. Se disponía a darme la puñalada final.

Nada importaba ya; nada me costaba hacer una última apuesta. Me abalancé hacia Georgina, abrazándola con rudeza, y con mi mano derecha le herí la espalda empleando las fuerzas que me quedaban. Las uñas de mis dedos índice y medio se partieron mientras desgarraban su epidermis. Ella aulló salvajemente. Mis energías me fallaron, y todo se apagó para mí.

Cuando desperté, débil y aturdido por efecto de los cortes, lo primero que vi fue el rostro de mi esposa lleno de moratones y pequeñas heridas, que ella se intentaba limpiar con calma. Estaba hecha un eccehomo. El resto del panorama era desolador. Los cadáveres de los dos hombres estaban despedazados. Sus vísceras, repartidas por el suelo como piezas de un puzle siniestro, parecían haber sido parcialmente devoradas. Georgina me sujetó entonces la cabeza con ternura, y me dijo con voz queda y triste:

—Amor, ¿cómo estás? 

—Nos has salvado, vida mía. No te preocupes, todo va a salir bien —repuse.

—No, no, estás equivocado. Es tu amor el que nos ha salvado —dijo ella con dulzura—. Querido, esto no lo hecho yo. Lo has hecho tú. Eres el que se ha transformado.

No podía asimilar lo que me estaba diciendo. Pero entonces volví a mirar los cadáveres. Reparé entonces en el sabor extraño y amargo que tenía en la boca. Y en la sangre de mis uñas. Dios.

—Hacer el amor con mi otro yo ha hecho que te transmita mi estigma —prosiguió mi esposa—. Lo llegué a intuir en algún momento, pero... No quería perderte. Eres mi vida. Eres la primera persona que me ama como soy. Perdóname.

Me quedé conmocionado. Recordé entonces la profunda oscuridad en la que me había hundido. No había sido un simple desmayo. Era mi nueva naturaleza, emergiendo por primera vez desde los pliegues más oscuros de mi alma. O, tal vez, desde el amor infinito que sentía por aquella mujer. Nuestra relación acababa de dar un nuevo paso, extraño y sobrecogedor. Y aun confuso y aturdido, estaba dispuesto a afrontarlo.

Georgina se puso entonces la mano en el vientre con delicadeza. 

—Hay algo más, amor mío. No nos has salvado solo a nosotros. También a él.

Georgina estaba embarazada. 

Han pasado tres meses desde entonces. Enterramos los restos de aquellos bastardos en el jardín interior; nadie los echará de menos. No sé con cuál de las dos Georginas concebí nuestro hijo. Ni cual será la que dé a luz. O quién le dará el pecho. ¿Seremos buenos padres? ¿Será nuestro hijo como nosotros?  La verdad es que todas estas cuestiones me parecen cada vez más pueriles. Sé que ambas versiones de mi esposa serán madres maravillosas. 

Y yo les seguiré queriendo, feliz, por el resto de mi afortunada existencia.

 

 

Consigna: Relato de hasta 4 hojas, tema libre

Seudónimo: Igor Náhuatl

El sabor que su auto necesita

¿Está cansado de pagar el impuesto al peatón?

Entonces, acérquese a nuestras concesionarias

y conozca el nuevo Brad Everest de Golden Astra.

Nada más confortable en materia de humanos.

.

 

—Fue una experiencia increíble, Mercedes. La concesionaria organizó un ágape con los últimos modelos en exhibición ¡Y el vendedor me invitó a subir a un Brad Everest! —Romeo hizo girar las ruedas para darle más énfasis a sus palabras.

—Qué bueno, querido. ¿Y te gustó?

—¿Qué si me gustó?… no te imaginas la comodidad del interior, la… la suavidad de los órganos… fue como sentarse en las entrañas mismas de Dios.

            Mercedes apenas lo miró. Tenía la trompa fruncida y los faros levemente inclinados hacia abajo.

            —Ajá. Las entrañas de Dios. Me imagino.

            —Y los comandos. Tendrías que haber visto esas terminaciones nerviosas.

—Ya sabes que es un gasto que no nos podemos permitir, ¿no?

—Pero…

—Ni una palabra más… ¿Qué quieres cenar hoy?

            Romeo bajó un cambio y suspiró sin dejar que el desánimo se trasmitiera a su voz.

—Cualquier lubricante semisintético estará bien.

