lunes, 21 de agosto de 2023

Por amor a Georgina

Creo que, de alguna forma extraña e incomprensible, mi amor por Georgina existía aun antes de conocerla. Solo esto puede explicar la completa, la profunda familiaridad que sentimos el uno con el otro desde nuestro primer encuentro. 

Nuestro noviazgo fue apacible y sin excesos románticos. Yo aún vivía con mi madre; así que siempre nos veíamos en su vetusta casa, heredada de sus padres y situada en las afueras de la ciudad. Hacíamos el amor por la tarde; nos agradaba sentir en nuestras pieles la luz dorada del último sol, que entraba por los amplios ventanales mientras nos amábamos. Tras el clímax, compartíamos a menudo un breve sueño. Luego, ella siempre me pedía que me marchara. Yo aceptaba sin objeciones ese pudor social, que le impedía admitir que nadie que no fuera todavía su esposo pasara la noche en su vivienda. Pocos meses después, compartimos la alegría de la boda con nuestro amigos y familiares. Me mudé a su inmueble. Encontré enseguida trabajo como contable, mientras que ella hacía cerámicas en casa para su venta. La vida parecía ofrecernos una sosegada y dulce existencia, sin exigirnos nada a cambio.

A las dos semanas de convivencia, una jornada cualquiera, me desperté en la fase más avanzada de la noche. Era algo infrecuente en mí, tengo un sueño muy profundo. Como no podía conciliarlo de nuevo, me levanté, fui a la cocina y me preparé una infusión. Estaba sentado en la mesa con la taza caliente entre mis manos, cuando oí unos pasos titubeantes en el pasillo. Mi esposa se acercaba para acompañarme en mi vigilia. Me sentí confortado. Cómo la amaba. Pero quien entró por la puerta era… La mejor forma de expresarlo, creo, es decir que era el envés siniestro de Georgina. Llevaba el mismo camisón que ella. Pero medía cinco centímetros más. Un pelo desgreñado y salvaje envolvía su rostro color ceniza. Afilados caninos sobresalían de sus labios oscuros. Su cuello estaba surcado por gruesas venas esmeralda, que se ramificaban hacia los senos. Los ojos seguían siendo, de alguna forma, los de mi amada; pero mostraban un iris rojo sobre un demencial fondo negro, y me miraban con una sinrazón animal. Los gruesos tendones rojizos de sus miembros se definían con precisión bajo una piel translucida y grisácea. Las uñas eran garras azules y afiladas. El porte general se asemejaba al de una horrenda bestia a punto de saltar sobre su presa. Era Georgina, sin duda. Era, también, un monstruo. Que se aproximaba a mí lentamente.

Comencé a gritar aterrorizado, mientras me apretujaba contra una esquina de la cocina. Se acercó, respirando de forma ruidosa. Estaba ya a medio metro y comenzaba a levantar un brazo, cuando acerté a decir, con una voz lastimera y aguda hasta el patetismo: «Georgina... soy yo». 

Se detuvo y se quedó mirándome. Creí ver en sus pupilas un débil brillo de entendimiento. Comenzó entonces a respirar con más lentitud. Creo que de alguna manera logró reconocerme, desde el fondo de su alma irracional. Aquella noche no me devoró. Su ansiedad bestial disminuyó gradualmente, hasta que, como una sonámbula, regresó al lecho. Yo me quedé hecho un ovillo sobre mi propia orina en el suelo de la cocina, sin valor para nada más que no fuera temblar y gemir. Al amanecer recolecté un mínimo de valor y me acerqué al dormitorio, trémulo y confuso. Allí encontré a mi esposa, a mi dulce Georgina, durmiendo plácidamente. Me dirigí entonces al salón, todavía muy asustado.

Cuando despertó, se alarmó al verme en tan lamentable estado. Le conté entonces lo sucedido de forma atropellada. Ella abrió desaforadamente los ojos; hundió el rostro entre sus manos; sollozó; me pidió perdón. Luego me explicó, entre hipidos y lamentos, que aquella transformación le sucedía desde que se hiciera mujer. Que tenía tanto miedo a perderme que no había tenido el valor de contarme. Que había supuesto, de manera ingenua, que la vida conyugal aplacaría su estigma. Volvió a llorar. Me pidió perdón de nuevo. Me pidió que no la dejara.

No lo hice, por supuesto. Amaba a Georgina. Y la convivencia, como bien sé, está hecha de pequeñas concesiones por ambas partes. Mi esposa se transformaba por las noches en un ser del inframundo. Bien, ¿acaso iba a abandonarla por ese detalle? Por supuesto, mi sueño desde ese día pasó a ser muy ligero. Y eso hacía que me despertara con frecuencia y que coincidiera con ella. Con la otra, quiero decir, porque la transformación sólo ocurría de noche, y, desde aquel primer encuentro, casi a diario. Por suerte, comprobé con alivio que yo no corría riesgo: mi esposa nocturna no me consideraba ni un enemigo, ni alimento.  

