jueves, 26 de noviembre de 2020

La respuesta (Sauce en el agua)

 

Todavía lo recuerdo como si fuera ayer: era un tonto adolescente que tenía una hermosa existencia con sus padres y no la valoraba. La vida en el campo era aburrida y sin sentido: eso llegué a creer con vehemencia.

Yo estudiaba en una escuela rural. Sólo éramos doce estudiantes de diferentes edades y un maestro que llegaba montado en un burro. Yo anhelaba asistir a un colegio de mayor prestigio y obtener más conocimientos.

Aparte de los pocos libros que teníamos en casa, mi escape de la realidad era cuando papá me prestaba la camioneta y me mandaba a comprar víveres a la central de abastos de la ciudad. Aprovechaba ese tiempo para entrar a los bares a mirar chicas y beber uno que otro trago. En uno de mis últimos deslices tomé más de la cuenta y me gasté todo el dinero que estaba destinado para la comida de la semana. Había regresado ya entrada la noche al pueblo. No pude ver a un toro que cruzaba la carretera.

El vehículo quedó destrozado. El cinturón de seguridad me salvó la vida de milagro. Del pobre animal mejor ni hablemos.

—Su hijo conducía en estado inconveniente —le dijo el comisario a mamá—. Arrolló al toro de doña Julia y lo hizo pedazos.

—Deje que pase la noche aquí para que aprenda la lección —le respondió mamá—. Necesita meditar un poco y que se le baje la borrachera.

—Pero mamá, no es justo, era sólo un toro estúpido.

—¿No es justo? La camioneta de tu padre quedó inservible y casi te matas.

—¡Ya estoy cansado de vivir en este rancho que huele a mierda de cerdo! ¡Estoy harto de levantarme a las cinco de la mañana! ¡Ya no quiero ordeñar vacas! ¡Estoy aburrido de la misma gente ordinaria!

—¡Eres un grosero! No valoras el esfuerzo que hacemos por ti. Algún día te vas a arrepentir de tus palabras.

El comisario nos miraba de reojo, mientras fumaba un cigarrillo.

—Pues me quiero largar de aquí. Tiene que existir algo mejor que vivir entre vacas, perros, árboles y… la nada.

—Entonces estudia, prepárate y vete a una ciudad grande, hijo. Nosotros no te vamos a detener. Sólo queríamos estar a tu lado. Busca un mundo mejor al de nosotros. Trataré de ayudarte para que cumplas tus sueños. Por lo pronto, pasa buenas noches.

Me recosté en el catre. Las lágrimas de coraje e impotencia inundaron mi rostro. Miré los astros a través de la ventanilla de la celda. Imaginé que saltaba de estrella en estrella y que visitaba otros mundos, otras galaxias, que entraba y salía por agujeros negros, que conocía seres extraordinarios y que ellos me relataban historias increíbles y que respondían a todas mis inquietudes y dudas existenciales.

Entonces supe que quería ser un cosmonauta. Mamá vendió algunas tierras y me dio dinero suficiente para que me fuera a la capital a estudiar lo que yo deseaba. Me esforcé tanto que después conseguí una beca y me fui al extranjero a seguir con mi preparación universitaria. Después de años de sacrificios logré mis objetivos, conseguí salir de la Tierra en busca de otros horizontes y nuevos significados a la vida. Tenía que haber algo más grande que una burda existencia rutinaria. Necesitaba respuestas.

 

 

Ahora estoy en la estación espacial. El lugar es reducido. Llevo meses recluido en este sitio. Lo debo confesar: el aislamiento me está volviendo loco.

Me acuesto en la camilla y amarro mi cuerpo con las correas. Observo por el ojo de buey y admiro los puntos luminosos que parpadean y unas luces que parecen libélulas fluorescentes. Algunos recuerdos me vienen de repente la cabeza como un rayo láser que atraviesa mi cráneo y que funde mi cerebro. Una gotita flota cerca de mi ojo: es una lágrima que se escapó de mis recuerdos.

—Hola, Joaquín —me habla el jefe por el dispositivo. Su voz se nota agitada—. ¿Estás ahí?

—Aquí estoy.

—¿Por qué no contestas?

—Perdón. Estaba distraído, pensando cosas, enclaustrado en mi mundo, ya sabes.

—Nada cambia.

—¿Cómo sigues de salud?

—La verdad es que estoy mal. Alguien más me va a suplir.

—¿Por qué?

—Joaquín, estoy en las últimas, no la voy a librar, ¿no escuchas mi voz? Apenas puedo hablar. Estoy débil. No puedo respirar sin un tanque de oxígeno.

—¿No te has curado todavía? ¿Y el tratamiento?

—No, nada funcionó. Esto es más grave de lo que pensábamos. El aislamiento no ha servido de nada. La gente está muriendo en sus casas, en los hospitales y ahora en las calles…, estamos muriendo, mejor dicho.

—No, no puede ser. ¿Y la vacuna?

—No sirvió, Joaquín. Ninguna vacuna sirvió.

Pienso en mis padres, pero no tengo el valor de preguntar por ellos.

—¿Sigues ahí, Joaquín?

—Aquí sigue una parte de mí.

—Pronto regresarás a la Tierra. No le veo el sentido a que continúes con la misión en la estación espacial.

—¿Tan grave es?

—Mucho más de lo que te imaginas.

Suspiro. Carraspeo antes de formular la pregunta:

—¿Y mis padres?

—Me duele decirlo, y perdón por darle vueltas al asunto. Quería preparar el terreno para que la noticia no te cayera de golpe.

—Sólo dilo, vamos.

—Murieron.

—Necesito hablar con el comisario del pueblo. Quiero saber dónde los sepultaron y…

—También murió el comisario. Toda la gente de tu pueblo falleció. Y cuando regreses, me temo que te pasará lo mismo. El destino ya está escrito: nos quedan pocos meses.

—Quiero retornar lo más pronto posible. Deseo volver a casa.

—Aquí te esperamos; ojalá que me alcance el tiempo para poder verte. Me despido. No me siento nada bien. Sólo vine a informarte.

La llamada se corta. Me quito los amarres. Floto cerca del ojo de buey. Pego la cara en el cristal.