 

En la mañana gris unas microscópicas partículas de carbón golpeaban el vidrio del ventanal de la cocina. Antes de ir al trabajo, Romeo se tomaba su taza de aceite mientras acariciaba a su pequeño moto-motor distraídamente. Faroleó algunas páginas del diario sin mucho interés. La superpoblación de rodados en el continente africano abría el debate sobre el control de natalidad. ¿Era ético obligar a las centrales motrices a limitar su producción a un único cero kilómetro por pareja? ¿Podían las entidades gubernamentales determinar el tamaño de las familias? ¿Hasta qué punto era real el problema de la superpoblación? Romeo se encogió de hombros. Mercedes y él no pensaban encargar un modelito por el momento.

Al pasar la página, un folleto impreso a color cayó sobre su capot.

Un lustroso Brad Everest lo miraba desde el papel con unos preciosos ojos color avellana. Tenía los brazos en posición de jarra, lo que permitía admirar una musculatura perfecta. Los contornos del fuselaje eran poesía pura. La elegancia y sofisticación del vehículo iban más allá del buen gusto. Claramente los ingenieros de humano móviles sabían lo que hacían.

“Lo nuevo de Golden Astra te dejará sin aliento” rezaba el slogan. «Vaya que sí» pensó Romeo mientras apuraba su taza de aceite.

 

            Le tomó una hora cuarenta llegar al trabajo. Veinte minutos por encima del margen de tolerancia. El lector de patentes le advirtió que le descontarían el presentismo por llegar tarde por tercer día consecutivo. Su jefe, un viejo Volvo gris plata, lo miró con cara de pocos amigos al ingresar a la oficina. Otra vez descendía en el ranking de las buenas impresiones gracias al pésimo servicio del trasporte público. El hombre-bus nunca pasaba a horario, además, siempre iba atestado y su interior apestaba a gases.

            Romeo se sentó en su cubículo y se puso a cargar las planillas de cálculo pendientes. Sería un día largo y aburrido, sin posibilidad de escapatoria.

            Al mediodía, en el amplio comedor de techo abovedado, decidió que almorzaría solo 15W40. Sus colegas le habían reservado un lugar pero apenas lo saludaron al estacionar junto a ellos. La atención del grupo estaba enfocada en Ci-Ford, que no paraba de parlotear revoleando las ruedas y haciendo guiños.

—…una autonomía de 400 kilómetros con el estómago lleno ¿Se imaginan? Porque un full tendrá todos los detalles que quieras, pero pocos vehículos te ofrecen ese rendimiento…

—¿De qué me perdí?—interrumpió Romeo, a quién Ci-Ford le parecía un soberbio y un monopolizador compulsivo de cualquier conversación.

            Rover limpió su parabrisas y le pasó la aceitera a Meriva, la jefa de recursos automotrices, quién le dedicó una caída de faros más que elocuente. Corso, que estaba en la cabecera de la mesa, se volvió hacia Romeo.

            —Ci-Ford está de estreno, amigo. Se apareció hoy en la playa de estacionamiento con un…

            —¿Por qué no lo dejas que lo cuente él? —amonestó Meriva—, después de todo es su primicia, ¿no?

            Corso arrugó la trompa y se excusó.

            Ci-Ford entornó los faros y sonrió con esa sonrisa artificial que encantaba a todo el mundo, menos a Romeo.

            —Un Brad. Me compré un Brad Everest de Golden Astra.

            —Ah…qué bien, te felicito.

            Ci-Ford continuó la conversación en el punto exacto en dónde la había dejado.

Romeo simuló un educado interés pero apenas escuchó el relato. El resto del día sufrió de mala carburación, cosa que lo mantuvo distraído y rumiando pensamientos poco generosos.

           

Décadas de lluvia ácida habían reducido la garita de colectivo a una escultura abstracta. Romeo se guareció lo mejor que pudo y rogó que el hombre-bus llegara pronto. El cielo tenía el aspecto de una compota de ciruelas y amenazaba con una caída fuerte de graupel. Típico clima de otoño en la ciudad.

Un caucásico deportivo se detuvo junto al cordón. Al abrir la compuerta Romeo vio que la conductora era Meriva.

—¿Te llevo? Te puedo dejar en el acceso norte. —A Romeo le extrañó verla en dirección a los suburbios pero se encogió de chapas y se subió al humano sin chistar.

            —Gracias, Merv. Qué raro verte en dirección al populacho.

            —Ah, ¿viste? Es que tengo una cita con mi amante.

Él captó la sonrisa torcida. Meriva nunca hablaba en serio y le encantaba dar rodeos para desconcertar al interlocutor. La conocía lo suficiente para saber que no daba puntada sin hilo.

