Creo
que, de alguna forma extraña e incomprensible, mi amor por Georgina existía aun
antes de conocerla. Solo esto puede explicar la completa, la profunda
familiaridad que sentimos el uno con el otro desde nuestro primer encuentro.
Nuestro
noviazgo fue apacible y sin excesos románticos. Yo aún vivía con mi madre; así
que siempre nos veíamos en su vetusta casa, heredada de sus padres y situada en
las afueras de la ciudad. Hacíamos el amor por la tarde; nos agradaba sentir en
nuestras pieles la luz dorada del último sol, que entraba por los amplios
ventanales mientras nos amábamos. Tras el clímax, compartíamos a menudo un
breve sueño. Luego, ella siempre me pedía que me marchara. Yo aceptaba sin
objeciones ese pudor social, que le impedía admitir que nadie que no fuera
todavía su esposo pasara la noche en su vivienda. Pocos meses después,
compartimos la alegría de la boda con nuestro amigos y familiares. Me mudé a su
inmueble. Encontré enseguida trabajo como contable, mientras que ella hacía
cerámicas en casa para su venta. La vida parecía ofrecernos una sosegada y
dulce existencia, sin exigirnos nada a cambio.
A
las dos semanas de convivencia, una jornada cualquiera, me desperté en la fase
más avanzada de la noche. Era algo infrecuente en mí, tengo un sueño muy
profundo. Como no podía conciliarlo de nuevo, me levanté, fui a la cocina y me
preparé una infusión. Estaba sentado en la mesa con la taza caliente entre mis
manos, cuando oí unos pasos titubeantes en el pasillo. Mi esposa se acercaba
para acompañarme en mi vigilia. Me sentí confortado. Cómo la amaba. Pero quien
entró por la puerta era… La mejor forma de expresarlo, creo, es decir que era
el envés siniestro de Georgina. Llevaba el mismo camisón que ella. Pero medía
cinco centímetros más. Un pelo desgreñado y salvaje envolvía su rostro color
ceniza. Afilados caninos sobresalían de sus labios oscuros. Su cuello estaba
surcado por gruesas venas esmeralda, que se ramificaban hacia los senos. Los
ojos seguían siendo, de alguna forma, los de mi amada; pero mostraban un iris
rojo sobre un demencial fondo negro, y me miraban con una sinrazón animal. Los
gruesos tendones rojizos de sus miembros se definían con precisión bajo una
piel translucida y grisácea. Las uñas eran garras azules y afiladas. El porte
general se asemejaba al de una horrenda bestia a punto de saltar sobre su
presa. Era Georgina, sin duda. Era, también, un monstruo. Que se aproximaba a
mí lentamente.
Comencé
a gritar aterrorizado, mientras me apretujaba contra una esquina de la cocina.
Se acercó, respirando de forma ruidosa. Estaba ya a medio metro y comenzaba a
levantar un brazo, cuando acerté a decir, con una voz lastimera y aguda hasta
el patetismo: «Georgina... soy yo».
Se
detuvo y se quedó mirándome. Creí ver en sus pupilas un débil brillo de
entendimiento. Comenzó entonces a respirar con más lentitud. Creo que de alguna
manera logró reconocerme, desde el fondo de su alma irracional. Aquella noche
no me devoró. Su ansiedad bestial disminuyó gradualmente, hasta que, como una
sonámbula, regresó al lecho. Yo me quedé hecho un ovillo sobre mi propia orina
en el suelo de la cocina, sin valor para nada más que no fuera temblar y gemir.
Al amanecer recolecté un mínimo de valor y me acerqué al dormitorio, trémulo y
confuso. Allí encontré a mi esposa, a mi dulce Georgina, durmiendo
plácidamente. Me dirigí entonces al salón, todavía muy asustado.
Cuando
despertó, se alarmó al verme en tan lamentable estado. Le conté entonces lo
sucedido de forma atropellada. Ella abrió desaforadamente los ojos; hundió el
rostro entre sus manos; sollozó; me pidió perdón. Luego me explicó, entre
hipidos y lamentos, que aquella transformación le sucedía desde que se hiciera
mujer. Que tenía tanto miedo a perderme que no había tenido el valor de contarme.
Que había supuesto, de manera ingenua, que la vida conyugal aplacaría su
estigma. Volvió a llorar. Me pidió perdón de nuevo. Me pidió que no la dejara.
No
lo hice, por supuesto. Amaba a Georgina. Y la convivencia, como bien sé, está
hecha de pequeñas concesiones por ambas partes. Mi esposa se transformaba por
las noches en un ser del inframundo. Bien, ¿acaso iba a abandonarla por ese
detalle? Por supuesto, mi sueño desde ese día pasó a ser muy ligero. Y eso
hacía que me despertara con frecuencia y que coincidiera con ella. Con la otra,
quiero decir, porque la transformación sólo ocurría de noche, y, desde aquel
primer encuentro, casi a diario. Por suerte, comprobé con alivio que yo no
corría riesgo: mi esposa nocturna no me consideraba ni un enemigo, ni
alimento.