Quisiera saltar de estrella en estrella y volver a mi planeta una vez más, regresar el tiempo, tomar el viejo autobús destartalado del pueblo, que el chófer me haga un saludo marcial, bajar a un lado de la carretera, caminar por el sendero que lleva a casa, admirar los valles verdes, caminar entre vacas y cabras, escuchar el silencio del campo, sentir el viento en mi cara, saludar a la gente callada que monta sus caballos, distinguir a lo lejos el viejo tractor de papá, acariciar la oreja de nuestro perro guardián que me recibe al llegar, abrir el cerco de palos y alambres, entrar al patio delantero, girar el pomo de la puerta y escuchar su típico rechinido, oler la comida que se cuece en la olla de barro, observar los retratos en blanco y negro de los abuelos, y por supuesto, ver a mis padres, acostarme en los muslos de mamá y que me ponga la mano en la frente para reconfortarme, que papá me pregunte que si quiero tomar un café recién molido antes de ir a la escuela y contestarle que por supuesto, simplemente añoro estar con esos seres extraordinarios. Sin tan sólo pudiera volver y valorar aquellos momentos inolvidables. No cabe duda, todas las respuestas están al lado de la gente que amas.

Abro la escotilla. El alma se me llena de melancolía. Salgo. Floto en medio de la oscuridad, en medio de la nada. Me pierdo en el infinito. Ya no me importa nada, ya tengo todas las respuestas.

—Pronto estaré con ustedes.

Orbis vacui (Tulipán Negro)

 

Desierto de Atacama. Bien entrada la noche.

Un grupo de jóvenes impúberes canta en mitad de la nada. Ataviados con gruesas prendas de piel de zorro, chinchilla y vizcacha están sumidos en una especie de sueño colectivo. El silencio les envuelve con un fino manto de escarcha. La temperatura roza los 20 grados bajo cero, pero ellos parecen obviarlo. Incluso, los de edad más avanzada, están sudando.

El mayor todavía no alcanza los doce años. Levanta la vista al cielo en un gesto casi involuntario y su corazón deja de estremecerse por un segundo. Tiene un motivo de alegría al fin. La vía láctea en todo su esplendor se muestra majestuosa esa gélida noche de verano. Mateo, el más joven, le lanza una mirada reprobatoria y continúa liderando el cántico con su fina voz y sus pequeñas manitas de chiquillo.

 

Islas Shetland. Enero de 2028.

Mai mira fijamente el fuego. El barco vikingo arde en la noche brindando calor y abrigo a los pocos asistentes a la fiesta. En sus pupilas se refleja el destello anaranjado de las llamas provocando que una lágrima caiga resbalando poco a poco por su mejilla. Los cánticos que tradicionalmente acompañan el ritual resuenan en su cabeza como pedradas. Se lleva celebrando durante siglos y, en otros tiempos, toda la población salía a las calles a beber, bailar y ataviarse con las prendas de sus antepasados vikingos. Ahora, una pandilla de no más de cuarenta chiquillos intenta loar a sus antiguos dioses con las rodillas peladas.

Cailean vuelve a explicar a Mai que no es culpa suya. Que es lo que tienen que hacer. Seguir el Mandamiento. Ella cumplirá doce años en cuanto el reloj marque el paso al día siguiente. Que ella ya sabe que no tiene escapatoria. Que es el Mandamiento o el exilio. No hay que dar vueltas a lo que es como es. Que lo que pasó, pasó, y así deben afrontar el futuro que la generación de sus padres les legó. Que, claro que sí, que ella es inteligente y sabia, que él recordará por siempre sus cabellos dorados al salvaje viento del norte. ¿Pero acaso alguien prefiere una muerte incierta a manos de seres del temido Inferno al que tantos autores dedicaron sus novelas de aventuras a un adiós dulce y sagrado?

Mai asiente. Lo sabe. Los efectos secundarios de la vacuna fueron devastadores para la población adulta. La cura milagrosa que iba a salvar a la humanidad del virus letal que la azotaba se volvió en su contra. Comenzaron a morir los ancianos y enfermos. Las mutaciones fueron sucediéndose más adelante una tras otra también entre la población más joven hasta acabar con todos ellos. Todos menos los niños. Tuvieron que ver cómo sus padres y abuelos se transformaban de la noche a la mañana en bestias con cuatro brazos, ocho piernas, cráneos que explotaban en plena calle cuando el componente letal de la vacuna llegaba al cerebro. Lo peor era la sed. La sed insaciable de carne y destrucción. Ya no eran sus familiares, eran monstruos. Intentaron sobrevivir en la tierra, pero la mutación se lo impidió y solo pudieron subsistir bajo el agua. Allí habitan desde entonces, matándose los unos a los otros para sobrevivir.

Cailean y Mai están rodeados de agua. Están rodeados de esos seres que pudieran ser mitológicos y terribles. Los seres más violentos y hambrientos habitan allí y ansían alimento fresco. Si opta por el exilio, vagará sola por las tierras del norte, las tierras a las que ni siquiera las rudas pescadoras de la comarca costera de Norwick osan pisar.

Cailean alza el rostro y busca el de Mai. Ella le dobla la edad y piensa en qué sucederá cuando le llegue a él la hora.

 

Aranos, región de Hardap. Namibia.

—¿Por qué a los doce? ¿Por qué no un poco más? —pregunta en voz alta Ndella.

—Porque es la edad a la que comienza la maldición, hermana —contesta Acha acuclillada sobre la tierra roja.

Ndella quiere contestarle que ya, que ya lo sabe, que era una pregunta que lanzaba al viento o a la tierra o al dios del Este de donde todo viene y a donde todo vuelve, pero calla. No quiere poner más nerviosa a su hermana. Sabe que llega un momento en que la vacuna que les pusieron de niñas es letal. Lo han visto. Comienzan a aparecer protuberancias por todo el cuerpo, el cráneo se deforma, las manos se transforman en garras o algo peor, muñones, articulaciones imposibles. Dientes afilados emergen de sus bocas y algunos acaban arrastrándose como serpientes quebradas o a cuatro patas como búfalos desfigurados. Muchos mueren. No soportan el dolor de la transformación. Los que consiguen seguir viviendo, buscan agua para seguir respirando. Es lo único que ha salvado a su pueblo.

Acha guarda un secreto. Hace dos lunas que comenzó a sangrar como lo hacen las mujeres. No lo sabe ni su hermana melliza. Habría supuesto adelantar el sacrificio y no es lo que desea. Acha desea enfrentarse a la muerte de la mano de su inseparable Ndella. Nacieron juntas, y juntas morirán. Sus tumbas estarán una junto a la otra orientadas hacia el este, como manda la tradición, y serán felices sus almas allá donde todos vuelven. Desde hace unos días oculta bajo sus ropajes un bulto enorme que le ha salido en la cadera. Sufre dolores de vez en cuando y siente que está dejando de ser ella. Su agresividad se acrecienta con el paso de los días y algún colmillo nuevo le ha aparecido. Está deseando con todas sus fuerzas que pase la noche para morir dignamente y no hacer daño a ningún niño de su pueblo. Bajo la misma manta, se abrazan.