—Prometo no decir nada. Soy discreto como un depósito de chatarra.

Ella aceleró y tomó la autopista sin ceder el paso a los demás vehículos, que hicieron sonar sus cuerdas vocales.

—No, nada tan excitante. Necesito pasar por el taller. Una parada estratégica antes de volver al principado.

            Romeo admiró el tablero: los relojes cromados con sus agujas rojas se entrelazaban en seductora simbiosis con la carne viva. Un modelo John de lujo, solo adquirible para el escalafón gerencial.

—¿Tienes problemas con el vehículo? ¿Tan pronto?

—¿Qué? Oh, no —Meriva sonrió —¿Dije taller? Quise decir guardería. Tengo que pasar a buscar a mi Cooper y llevarlo a una fiesta de cumpleaños en las torres de Puerto Motor. Las mamis del chat jamás me lo perdonarían si no lo llevo. Aunque no creo que nos quedemos mucho. Entre nosotros, Romeo: esas chicas me aburren. Son amas de casa con mucho tiempo libre y nada de ambición.

Romeo no supo que decir. Se quedó un momento pensando y eligió cambiar de tema.

—Con respecto a mis llegadas tarde…

Meriva se pasó al carril rápido y lo miró con expresión divertida.

—No te preocupes por eso, querido. Tengo una noticia importante para darte. Espero que los chismosos de “radio pasillo” no se me hayan adelantado.

Romeo tragó combustible. Lo despedirían allí mismo, en medio de la autopista, en una conversación que pretendía ser distendida, con alguien que había tardado tres años en no confundir su nombre.

Pero en cambio Meriva dijo:

—El señor Volvo te dará un ascenso. Ya está todo arreglado. A partir del lunes te desempeñarás como gestor de producto.

—¿Qué? —Su motor pareció detenerse en seco.

—En efecto. Hace tiempo que se viene hablando de esto en la cúpula. Necesitan a alguien serio y competente, y creo que te ganaste el puesto con creces.

—¿En serio? No sé qué decir.

—No digas nada. Pero más vale que invites a tu mujer a cenar a la luz de las velas. Un ascenso así amerita un festejo.

Cuando Meriva lo dejó en el acceso, Romeo se quedó más de media hora viendo pasar el tráfico bajo la lluvia ácida. De pronto tenía la cabeza llena de cálculos y los ramalazos de felicidad que lo asaltaban eran tan apabullantes que no le permitían carburar con normalidad.

 

Romeo suspiró y entró en su casa. Mercedes conversaba con su amiga Focusa en la sala. Su mujer le dedicó una mirada de curiosidad al verlo pasar en dirección a la cocina. Controladora y atenta a todo, como era, le preguntó si se sentía bien.

—Todo bien, amor. Estoy un poco cansado, nada más.

—Bueno, esta noche cenamos temprano.

—Me parece bien. Me voy a dar una ducha.

Esa misma noche, antes de dormir, Mercedes insistió:

—¿Qué era esa cara de hoy a la tarde? Parecías trastornado, ¿seguro no pasó nada en el trabajo?

Romeo estuvo tentado de contarle la novedad a su esposa. Pensó en las variables y derroteros por los que se encaminaría la conversación. Necesitaban hacer un reforma en la sala. El techo tenía fisuras y se llovía. Las paredes estaban descascaradas. Tenían una asignatura pendiente con el banco para saldar la hipoteca. También estaba el bendito asunto de poner a sus suegros en un asilo, cosa que se llevaría una tajada importante de cualquier adicional que ingresara en sus arcas. Decidió improvisar:

—Nada cariño. Mucho papeleo en la oficina y me sentó un poco pesado el almuerzo. Eso es todo.

Su mujer lo observó con suspicacia y antes de apagar la luz lo amonestó por relegar su salud y nunca sacar cita para ir al taller a que le revisaran el motor.

Romeo prometió hacerlo. Pero en lo más profundo de su circuitos consideró tomar una decisión muy distinta. Un deseo largamente demorado se encontraba, de pronto, a su alcance. ¿Por qué no? ¿Acaso no se partía el chasis todos los días desde hacía años? ¿Por qué diablos no? ¿Por qué no presentarse mañana temprano en la concesionaria? ¿Por qué no sentarse en las entrañas de Dios y conducir hasta el final del arco iris, donde los ríos de lluvia ácida desembocaban en un mar de colores horrorosos e inimaginables?

***

Consigna: Tema libre

Seudónimo: Síndrome de Marfan