Logramos, con el paso de los días, alcanzar un equilibrio en aquellas extrañas noches. Hasta tal punto, que, por insólito que parezca, empecé a tomar cierto gusto a compartir ocasionalmente algunas horas de la madrugada con aquel ser inaudito. La otra Georgina se mostraba inesperadamente melancólica. Observaba los objetos cotidianos con curiosidad, mientras gruñía suavemente. No quería nunca salir de casa, pero se acercaba a la ventana, y miraba absorta el cielo estrellado. Cuando yo le hablaba, con dulzura, solo distinguía mi tono de voz, como los animales. Al cabo de unas horas siempre retornaba al lecho. A la mañana siguiente nunca recordaba nada. Con el tiempo, y por repetitivos, dejé de relatar a mi esposa los eventos nocturnos. Asumimos con naturalidad la realidad, y seguimos adelante.

Sin embargo, aunque se suele decir que la naturaleza humana es impredecible, en el caso de los hombres resulta tristemente pronosticable: a los pocos meses de la nueva situación, comencé a desear a la otra Georgina. Tantas horas de cercanía en las horas nocturnas habían convertido lo que antes me aterrorizaba, en una presencia cercana, y finalmente, en objeto de mi ansia sensual. Soñaba con conocer el tacto de su piel traslúcida, y acariciar aquellos insólitos pechos con venas esmeralda, hundiendo mi rostro en su esternón. ¿A qué sabría su boca oscura? En definitiva, quería hacer el amor a la contrahaz de mi esposa. Por supuesto, no le dije nada a su versión humana. Intenté negar mis propios instintos, avergonzado. Todo fue inútil. Era un deseo irreprimible, y así me lo reconocí a mí mismo. Decidido entonces a actuar, busqué asesoramiento. Pero ni en la Biblioteca Nacional ni en internet encontré nada relacionado con cómo cortejar a una mujer-demonio. Lo que yo ignoraba por entonces es que a esas alturas la atracción era ya mutua. Todo se inició de forma sencilla. Una noche, la otra Georgina se aproximó a mí más de lo habitual, y comenzó a olerme con interés el cuello y las axilas. Noté cómo su respiración se agitaba. No negaré que yo también me excité. Extendió entonces un brazo. Rasgó mi pijama con sus garras y me trituró un hombro. Chillé, loco de dolor. Ella tomó mi alarido como una muestra de reciprocidad. Me levantó en vilo, soltó un grito gutural y me lanzó alegremente contra el mueble del salón. Mi cuerpo rompió dos estanterías y los libros se desparramaron por el suelo. A continuación, saltó sobre mí con una mueca feroz que quise interpretar como una sonrisa. No me extenderé en detalles, por lo demás privados. Diré sólo que nuestro primer encuentro sexual fue parecido a un espectáculo de lucha mexicana en el que los contendientes se hubieran excedido con las metanfetaminas. 

A la mañana siguiente, tenía el rostro amoratado, el labio superior partido, una posible fisura en la vértebra L2 y el cuerpo lleno de pequeñas heridas. Aunque no hubiera tenido tales secuelas, le habría confesado igualmente los hechos a mi esposa. Sentía que la había engañado. Con ella, sí, pero traicionado, al fin y al cabo. Su primera reacción fue de estupor. Durante unos instantes no pudo articular palabra. Comenzó a mirarse sus manos, con alguna uña rota. Luego sus pechos. Luego me miró a mí. Estalló entonces, para mi enorme sorpresa, en una sonora carcajada. «Si vas a serme infiel, mejor que sea conmigo» dijo, con un tono un tanto travieso. Y continuó luego con nuevas carcajadas, que casi le hicieron ahogarse. Solo me puso tres condiciones. Que al igual que respetaba sus deseos durante el día, hiciera lo mismo por la noche. Que no la manipulara aprovechándome de mi raciocinio. Que no me acabara gustando más la otra que ella. No hace falta decir que acepté alborozado. El destino ordenaba de nuevo las piezas del tablero. Pero nada es nunca como uno espera, y un retazo de la oscuridad acaba siempre por alcanzarte, ¿verdad?