***

 

La humanidad no tiene futuro. La humanidad murió cuando perdieron la posibilidad de perpetuar la especie. Cada vez son menos. Los chiquillos cuidan unos de otros como hermanos. Juegan, se ríen, corretean por las tierras rojas del desierto de Kalahari; gritan e inventan historias sobre antiguos vikingos empuñando una lanza de madera; se cuentan historias imaginadas a la luz de la hoguera en mitad de la nada. Pero también crecieron a velocidad de vértigo. Aprendieron rápido a sobrevivir recolectando plantas, frutos, cazando pequeños animales. Luego algunos más grandes. Son más sabios que cualquier antepasado suyo. Sus almas son más viejas que las de las mismísimas cimas de los Andes.

Víctimas de no se sabe bien qué, viven hasta la edad marcada por la experiencia. Entonces, los demás niños, tras besarles los pies y ungirlos con aceites, acaban con sus vidas lo más rápidamente posible para poder enterrarlos.

Llegará un día en que todo esto termine y en la Tierra solo habiten en las aguas los monstruos que todos llevamos en nuestro interior.

La humanidad ya no sale de esta (Kitasato)

 

-          (Continuación de la historia “El moldeador” en la fase de los relatos de terror).

Aquella cosa no hacía más que reproducirse exponencialmente. Tras aquella primera tormenta, las desgracias alrededor del mundo no habían hecho sino aumentar. Las noticias solo giraban en torno al tema. Hasta que dejó de haber noticias. Los moldeadores lo arrasaron todo. Acababan con todo tipo de vida humana que encontraban a su paso. Las fuerzas militares de todo el mundo intentaron detener a los primeros monstruos sin éxito alguno. Los que tuvimos suerte, conseguimos huir de las zonas pobladas, evitando cualquier población, pues eran el destino favorito de los moldeadores.

¿Qué era lo que ocasionaba el nacimiento de un nuevo moldeador además de las tormentas? Fue lo que más nos costó averiguar. Pero tras años de ensayo, error y mucha observación, conseguimos saber que era una bacteria mutada que se originaba en los ganados ovinos. Debían reunirse varios millones de bacterias y aplicarles una potente descarga energética para multiplicar su reproducción. Y para conseguir esa cantidad de bacterias eran necesarias varias ovejas muertas. Así fue como comenzó el desastre.

Además, tuvimos que dejar de comer cualquier alimento de origen animal, ya que la bacteria podía infectar a otros animales e incluso a humanos si habían ingerido carne contaminada. También así fueron desapareciendo las personas. Otros moldeadores utilizaban sus cuerpos de base para la creación de un nuevo monstruo; podían oler cuáles eran los adecuados.

Muchos de los refugiados murieron por desnutrición al no poder comer nada de origen animal. Las vitaminas eran necesarias y las farmacias eran inaccesibles para la mayoría. Las ciudades se iban quedando vacías a medida que los moldeadores pasaban por allí. El campo era nuestra única opción. Los cultivos y los árboles frutales eran lo que nos mantenía con vida.

Los países con tormentas recurrentes eran donde los moldeadores más abundaban. Así que muchos emigramos al sur, donde las bestias habían conseguido llegar pero no eran tanta cantidad.

La única forma de matarlos era prendiéndoles fuego, así que en los refugios de supervivientes teníamos gasolina y pedernales. Habíamos llenado las pistolas de agua, con las que solíamos jugar antes del desastre, de gasolina y habíamos ideado sistemas de prendido rápido en los cinturones de los pantalones. De esa forma podíamos disparar gasolina y coger una planta enganchada al pantalón de forma que, al sacarla, prendiese inmediatamente con el pedernal y poder lanzársela al monstruo.

Éramos una colonia de unos treinta, bien organizados y con unas tareas definidas. Entre todos habíamos elegido democráticamente al líder: Mathew. Era un hombre humilde y con experiencia en el combate, pues había sido militar. Yo le admiraba muchísimo. Sabía escuchar y dar consejos y podías acudir a él si te ocurría cualquier cosa. Era como el padre que un día me fue arrebatado por un moldeador.

Había tenido la oportunidad de buscar a mi padre, aunque fuera para enterrarlo, ya que sabía dónde el moldeador lo tenía encerrado. Pero preferí no hacerlo. Conocía lo que aquellas cosas eran capaces de hacerles a los humanos si no los mataban para hacer otro clon. No aguantaría ver a mi padre en esas condiciones. Mathew me acompañó durante años en mi duelo y supo criarme a pesar de no ser su hijo. Juntos fuimos los que ideamos los sistemas para prender fuego a los intrusos. Otros habían sugerido lanzallamas, pero el fuego no se esparciría por el objetivo como lo hacía la gasolina.

Una vez pensé que iba a perderlo. Fue en una misión para coger barriles de combustible. Esa vez yo no fui; me quedé ayudando en el campo. Cuando llegó el grupo de expedición, hubo revuelto por su llegada. No era un revuelto de alegría, sino de alarma… Salí corriendo temiéndome lo peor. Atravesé a empujones la multitud que rodeaba a los recién llegados y ahí lo vi. Mathew, tendido en el suelo, respiraba, pero tenía las piernas totalmente quemadas y gemía de dolor. A su lado yacía, en un estado lamentable, uno de los compañeros que más lo ayudaba en estas misiones, Luke, quien había realizado un acto heroico según los demás acompañantes de la misión y se había sacrificado por Mathew. 

Al líder lo trasladaron a la enfermería y ahí pasó semanas hasta que pudo volver a andar. Al parecer se habían cruzado con un moldeador y, al intentar dispararle con gasolina, Mathew había tropezado y parte del combustible se había derramado sobre él. Luke lanzó, sin saber que había gasolina sobre Mathew, un trozo de hierba ardiendo sobre el moldeador. La bestia prendió, pero también lo hizo el rastro de líquido que  llegaba hasta los pantalones del líder. Consiguió levantarse y huir unos pasos antes de desplomarse por el dolor. También había recibido un zarpazo de una de las extremidades de la bestia en el brazo izquierdo; un mal menor comparado con el panorama de sus piernas. Afortunadamente, el soplo de la bestia no lo había alcanzado. Sin embargo, mientras el monstruo había estado ardiendo, había desprendido su aliento, el cual había alcanzado a Luke de lleno cuando se dirigía a ayudar a Mathew. Luke se había desplomado, pues todo su cuerpo se había reblandecido a causa de la respiración del moldeador y no podría mantenerse en pie. Ni siquiera moverse.

El resto de compañeros los trajeron entre todos. Luke apenas podía hablar, solo emitía un aullido de lamentación. Estaba suplicando que lo matasen. Nadie se atrevía a matarlo. En primer lugar, porque un cuchillo no agujerearía su cuerpo en aquel estado y, en segundo lugar, porque todos le teníamos mucho cariño. No tuvimos más remedio que sedarlo e incinerarlo. Hacía tiempo que no teníamos ninguna baja y no encontrábamos más supervivientes en las expediciones que hacíamos. Fueron unas duras semanas.