Logramos,
con el paso de los días, alcanzar un equilibrio en aquellas extrañas noches.
Hasta tal punto, que, por insólito que parezca, empecé a tomar cierto gusto a
compartir ocasionalmente algunas horas de la madrugada con aquel ser inaudito.
La otra Georgina se mostraba inesperadamente melancólica. Observaba los objetos
cotidianos con curiosidad, mientras gruñía suavemente. No quería nunca salir de
casa, pero se acercaba a la ventana, y miraba absorta el cielo estrellado.
Cuando yo le hablaba, con dulzura, solo distinguía mi tono de voz, como los
animales. Al cabo de unas horas siempre retornaba al lecho. A la mañana
siguiente nunca recordaba nada. Con el tiempo, y por repetitivos, dejé de
relatar a mi esposa los eventos nocturnos. Asumimos con naturalidad la
realidad, y seguimos adelante.
Sin
embargo, aunque se suele decir que la naturaleza humana es impredecible, en el
caso de los hombres resulta tristemente pronosticable: a los pocos meses de la
nueva situación, comencé a desear a la otra Georgina. Tantas horas de cercanía
en las horas nocturnas habían convertido lo que antes me aterrorizaba, en una
presencia cercana, y finalmente, en objeto de mi ansia sensual. Soñaba con
conocer el tacto de su piel traslúcida, y acariciar aquellos insólitos pechos
con venas esmeralda, hundiendo mi rostro en su esternón. ¿A qué sabría su boca
oscura? En definitiva, quería hacer el amor a la contrahaz de mi esposa. Por
supuesto, no le dije nada a su versión humana. Intenté negar mis propios
instintos, avergonzado. Todo fue inútil. Era un deseo irreprimible, y así me lo
reconocí a mí mismo. Decidido entonces a actuar, busqué asesoramiento. Pero ni
en la Biblioteca Nacional ni en internet encontré nada relacionado con cómo
cortejar a una mujer-demonio. Lo que yo ignoraba por entonces es que a esas
alturas la atracción era ya mutua. Todo se inició de forma sencilla. Una noche,
la otra Georgina se aproximó a mí más de lo habitual, y comenzó a olerme con
interés el cuello y las axilas. Noté cómo su respiración se agitaba. No negaré
que yo también me excité. Extendió entonces un brazo. Rasgó mi pijama con sus
garras y me trituró un hombro. Chillé, loco de dolor. Ella tomó mi alarido como
una muestra de reciprocidad. Me levantó en vilo, soltó un grito gutural y me lanzó
alegremente contra el mueble del salón. Mi cuerpo rompió dos estanterías y los
libros se desparramaron por el suelo. A continuación, saltó sobre mí con una
mueca feroz que quise interpretar como una sonrisa. No me extenderé en
detalles, por lo demás privados. Diré sólo que nuestro primer encuentro sexual
fue parecido a un espectáculo de lucha mexicana en el que los contendientes se
hubieran excedido con las metanfetaminas.
A
la mañana siguiente, tenía el rostro amoratado, el labio superior partido, una
posible fisura en la vértebra L2 y el cuerpo lleno de pequeñas heridas. Aunque
no hubiera tenido tales secuelas, le habría confesado igualmente los hechos a
mi esposa. Sentía que la había engañado. Con ella, sí, pero traicionado, al fin
y al cabo. Su primera reacción fue de estupor. Durante unos instantes no pudo
articular palabra. Comenzó a mirarse sus manos, con alguna uña rota. Luego sus
pechos. Luego me miró a mí. Estalló entonces, para mi enorme sorpresa, en una
sonora carcajada. «Si vas a serme infiel, mejor que sea conmigo» dijo, con un
tono un tanto travieso. Y continuó luego con nuevas carcajadas, que casi le
hicieron ahogarse. Solo me puso tres condiciones. Que al igual que respetaba
sus deseos durante el día, hiciera lo mismo por la noche. Que no la manipulara
aprovechándome de mi raciocinio. Que no me acabara gustando más la otra que
ella. No hace falta decir que acepté alborozado. El destino ordenaba de nuevo
las piezas del tablero. Pero nada es nunca como uno espera, y un retazo de la
oscuridad acaba siempre por alcanzarte, ¿verdad?
Nuestra casa, como he mencionado, estaba
situada en los suburbios de la ciudad, a los que las rutas de la policía apenas
llegaban. Por ello, sentía en ocasiones que podíamos estar en cierto riesgo.
Esta sensación se acrecentó cuando comencé a ver, algunas mañanas, una
furgoneta gris parada no muy lejos de nuestra casa. Debería haber sospechado
algo. Debería. Un día de invierno en el que me demoré mucho en el trabajo,
llegué a mi hogar cuando el sol ya se estaba poniendo. Vi entonces la
furgoneta, aparcada enfrente de la puerta. Encontré forzada la cerradura. Entré
alarmado, y en el interior descubrí el horror. Había dos extraños en el salón.
