lunes, 21 de agosto de 2023

El sabor que su auto necesita

¿Está cansado de pagar el impuesto al peatón?

Entonces, acérquese a nuestras concesionarias

y conozca el nuevo Brad Everest de Golden Astra.

Nada más confortable en materia de humanos.

.

 

—Fue una experiencia increíble, Mercedes. La concesionaria organizó un ágape con los últimos modelos en exhibición ¡Y el vendedor me invitó a subir a un Brad Everest! —Romeo hizo girar las ruedas para darle más énfasis a sus palabras.

—Qué bueno, querido. ¿Y te gustó?

—¿Qué si me gustó?… no te imaginas la comodidad del interior, la… la suavidad de los órganos… fue como sentarse en las entrañas mismas de Dios.

            Mercedes apenas lo miró. Tenía la trompa fruncida y los faros levemente inclinados hacia abajo.

            —Ajá. Las entrañas de Dios. Me imagino.

            —Y los comandos. Tendrías que haber visto esas terminaciones nerviosas.

—Ya sabes que es un gasto que no nos podemos permitir, ¿no?

—Pero…

—Ni una palabra más… ¿Qué quieres cenar hoy?

            Romeo bajó un cambio y suspiró sin dejar que el desánimo se trasmitiera a su voz.

—Cualquier lubricante semisintético estará bien.

 

En la mañana gris unas microscópicas partículas de carbón golpeaban el vidrio del ventanal de la cocina. Antes de ir al trabajo, Romeo se tomaba su taza de aceite mientras acariciaba a su pequeño moto-motor distraídamente. Faroleó algunas páginas del diario sin mucho interés. La superpoblación de rodados en el continente africano abría el debate sobre el control de natalidad. ¿Era ético obligar a las centrales motrices a limitar su producción a un único cero kilómetro por pareja? ¿Podían las entidades gubernamentales determinar el tamaño de las familias? ¿Hasta qué punto era real el problema de la superpoblación? Romeo se encogió de hombros. Mercedes y él no pensaban encargar un modelito por el momento.

Al pasar la página, un folleto impreso a color cayó sobre su capot.

Un lustroso Brad Everest lo miraba desde el papel con unos preciosos ojos color avellana. Tenía los brazos en posición de jarra, lo que permitía admirar una musculatura perfecta. Los contornos del fuselaje eran poesía pura. La elegancia y sofisticación del vehículo iban más allá del buen gusto. Claramente los ingenieros de humano móviles sabían lo que hacían.

“Lo nuevo de Golden Astra te dejará sin aliento” rezaba el slogan. «Vaya que sí» pensó Romeo mientras apuraba su taza de aceite.

 

            Le tomó una hora cuarenta llegar al trabajo. Veinte minutos por encima del margen de tolerancia. El lector de patentes le advirtió que le descontarían el presentismo por llegar tarde por tercer día consecutivo. Su jefe, un viejo Volvo gris plata, lo miró con cara de pocos amigos al ingresar a la oficina. Otra vez descendía en el ranking de las buenas impresiones gracias al pésimo servicio del trasporte público. El hombre-bus nunca pasaba a horario, además, siempre iba atestado y su interior apestaba a gases.

            Romeo se sentó en su cubículo y se puso a cargar las planillas de cálculo pendientes. Sería un día largo y aburrido, sin posibilidad de escapatoria.

            Al mediodía, en el amplio comedor de techo abovedado, decidió que almorzaría solo 15W40. Sus colegas le habían reservado un lugar pero apenas lo saludaron al estacionar junto a ellos. La atención del grupo estaba enfocada en Ci-Ford, que no paraba de parlotear revoleando las ruedas y haciendo guiños.

—…una autonomía de 400 kilómetros con el estómago lleno ¿Se imaginan? Porque un full tendrá todos los detalles que quieras, pero pocos vehículos te ofrecen ese rendimiento…

—¿De qué me perdí?—interrumpió Romeo, a quién Ci-Ford le parecía un soberbio y un monopolizador compulsivo de cualquier conversación.

            Rover limpió su parabrisas y le pasó la aceitera a Meriva, la jefa de recursos automotrices, quién le dedicó una caída de faros más que elocuente. Corso, que estaba en la cabecera de la mesa, se volvió hacia Romeo.

            —Ci-Ford está de estreno, amigo. Se apareció hoy en la playa de estacionamiento con un…

            —¿Por qué no lo dejas que lo cuente él? —amonestó Meriva—, después de todo es su primicia, ¿no?

            Corso arrugó la trompa y se excusó.

            Ci-Ford entornó los faros y sonrió con esa sonrisa artificial que encantaba a todo el mundo, menos a Romeo.

            —Un Brad. Me compré un Brad Everest de Golden Astra.

            —Ah…qué bien, te felicito.

            Ci-Ford continuó la conversación en el punto exacto en dónde la había dejado.

Romeo simuló un educado interés pero apenas escuchó el relato. El resto del día sufrió de mala carburación, cosa que lo mantuvo distraído y rumiando pensamientos poco generosos.

           

Décadas de lluvia ácida habían reducido la garita de colectivo a una escultura abstracta. Romeo se guareció lo mejor que pudo y rogó que el hombre-bus llegara pronto. El cielo tenía el aspecto de una compota de ciruelas y amenazaba con una caída fuerte de graupel. Típico clima de otoño en la ciudad.