Cuando Mathew se recuperó por completo, quiso ir en busca de medicinas. Se habían gastado casi todas con él, evitando infecciones y cicatrizando las heridas. Me pidió que lo acompañase junto a los otros exploradores. La misión fue sin incidentes. Habíamos ido a las casas circundantes, deshabitadas, donde, al parecer, había vivido una familia de médicos y veterinarios. No había ni rastro de las bestias. Cuando salíamos de la última de las casas, Mathew silbó fuertemente. Le mandamos callar y nos sorprendimos por tal falta de sentido común. Él dijo que era para llamar la atención de los posibles supervivientes, ya que necesitábamos ampliar la plantilla.

Acabamos de llegar al campamento con suficientes medicinas para varios meses. Todos nos han recibido con alegría. La cena ha estado deliciosa: berenjenas con romero y cebollas. Nos hemos quedado hasta tarde cantando y riendo. Ha sido una noche como las que hacía años que nadie tenía. De vez en cuando, es bueno desconectar de los desastres.

En medio de la noche me despiertan unos gritos y una luz naranja. Salgo de la tienda corriendo y veo a todo el mundo huyendo despavorido. En medio de las llamas, distingo a Mathew, a cuyas espaldas se encuentran dos moldeadores.

-¡Corre! -grito-. Mathew, ¡vete!

Él se ríe y lo miro desconcertado y asustado.

-¿No lo ves? -me dice-. ¿No ves que ahora soy su amo?

Ese no es Mathew. Algo le ha cambiado.

-El día en el que Luke se sacrificó por mí -continúa-, uno me arañó en el brazo. Me infectó. Ahora puedo controlarlos mentalmente, me obedecen, hijo. Los he llamado hoy en la expedición. Sentía su llamada y ellos la mía. Sospechaba que algo me había ocurrido aquel día. Ahora lo sé. Ven conmigo, hijo.

Tiende su mano hacia mí y sin darme tiempo a responder, uno de los dos moldeadores se acerca a él y le echa el aliento encima. Mathew se deja moldear hasta convertirse en una corona que la bestia se coloca sobre la cabeza.

Nos ha traicionado. Mi mejor amigo, mi padre adoptivo, mi todo. Me ha traicionado. La humanidad ya no sale de esta. No hay esperanza. No hay confianza. No hay nada a lo que agarrarse ya.

Caigo de rodillas al suelo, impotente, y la bestia se acerca a mí.

Biohazard (Larcen)

 

Nunca había tenido que esconderse durante tanto tiempo en un mismo sitio, pero la presencia de los tres conversos que rondaban por la tienda le habían obligado a hacerlo.

Se suponía que aquella zona estaba despejada, por lo que entró solo y le había dejado a Helen sus armas.

El pequeño hueco del cierre le había impedido entrar con todo su equipo, por lo que se lo dejó a su compañera. Una vez en el interior, mientras buscaba comida, tres infectados se acercaron a la puerta y bloquearon su única vía de escape.

No sabía cómo se habían quedado atrapados allí aquellos zombis, pero tampoco le importaba. No podía librarse de ellos sin sus armas, y en aquella tienda de comestibles no había nada con lo que luchar; por lo que optó por esconderse en aquel almacén hasta tener vía libre, o hasta que Helen se diera cuenta de que estaba en peligro y entrara en su ayuda. Entonces cayó en la cuenta de que si la mujer no había entrado ya a buscarle, eso significaba que ella se encontraba también en peligro. ¿Aquellos malditos críos los habían engañado y la zona no estaba despejada de conversos?

No podía contar con más ayuda que su ingenio y la suerte.
Miró en derredor buscando algo que pudiera utilizar para librarse de aquellos tres muertos vivientes. Con sumo cuidado para no hacer ruido que atrajese a los depredadores, recorrió el almacén sin encontrar ningún objeto que pudiera usar como arma.

Por fin su ingenio actuó. Encontró un palo de escoba que le serviría para salir de allí con vida. También encontró una cuerda fina de atar paquetes y una caja entera de latas de conserva. Legión le había enseñado que bien tirada, una lata de conserva o refresco podía ser un buen arma contra los conversos si se les acertaba en la cabeza. Abrió la caja y comenzó a coger latas. Si se le caían estaba perdido.

Salió del almacén con una lata en la mano y el palo de escoba en la otra. Llevaba un extremo del cordel anudado a una pierna. Se colocó cerca de la puerta y lanzó la primera lata. No hizo blanco y el ruido atrajo la atención de los zombis. Los tres se dirigieron hacia la puerta del almacén.

Entonces Riesco se escondió y dio un tirón al extremo del cordel que llevaba en su pierna. La otra punta estaba atada a una lata de conserva que hacía de base a una torre que había hecho con el contenido de la caja del almacén.

Las latas caídas hicieron un gran estruendo, por lo que los conversos acudieron al origen del ruido: el interior del almacén.

Una vez que el último zombi hubo atravesado el umbral, Riesco salió de su escondite, cerró la puerta y la atrancó con el palo de la escoba. Ahora podía salir de la tienda sin peligro.

Primero comprobó que el exterior estuviera despejado, y así era. Después salió del local y comenzó a buscar a su compañera y al grupo de muchachos que los habían acompañado hasta allí, pero no había ni rastro.

Miró por las calles colindantes y lo primero que vio fue su espada, la ballesta y la mochila que le había dejado a Helen. También estaba el macuto de la mujer y algún objeto de los cuatro chicos. Eso significaba que habían sido atacados por los conversos y habían tenido que irse de allí. Seguro que volverían a por él.

A pocos metros de su posición, un extraño sonido comenzó a oírse. Giró la cabeza y se encontró con uno de los chicos que habían conocido en Madrid. No recordaba su nombre, pero ya no importaba. El muchacho había sido mordido y se había convertido en un zombi.

Sería fácil librarse de él, por suerte, iba calzado con patines y no era capaz de ponerse en pie. Por humanidad (y por supervivencia) acabó con la agonía de aquel chico. No era la primera vez que tenía que acabar con un conocido y ya no le afectaba. Cogió la mochila y se la cargó al hombro. Sacó su cuchillo de caza y se lo volvió a atar al antebrazo. Ya no se separaría de él más veces.

Iba a coger algo del material del chico muerto, pero un disparo lejano le puso alerta. Estaba seguro de que era Helen la que lo había efectuado. En la ciudad los disparos sonaban diferentes, y aunque había sonado lejano, estaba seguro de que se encontraba más cerca de lo que pensaba.