 Nuestra casa, como he mencionado, estaba situada en los suburbios de la ciudad, a los que las rutas de la policía apenas llegaban. Por ello, sentía en ocasiones que podíamos estar en cierto riesgo. Esta sensación se acrecentó cuando comencé a ver, algunas mañanas, una furgoneta gris parada no muy lejos de nuestra casa. Debería haber sospechado algo. Debería. Un día de invierno en el que me demoré mucho en el trabajo, llegué a mi hogar cuando el sol ya se estaba poniendo. Vi entonces la furgoneta, aparcada enfrente de la puerta. Encontré forzada la cerradura. Entré alarmado, y en el interior descubrí el horror. Había dos extraños en el salón. Uno de ellos tenía un lazo de captura de perros en la mano. El otro sujetaba una gran saca. Nuestro secreto nunca había sido tal; estaban cazándola como a un animal. Georgina lloraba y se acurrucaba, al borde del ataque de nervios. Al verme, el de la saca dijo con frialdad: «Date prisa. Antes de que se transforme. Este ejemplar vale la pena». Les grité que nos dejaran en paz. Entonces el tipo de la saca me fracturó el hueso nasal con un puñetazo. Me quedé trastabillando mientras sangraba. Me golpeó luego el estómago, dejándome sin resuello. Me alejé torpemente de él; agarré como pude la lámpara de una mesa y se la tiré a la cabeza. Se protegió con las manos, pero no pudo evitar que le hiciera un corte en un pómulo. Mostró entones una sonrisa siniestra, mientras sacaba lentamente un cuchillo de su bolsillo trasero. Con fría profesionalidad me hizo un tajo en el brazo derecho. Chillé ridículamente mientras me tapaba la herida con una mano. Comenzó a hacer una perversa danza a mi alrededor, mientras seguía haciéndome tajos, uno tras otro, con calma, siempre sonriendo. Chas, chas, chas. Su colega también reía; ya había conseguido lazar a Georgina, y se estaba divirtiendo. Yo grité desesperado:

—¡Georgina! ¡Ayúdame! ¡¡Ayúdame por Dios!!

Mi mujer estaba en estado de shock, medio ahogada por el lazo. El sol no se había puesto del todo. Y yo, yo estaba aterrorizado. Mi agresor agarró entonces el cuchillo como quien sostiene un picador de hielo. Se disponía a darme la puñalada final.

Nada importaba ya; nada me costaba hacer una última apuesta. Me abalancé hacia Georgina, abrazándola con rudeza, y con mi mano derecha le herí la espalda empleando las fuerzas que me quedaban. Las uñas de mis dedos índice y medio se partieron mientras desgarraban su epidermis. Ella aulló salvajemente. Mis energías me fallaron, y todo se apagó para mí.

Cuando desperté, débil y aturdido por efecto de los cortes, lo primero que vi fue el rostro de mi esposa lleno de moratones y pequeñas heridas, que ella se intentaba limpiar con calma. Estaba hecha un eccehomo. El resto del panorama era desolador. Los cadáveres de los dos hombres estaban despedazados. Sus vísceras, repartidas por el suelo como piezas de un puzle siniestro, parecían haber sido parcialmente devoradas. Georgina me sujetó entonces la cabeza con ternura, y me dijo con voz queda y triste:

—Amor, ¿cómo estás? 

—Nos has salvado, vida mía. No te preocupes, todo va a salir bien —repuse.

—No, no, estás equivocado. Es tu amor el que nos ha salvado —dijo ella con dulzura—. Querido, esto no lo hecho yo. Lo has hecho tú. Eres el que se ha transformado.

No podía asimilar lo que me estaba diciendo. Pero entonces volví a mirar los cadáveres. Reparé entonces en el sabor extraño y amargo que tenía en la boca. Y en la sangre de mis uñas. Dios.

—Hacer el amor con mi otro yo ha hecho que te transmita mi estigma —prosiguió mi esposa—. Lo llegué a intuir en algún momento, pero... No quería perderte. Eres mi vida. Eres la primera persona que me ama como soy. Perdóname.

Me quedé conmocionado. Recordé entonces la profunda oscuridad en la que me había hundido. No había sido un simple desmayo. Era mi nueva naturaleza, emergiendo por primera vez desde los pliegues más oscuros de mi alma. O, tal vez, desde el amor infinito que sentía por aquella mujer. Nuestra relación acababa de dar un nuevo paso, extraño y sobrecogedor. Y aun confuso y aturdido, estaba dispuesto a afrontarlo.

Georgina se puso entonces la mano en el vientre con delicadeza. 

—Hay algo más, amor mío. No nos has salvado solo a nosotros. También a él.

Georgina estaba embarazada. 

Han pasado tres meses desde entonces. Enterramos los restos de aquellos bastardos en el jardín interior; nadie los echará de menos. No sé con cuál de las dos Georginas concebí nuestro hijo. Ni cual será la que dé a luz. O quién le dará el pecho. ¿Seremos buenos padres? ¿Será nuestro hijo como nosotros?  La verdad es que todas estas cuestiones me parecen cada vez más pueriles. Sé que ambas versiones de mi esposa serán madres maravillosas. 

Y yo les seguiré queriendo, feliz, por el resto de mi afortunada existencia.

 

 

Consigna: Relato de hasta 4 hojas, tema libre

Seudónimo: Igor Náhuatl

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