Un caucásico deportivo se detuvo junto al cordón. Al abrir la compuerta Romeo vio que la conductora era Meriva.

—¿Te llevo? Te puedo dejar en el acceso norte. —A Romeo le extrañó verla en dirección a los suburbios pero se encogió de chapas y se subió al humano sin chistar.

            —Gracias, Merv. Qué raro verte en dirección al populacho.

            —Ah, ¿viste? Es que tengo una cita con mi amante.

Él captó la sonrisa torcida. Meriva nunca hablaba en serio y le encantaba dar rodeos para desconcertar al interlocutor. La conocía lo suficiente para saber que no daba puntada sin hilo.

—Prometo no decir nada. Soy discreto como un depósito de chatarra.

Ella aceleró y tomó la autopista sin ceder el paso a los demás vehículos, que hicieron sonar sus cuerdas vocales.

—No, nada tan excitante. Necesito pasar por el taller. Una parada estratégica antes de volver al principado.

            Romeo admiró el tablero: los relojes cromados con sus agujas rojas se entrelazaban en seductora simbiosis con la carne viva. Un modelo John de lujo, solo adquirible para el escalafón gerencial.

—¿Tienes problemas con el vehículo? ¿Tan pronto?

—¿Qué? Oh, no —Meriva sonrió —¿Dije taller? Quise decir guardería. Tengo que pasar a buscar a mi Cooper y llevarlo a una fiesta de cumpleaños en las torres de Puerto Motor. Las mamis del chat jamás me lo perdonarían si no lo llevo. Aunque no creo que nos quedemos mucho. Entre nosotros, Romeo: esas chicas me aburren. Son amas de casa con mucho tiempo libre y nada de ambición.

Romeo no supo que decir. Se quedó un momento pensando y eligió cambiar de tema.

—Con respecto a mis llegadas tarde…

Meriva se pasó al carril rápido y lo miró con expresión divertida.

—No te preocupes por eso, querido. Tengo una noticia importante para darte. Espero que los chismosos de “radio pasillo” no se me hayan adelantado.

Romeo tragó combustible. Lo despedirían allí mismo, en medio de la autopista, en una conversación que pretendía ser distendida, con alguien que había tardado tres años en no confundir su nombre.

Pero en cambio Meriva dijo:

—El señor Volvo te dará un ascenso. Ya está todo arreglado. A partir del lunes te desempeñarás como gestor de producto.

—¿Qué? —Su motor pareció detenerse en seco.

—En efecto. Hace tiempo que se viene hablando de esto en la cúpula. Necesitan a alguien serio y competente, y creo que te ganaste el puesto con creces.

—¿En serio? No sé qué decir.

—No digas nada. Pero más vale que invites a tu mujer a cenar a la luz de las velas. Un ascenso así amerita un festejo.

Cuando Meriva lo dejó en el acceso, Romeo se quedó más de media hora viendo pasar el tráfico bajo la lluvia ácida. De pronto tenía la cabeza llena de cálculos y los ramalazos de felicidad que lo asaltaban eran tan apabullantes que no le permitían carburar con normalidad.

 

Romeo suspiró y entró en su casa. Mercedes conversaba con su amiga Focusa en la sala. Su mujer le dedicó una mirada de curiosidad al verlo pasar en dirección a la cocina. Controladora y atenta a todo, como era, le preguntó si se sentía bien.

—Todo bien, amor. Estoy un poco cansado, nada más.

—Bueno, esta noche cenamos temprano.

—Me parece bien. Me voy a dar una ducha.

Esa misma noche, antes de dormir, Mercedes insistió:

—¿Qué era esa cara de hoy a la tarde? Parecías trastornado, ¿seguro no pasó nada en el trabajo?

Romeo estuvo tentado de contarle la novedad a su esposa. Pensó en las variables y derroteros por los que se encaminaría la conversación. Necesitaban hacer un reforma en la sala. El techo tenía fisuras y se llovía. Las paredes estaban descascaradas. Tenían una asignatura pendiente con el banco para saldar la hipoteca. También estaba el bendito asunto de poner a sus suegros en un asilo, cosa que se llevaría una tajada importante de cualquier adicional que ingresara en sus arcas. Decidió improvisar:

—Nada cariño. Mucho papeleo en la oficina y me sentó un poco pesado el almuerzo. Eso es todo.

Su mujer lo observó con suspicacia y antes de apagar la luz lo amonestó por relegar su salud y nunca sacar cita para ir al taller a que le revisaran el motor.

Romeo prometió hacerlo. Pero en lo más profundo de su circuitos consideró tomar una decisión muy distinta. Un deseo largamente demorado se encontraba, de pronto, a su alcance. ¿Por qué no? ¿Acaso no se partía el chasis todos los días desde hacía años? ¿Por qué diablos no? ¿Por qué no presentarse mañana temprano en la concesionaria? ¿Por qué no sentarse en las entrañas de Dios y conducir hasta el final del arco iris, donde los ríos de lluvia ácida desembocaban en un mar de colores horrorosos e inimaginables?

***

Consigna: Tema libre

Seudónimo: Síndrome de Marfan

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