No había estado nunca antes en Madrid, pero sabía que aquello era la Gran Vía; la había visto infinidad de veces en la televisión.

Un nuevo disparo. Provenía de la boca de Metro. Cogió su ballesta y comenzó a bajar las escaleras. Sin embargo, la puerta de acceso estaba cerrada. La figura de una persona apareció entre los barrotes de la cancela.

—Helen —llamó el chico. Pudo ver como algunos zombis se acercaban a su compañera. La mujer disparó de nuevo.

—¡Ayúdame! —pidió.

—Pero... ¿por dónde entro?

—Por la boca de Callao. Estas puertas están todas cerradas. Tienes que volver y buscar las vías de la línea 5 y venir hasta aquí. El camino está despejado; todos los conversos que había me han seguido a mí.

—¡Resiste! —le gritó el chico antes de echar a correr hacia la entrada que le indicó Helen.

Sin aliento, llegó a la entrada del metro de Callao. No recordaba haber corrido tan rápido nunca, ni siquiera huyendo de los conversos.

Se introdujo en el suburbano. Localizó la línea 5, de color verde claro, y siguió la dilección hacia el andén con sentido Gran Vía. De un salto aterrizó en la zona de los raíles y corrió en busca de su amiga.

Llevaba su espada lista para usar en caso de que algún zombi se cruzase en su camino. Sin embargo, no había infectados por el virus en el camino. Todos habían seguido a su compañera.

Cuando llegó a la salida en la que estaba atrapada Helen, se la encontró encaramada a lo alto de la reja de la puerta intentando escapar del alcance de una decena de conversos.

Riesco disparó su ballesta y derribó a un enemigo, rápidamente, recargó y eliminó a otro zombi. El resto se giró hacia él. Recargó nuevamente y disparó al enemigo que se había acercado más. Ahora los conversos estaban demasiado próximos para recargar.

Junto a su oído silbó un objeto metálico que había atravesado parte del pasillo y fue a hundirse en la cabeza de un muerto viviente. Riesco lo reconoció al instante: era un rodamiento de acero de los que utilizaban los miembros de Legión para eliminar a los infectados. Un bote de refresco cargado de cemento impactó en la cabeza de otro zombi, que cayó fulminado.

Legionarios, en formación —gritó el líder de la banda. El grupo, ahora formado por seis miembros, se colocó en la misma posición de ataque que ya habían visto Riesco y Helen varios días atrás en aquel parque de Princesa—. ¡Escudos!

Cuatro de los integrantes de Legión se quitaron las tapas de los contenedores que cargaban a la espalda y las colocaron en sus antebrazos. Cerraron filas en torno a los otros dos compañeros.

Riesco corrió y se parapetó tras la formación y colocó otro proyectil en su ballesta. Se puso en pie y disparó haciendo blanco en el ojo de un infectado.

Dos nuevas bolas de acero salieron de los tirachinas de los legionarios y acabaron con la ”no-vida" de sendos atacantes. La ballesta de Riesco entró de nuevo en juego eliminando al noveno rival.

El último de los zombis fue eliminado por Helen con un ataque por la espalda. Lo golpeó con la culata de su escopeta hasta acabar con él.

Los legionarios rompieron su formación.

—¿Estáis todos bien? —preguntó el líder de Legión. Todos afirmaron.

—¿Se puede saber dónde cojones os habíais metido? ¿Por qué me habéis dejado solo en aquella tienda? Había tres conversos y estaba desarmado —respondió Riesco enfurecido a la vez que empujaba a Tomás.

—No lo sabíamos, creíamos que era una “zona limpia" —se excusó el agredido. Estaba visiblemente turbado–. Tuvimos que irnos de allí porque nos vimos rodeados y pensamos que estarías a salvo en aquella tienda.

—Yo te dejé tus armas cerca por si salías, que las pudieras coger.

—Tenemos que continuar con nuestro camino a los laboratorios —cambió de tema Riesco—. En ellos debería estar almacenado uno de los componentes que necesitamos para seguir sintetizando la vacuna contra la infección.

—¿Cómo sabes tanto sobre la infección y la vacuna? —quiso saber el líder de Legión.

—La infección se inició el sitio donde yo vivía. Todo por culpa de un experimento que ayudaba a los soldados a resistir el dolor en caso de tener que entrar en batalla. Uno de los componentes de la sustancia que le inyectaban reaccionó con un microorganismo llamado Haematococcus pluvialis y que tiene el agua de rojo. Se da en altas concentraciones en la zona. Las dos cosas por separado no tienen ningún efecto negativo en el ser humano, pero combinadas han resultado ser mortales. O mejor dijo no mortales, porque ya veis que cuando estás infectado no puedes morir a no ser que te corten la cabeza o te aplasten el cráneo.

—Haremos todo lo que podamos para ayudaros a llegar hasta los laboratorios, pero a cambio queremos dosis de esa vacuna —exigió el líder.

—A mí me parece justo —intervino Helen estrechándole la mano al chico—. Una vez que tengamos los componentes, nos trasladaremos al laboratorio de Segovia donde está nuestro bioquímico. Allí os pondrá la vacuna y podréis traeros unas cuantas dosis para los vuestros.

—Entonces no perdamos más el tiempo. ¡Legionarios!, en marcha.

Riesco y Helen siguieron los pasos del grupo de muchachos.


El último superviviente (Ewatem)

 

La luz estelar que nos alimentaba va retrocediendo terreno mientras el tiempo pasa y la oscuridad quiere avanzar y tomar su lugar. En breve solo la noche me acompañará en este solitario paseo en el cual he aceptado la realidad. No me ha quedado más remedio. Tras no recibir desde hace muchos días ninguna señal del exterior, he comprendido que mi advertencia llegó tarde. Salvo yo, nadie más queda vivo en este planeta al que llamábamos hogar.

Llevo horas arrastrándome por la capital de nuestro reino, metrópolis gigante a juego con nosotros, segura y acogedora en su día, hoy desierto carente de vida. Admiro las enormes construcciones imperecederas que nos cobijaban, deambulo por amplios jardines donde antes todo era hermoso y cálido y ahora es frío y amenazante. Levanto la vista y observo como esas maravillas de la ciencia que nos dieron el poder de alterar aquello que nos rodeaba, ahora son máquinas paradas e inútiles. De nada sirvieron cuando el fin se interpuso en nuestro camino. Solo yo pude salvarnos, pero no fui lo bastante bueno. Pero en mi defensa alego que no todo fue culpa mía. Decenios de autocomplacencia nos habían convertido en una raza ociosa que vivía en una constante búsqueda del placer y el entretenimiento. Ya nada removía nuestra alma. Nada despertaba a nuestra curiosidad de su eterno letargo. Y lo pagamos con creces.