Uno de ellos tenía un lazo de captura de perros en la mano. El otro sujetaba
una gran saca. Nuestro secreto nunca había sido tal; estaban cazándola como a
un animal. Georgina lloraba y se acurrucaba, al borde del ataque de nervios. Al
verme, el de la saca dijo con frialdad: «Date prisa. Antes de que se
transforme. Este ejemplar vale la pena». Les grité que nos dejaran en paz.
Entonces el tipo de la saca me fracturó el hueso nasal con un puñetazo. Me
quedé trastabillando mientras sangraba. Me golpeó luego el estómago, dejándome
sin resuello. Me alejé torpemente de él; agarré como pude la lámpara de una
mesa y se la tiré a la cabeza. Se protegió con las manos, pero no pudo evitar
que le hiciera un corte en un pómulo. Mostró entones una sonrisa siniestra,
mientras sacaba lentamente un cuchillo de su bolsillo trasero. Con fría profesionalidad
me hizo un tajo en el brazo derecho. Chillé ridículamente mientras me tapaba la
herida con una mano. Comenzó a hacer una perversa danza a mi alrededor,
mientras seguía haciéndome tajos, uno tras otro, con calma, siempre sonriendo.
Chas, chas, chas. Su colega también reía; ya había conseguido lazar a Georgina,
y se estaba divirtiendo. Yo grité desesperado:
—¡Georgina!
¡Ayúdame! ¡¡Ayúdame por Dios!!
Mi
mujer estaba en estado de shock, medio ahogada por el lazo. El sol no se había
puesto del todo. Y yo, yo estaba aterrorizado. Mi agresor agarró entonces el
cuchillo como quien sostiene un picador de hielo. Se disponía a darme la
puñalada final.
Nada
importaba ya; nada me costaba hacer una última apuesta. Me abalancé hacia
Georgina, abrazándola con rudeza, y con mi mano derecha le herí la espalda
empleando las fuerzas que me quedaban. Las uñas de mis dedos índice y medio se
partieron mientras desgarraban su epidermis. Ella aulló salvajemente. Mis
energías me fallaron, y todo se apagó para mí.
Cuando
desperté, débil y aturdido por efecto de los cortes, lo primero que vi fue el
rostro de mi esposa lleno de moratones y pequeñas heridas, que ella se
intentaba limpiar con calma. Estaba hecha un eccehomo. El resto del panorama
era desolador. Los cadáveres de los dos hombres estaban despedazados. Sus
vísceras, repartidas por el suelo como piezas de un puzle siniestro, parecían
haber sido parcialmente devoradas. Georgina me sujetó entonces la cabeza con
ternura, y me dijo con voz queda y triste:
—Amor,
¿cómo estás?
—Nos
has salvado, vida mía. No te preocupes, todo va a salir bien —repuse.
—No,
no, estás equivocado. Es tu amor el que nos ha salvado —dijo ella con dulzura—.
Querido, esto no lo hecho yo. Lo has hecho tú. Eres tú el que se ha
transformado.
No
podía asimilar lo que me estaba diciendo. Pero entonces volví a mirar los
cadáveres. Reparé entonces en el sabor extraño y amargo que tenía en la boca. Y
en la sangre de mis uñas. Dios.
—Hacer
el amor con mi otro yo ha hecho que te transmita mi estigma —prosiguió mi
esposa—. Lo llegué a intuir en algún momento, pero... No quería perderte. Eres
mi vida. Eres la primera persona que me ama como soy. Perdóname.
Me
quedé conmocionado. Recordé entonces la profunda oscuridad en la que me había
hundido. No había sido un simple desmayo. Era mi nueva naturaleza, emergiendo
por primera vez desde los pliegues más oscuros de mi alma. O, tal vez, desde el
amor infinito que sentía por aquella mujer. Nuestra relación acababa de dar un
nuevo paso, extraño y sobrecogedor. Y aun confuso y aturdido, estaba dispuesto
a afrontarlo.
Georgina
se puso entonces la mano en el vientre con
delicadeza.
—Hay
algo más, amor mío. No nos has salvado solo a nosotros. También a él.
Georgina
estaba embarazada.
Han
pasado tres meses desde entonces. Enterramos los restos de aquellos bastardos
en el jardín interior; nadie los echará de menos. No sé con cuál de las dos
Georginas concebí nuestro hijo. Ni cual será la que dé a luz. O quién le dará
el pecho. ¿Seremos buenos padres? ¿Será nuestro hijo como nosotros? La verdad es que todas estas cuestiones me
parecen cada vez más pueriles. Sé que ambas versiones de mi esposa serán madres
maravillosas.
Y
yo les seguiré queriendo, feliz, por el resto de mi afortunada existencia.
Consigna: Relato de hasta 4 hojas, tema libre
Seudónimo: Igor Náhuatl
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