De pronto, una nube descarga sobre mí un torrente de agua al que mi traje hermético que llevo impide alcanzar parte alguna de mi cuerpo. Por lo que veo, el centro de control del clima tampoco está operativo ya. La naturaleza, aun habiendo sufrido el mismo cambio radical que ha acabado con nosotros, seguirá su curso. Se adaptará y sobrevivirá, algo que no hemos hecho nosotros. Nadie pensó, cuando todo empezó, que acabaríamos así, aniquilados casi por completo. Cuando yo muera, sí que podremos dar carpetazo a nuestra historia.

Ahora que sé cómo empezó todo es irónico no poder contárselo a nadie. Aún recuerdo como cada uno de nosotros, sin excepción, nos concentramos para celebrar la maravilla que nos regalaba el universo: una lluvia de meteoritos como jamás habíamos visto. El espectáculo fue grandioso, magnífico. Miles de minúsculos haces de luz salpicaron el cielo estrellado, inundando nuestras múltiples pupilas con una cascada de colores que se mezclaban en el infinito creando un manto de tal belleza que hizo aflorar, aunque solo fuera por un instante, un abanico de emociones perdidas en el recuerdo. Tras ese momento mágico en el que fuimos uno, la hermandad se esfumó y volvimos a nuestras vidas vacías. Y durante un tiempo todo siguió igual. Cada uno de nosotros continuó ensimismado en su complacencia, ajenos a lo que estaba por ocurrir.

A los pocos días, parte de la población comenzó a sufrir los primeros síntomas. Las leves afecciones que atacaban a nuestros sistemas respiratorios fueron derivando en graves mientras nuestros sanadores no eran capaces de atajar su evolución. Los ancianos fueron los primeros en caer y no supimos, o no quisimos, reaccionar. En esta mi última hora reconozco que nuestra soberbia nos jugó una mala pasada. Llegamos a pensar que tampoco pasaba nada si algunos viejos morían ya que nuestra longevidad, diez veces más larga que la de nuestros antepasados, nos hacía preguntarnos algunas veces si no merecía la pena auto infringirnos una muerte que nos sacara del hastío. Algunos incluso llegaron a declarar que ojalá la muerte viniera a por ellos. Su cobardía y nuestra religión les impedía suicidarse para escapar del aburrimiento, mal endémico de nuestra era. Así que este castigo divino fue incluso, para algunos, una bendición.

Pero cuando la muerte empezó a afectar, no solo a los más mayores, sino también a los pocos niños que nacían en nuestras clínicas de fecundación, aquellos destinados no solo a saciar el instinto, aún primigenio, de familia que algunos pocos sentían en su interior y que no habíamos sido capaces de erradicar, sino también para reemplazar a los que morían, la población comenzó a preocuparse. Ver como los pequeños se asfixiaban nada más ser sacados de las incubadoras fue un espectáculo que nos abrió los ojos. Fue entonces cuando todos quisimos reaccionar y buscamos en los antiguos y abandonados escritos, aquellos que permanecían acumulando polvo en los viejos archivos, las claves que dieran con el origen del mal que nos acechaba.

El problema fue que los primeros esfuerzos, tanto los de mis colegas como los míos, se enfocaron en buscar al patógeno que creíamos que nos estaba atacando. Era la explicación más plausible. Pero ese tiempo precioso que perdimos en la búsqueda de una quimera esquiva, que ahora sé que nunca existió, nos condenó. Con el paso del tiempo la franja de edad de los fallecidos iba ampliándose tanto por arriba como por abajo y llego el momento en que solo se mantenía viva una sexta parte de la población: los más resistentes y poderosos.

Decidido a vencer a toda costa al destino que nos acechaba, me encerré en mi laboratorio a cal y canto y puse toda mi mente y alma en encontrar la solución al drama que estábamos viviendo. Analicé múltiples variables, pero no conseguía nada. No podía imaginar que lo que me estaba rehuyendo yacía en las entrañas de lo diminuto. Solo cuando caí en la cuenta de que no era un agente externo lo que nos estaba matando, sino que era el aire el que se estaba convirtiendo en irrespirable, decidí dar un giro de ciento ochenta grados a mis hipótesis. Una vez descartadas las opciones lógicas, la deriva de mi mente me llevó a centrarme en lo ilógico. Analicé muestras de tierra, mar y aire y al fin encontré lo que nos estaba matando. Intente avisar a los posibles supervivientes: los líderes y sus allegados más íntimos. Les mandé un mensaje a través de todos los canales posibles, pero nadie respondió. Como después he podido comprobar, todos estaban muertos ya.

Yo me mantuve vivo gracias a que mi laboratorio tenía un sistema de regeneración autónomo que mantenía la atmósfera interior estable y respirable. Eso es lo que quise hacer llegar a mis conciudadanos. Que debían usar equipos de respiración portátil hasta que consiguiéramos revertir el proceso. Si es que eso era posible. Pero ahora, aun teniendo a mi disposición todo el arsenal de aparatos que me mantendrían respirando nuestro aire vital por décadas, viendo la soledad que me rodea, creo que no merecerá la pena.

Sobre todo, tras encontrarme con el espectáculo que tengo frente a mí. Mi cuerpo me ha traído al antiguo ágora. Aquí, en un semicírculo perfecto, veo que los últimos de mi raza se reunieron en un último intento por salvarse. O tal vez se juntaron para rezar a los dioses que nos han abandonado. Con paso lento subo al estrado y me planto frente a todos ellos. Despojos putrefactos me miran con ojos vacuos y acusadores. Aun sabiendo que no me pueden hacer nada, estoy nervioso. No quiero, pero creo que les debo una explicación.

—Buenas tardes, queridos conciudadanos. Me presento ante vosotros sobre todo para pediros perdón. Siento no haberos podido salvar.

No se oye ni el más mísero sonido.

—Sé que lo que os voy a decir aquí y ahora no cambiará las cosas, pero debo sacar de mis entrañas lo que llevo dentro y no creo que haya otro lugar mejor que este.

El viento gime al pasar entre las columnas. La lluvia ha cesado de caer. Continuo.

—Sin más preámbulos aquí va la noticia. Al fin puedo demostrar que hay vida inteligente más allá de las fronteras de nuestra galaxia —y levanto un frasco que a simple vista parece lleno solo de tierra —sabed que, camuflados entre los granos de polvo que tengo aquí dentro, hay minúsculos artefactos que, por lo que he podido averiguar, son los que están transformando nuestro aire en irrespirable para nosotros.

Mi imaginación febril me hace ver, por un segundo, como manos cadavéricas se alzan y aplauden mi alocución.

—Por favor, por favor, dejad que continúe. Quiero deciros que creo que es una lástima que no hayamos podido contactar de una forma menos traumática con los seres que han sido la mano ejecutora de nuestro final. Ojalá hubiéramos entablado una relación provechosa para ambas civilizaciones. Pero que hayan acabado con nosotros no es lo peor. Lo que me atenaza por dentro es morir sin la respuesta a la duda que me corroe: ¿Qué razón ha empujado a los seres que han fabricado lo que tengo en mis manos para llevar a cabo nuestra completa aniquilación? Moriré sin saber si son conquistadores, depredadores, justicia divina o simples criaturas ignorantes de su poder.

Nadie osa interrumpirme.

—Estoy seguro de que la explicación a todo está en el código que aparece en los miles de diminutos engendros metálicos, indetectables a simple vista, que han causado nuestra extinción y que, sin duda, llegaron a nuestro planeta en aquella lluvia de meteoritos que tanto admiramos en su día. Podría intentar traducirlo, aunque me llevara décadas. Incluso podría mantenerme vivo hasta que los visitantes de las galaxias vinieran, porque sé que vendrán, y acabar con cuantos pudiera en cuanto hoyaran nuestro sagrado planeta. Pero siento deciros que no soy un héroe vengador. No quiero enfrentarme a la locura a la que esta soledad me va a condenar. Así que, siento si os decepciono, pero ha llegado la hora de rendirme a la evidencia. Conmigo acaba todo.

Y bajando la vista al no poder seguir soportando sus caras de decepción, me quito el casco que me protege y dejo que la muerte vaya adueñándose de mí. Y mientras mi mente se va cerrando en negro y mi mano aprieta con fuerza la cápsula que contiene a miles de nuestros verdugos, lo último que danza como un fantasma etéreo en mi conciencia es la maldita sentencia de muerte escondida en su mensaje interestelar: “EQUIPO CONVERSION CO2 a O2 - PROYECTO TERRAFORMACION PLANETA COROT/7B - NASA”.

Salto vital (Ayante)

 Durante vasto tiempo, el planeta estuvo desolado por culpa de aquella broma macabra. Tuvimos que subsistir, en los últimos años, a base de latas de fabada caducadas y potingues similares. Nuestros pedos podían provocar terremotos a gran escala pues la Tierra estaba muy delicada, no pasaba por sus mejores días en los que giraba contenta como carrusel de feria. Se formaban nubes tóxicas alrededor de las fangosas lagunas y las ratas hacían orgías en sus orillas, retozando como fieras libertinas y salvajes.

Las mirábamos desde nuestro escondrijo con ojos golosos. Eran los únicos bichos que había con suficiente chicha como para poder dar un bocado sin tener que escupir hebras, alitas o tentáculos.

Saturno señaló a la lejanía sobre el abismo. Dijo haber visto un pájaro. No los hay. Tras el cataclismo que sumió lo que queda de mundo en la miseria, desaparecieron. Todos intentamos localizarlo pero no lo vimos. Saturno aprovechó para dar un garrotazo por la espalda, en toda la nuca, a nuestro único experto en medicina el doctor Clementino, tataranieto de un cirujano de la antigua civilización. Satur nunca supo perdonar que le pusiera, en lugar de nariz, aquella extraña tripa colgandera cuando sufrió la mordida de una rata rabiosa.

No pudimos reanimarlo porque no teníamos ni idea de cómo hacerlo. Clementino nunca nos impartió clases de ningún tipo, y mira que sabíamos que ese día llegaría.

—Maldito seas, Saturno. Mira lo que has hecho. Ahora qué haremos sin médico en esta mierda de piedra donde nos ha tocado vivir.

Pero él no hablaba. Dicen los más viejos del lugar que enmudeció el día en que se comió a su propio hijo recién nacido. Y es que el hambre nos hacía cometer actos repudiables.

Nos encontrábamos en ese desaguisado cuando vimos una mano asomar por el borde del brocal del pozo viejo, una de las pocas cosas que habían aguantado intactas tras la catástrofe. Se movía... Sin embargo, estaba rígida y tenía una pinta horrible. Empezó a subir agua a borbotones, desbordándose. Era verdosa y rojiza pero muy oscura. Se pudo empezar a ver el brazo del misterioso sujeto y comenzó a girar muy deprisa hasta que salió todo escupido hacia las nubes haciendo un ruido espantoso. Nos vimos obligados a recular y correr hasta ponernos a salvo en nuestra cueva, dejando allí tirado a Clementino.

Una vez dentro de la cueva, a la que accedíamos subiendo por varias rocas, hicimos recuento. Seguíamos escuchando los petardazos que provocaba aquella emanación subterránea. No estábamos todos, faltaba Saturno. Dos de nosotros decidimos salir en su busca. Yo agarré mi palo de los domingos y me puse un casco roñoso que guardaba para la ocasión. Hice bien en ponérmelo porque fuera caía mugre del cielo. Mi compañero, alias El Predicador, agarró una tabla que usaría como improvisado paraguas. La niebla se había vuelto espesa y nos costó localizar a Saturno. Lo hallamos al fin como animal poseso devorando al doctor, rodeado de cadáveres con aspecto fantasmagórico. Algunos parecían provenir de un pasado lejano. Debieron salir del fondo del pozo. Supongo que ahí abajo había algo más que el agua que estábamos bebiendo a diario.

—¡Me cago en tus muertos, Prometeo! Mira que siempre pensé que el agua sabía algo rara.

—Calla, Predicador, y observa a estos insensatos. Mira sus ojos. Da la impresión de que hubieran estado vivos hace poco.

—¿Qué sugieres, que son mitad hombres, mitad peces?

—No seas zoquete. Pienso, que ahí abajo se esconde un infierno y ha debido suceder algo que los ha resurgido... ¡Quieto... reprímete, hombre!—le grité a Saturno que estaba comiéndose al doctor sin reparar en nosotros.

—Déjalo. Ambos están ya perdidos—dijo El Predicador—. ¡Mira! ¡Mira hacia el abismo!

Nos quedamos helados. Un señor de mediana estatura estaba de espaldas allí. Vestía ropa elegante y limpia, oscura, y se apoyaba en un bastón. ¿Cómo era posible tal cosa? Ninguno de nosotros podía conseguir un atuendo así.

Desde que el mundo sufriera los efectos devastadores de la broma macabra, no quedaba nada en pie más allá del abismo. Esa era nuestra creencia. En más de cincuenta años nada dio pie a creer que hubiera algo más. Llegamos a la conclusión de que el planeta había quedado colgado de milagro en su órbita, siendo simplemente un pedazo de roca desigual. No teníamos nociones espaciales. No teníamos conocimientos científicos. No sabíamos cómo era posible. Pensábamos eso porque hicimos una votación y salió por mayoría. También pensábamos que nos quedaban dos primaveras porque se estaban acabando los restos de alimentos que habíamos ido recolectando y desenterrando, y ya no podíamos sembrar nada. La tierra parecía estar muerta y cuando llovía, era como caldo bizcoso lo que caía de las negras nubes. Los árboles que quedaban, no evolucionaban. Y cada vez quedaban menos.

Me empezó a doler el entrecejo, y una neblina misteriosa se apoderó de mi visión. El señor del abismo se había dado la vuelta y nos miraba fijamente. De mi visera chorreaba lodo apestoso y El Predicador había soltado la madera, por lo que también tenía la cara llena de mierda.

La situación no parecía natural. El tipo hablaba como encorsetado y nosotros no pudimos abrir la boca. Era como un sueño... Nos dijo que sólo había una forma de salvar a la raza humana; teníamos que saltar todos al abismo con los ojos cerrados y la nariz tapada. Nos contó que no nos haríamos daño, que abajo nos esperaba una enorme balsa de bruma y que viviríamos en un Edén, y de ese modo volveríamos a procrear en libertad y con buenas condiciones porque nos aguardaban muchas mujeres hermosas.

Justo en ese momento, El Predicador se puso a correr y saltó al precipicio. No tuve tiempo de reaccionar. El extraño personaje prosiguió hablando como si nada hubiera ocurrido. Dijo que en ese Edén nos esperaban también suculentos manjares, comida y bebida de sobra, y entonces vi pasar a Saturno como un relámpago y saltó también.

Lo siguiente que ocurrió es que me empezó a picar la cabeza y me tuve que quitar el casco para rascarme. Cuando acabé, aquel buen hombre tan elegante ya no estaba allí. Comprendí que tenía una misión importante; salvar a la humanidad. Cuando llegué a la cueva les conté a mis compañeros todo lo ocurrido. Empezaron a reírse como locos, no creían ni una sola palabra los muy becerros.

—Prometeo, sabemos bien de qué estirpe vienes...—me dijo uno.

—Venid conmigo y veréis que no miento. Todo está lleno de cadáveres.

Me siguieron y contemplaron el panorama, tan desolador como siempre pero con una pizca más de muerte por todos lados. En medio del revuelo, les hablé de nuevo de la aparición y de todo lo que nos esperaba en el más allá de allí abajo. Se tomó una determinación. Habría votaciones para decidir si seguir viviendo sobre la porquería de tierra que quedaba, y empezar a comer ratas y otras exquisiteces, o pasar a una vida mejor arrojándonos al vacío donde, según el señor, estaba la única esperanza.

Ganó el salto vital. Así lo llamamos por si todo fuera una broma que no nos doliera demasiado. Nos agarramos todos de la mano formando una cadena de frente al abismo. Algunos rezaban en arameo, otros cantaban el himno de algún viejo país, y había quien aprovechaba para blasfemar sin tregua.

—A la de una... A la de dos... y... ¡a la de tres!

Justo cuando íbamos a saltar me solté de Cloto y Aisa, que agarraban mis manos, dando un tirón. Las dos se quedaron mirándome y fueron arrastradas así por todos los demás que ignoraron mi maniobra. El abismo los engulló y pude escuchar desde arriba voces y chillidos. Incluso alguien gritó aleluya.

—¡Manifiéstate, demonio! ¡Tú no eres un Dios, eres el mismísimo diablo en persona! ¡He hecho lo que me pediste! Ahora cumple tu promesa—vociferé.

—Te gasté otra broma, viejo amigo—escuché detrás de mí. Era el señor trajeado—. Mira arriba.

Allí estaba el pajarraco, dispuesto a comerme el hígado. Siempre estuvo allí, revoloteando como un buitre. Para verlo sólo había que saber mirar además de con los ojos, con las tripas.  

La bruja en mí (Juana Azurduy)

 

 Día treinta y cinco mil del apocalipsis viral. La casa se hace más y más pequeña. Las paredes se acercan a mí, como si quisieran devorarme. Mis dudas, mis temores son el alimento de esta estructura maliciosa que me agobia y me cuestiona cada vez más. Se burla de mi necesidad de aire. De cielo. De mar.

 Odio esta sensación que me oprime y encierra mi liberad. La corta de cuajo, de un tirón como antes lo hacían otros. ¿Quiénes? Ya sabés quienes. No preguntes boludeces. Siempre igual. Vos y el resto preguntando pelotudeces. Sabés que ellos siempre hicieron de mi lo que quisieron. Y fuiste cómplice.

 Las conversaciones entre mí y mi lado perverso son infinitas. La capacidad de discusión a niveles extremos solo se ve interrumpida por los quehaceres en horas concretas. “La mejor forma de no perder la cabeza es tener horarios fijo para todo”. Eso dice la tele. Un comunicado eterno de la OMS que da indicaciones de cómo seguir. ¿Seguir para qué? Para salvar a la humanidad de la extinción. Para que no terminemos como los dinosaurios que luego del meteorito desaparecieron porque no eran inteligentes. Porque no pensaban como lo hacemos nosotros, o los que piensan por nosotros, en realidad. Si, hay un grupo selecto de intelectualoides que piensa por nosotros, decide por nosotros, y etcétera.

 Los comunicados explican que cada día a las 7000 horas, alguien, dejará una ración de comida para la persona que acompaña al ser especial.  Más doble ración diaria para esa personita a quien debemos cuidar sin miramientos.

 Por supuesto, no soy la persona especial ni mucho menos. Solo soy la que cuida.

 Luego de desayunar, debemos hidratarnos muy bien. Lavarnos las manos. Pasarnos alcohol y esperar las indicaciones diarias. Que también aparecerán en la pantalla de la tele, del celular o computadora. No más programas absurdos de TV. No más series que cuenten como fue la humanidad antes. ¿De qué? ¿Sos estúpida o te hacés? Antes de eso, aunque no lo recuerde. No puedo precisar qué era antes, qué fue diferente.

 Solo sobrevivimos los que teníamos un vástago al momento del colapso global. Un ser pequeño que se transformó en el futuro de la humanidad. Todos los demás fueron muriendo. Como si haber gestado nos pusiera en un trono. ¿Y luego? Luego nada. Ellos son el futuro, repite la tele con colores brillantes.

 Y mi retoño que no para. La palabra mamá ya es horrorosa. Insoportable. El eco del mamamamamamama es interminable. Y me levanto y voy. Una vez, y otra más. Ante el mamamamamamamamama eterno que no cesa y no descansa ni de noche. «El agua alcanzame, mamamama.», « ¿Por qué estas cansada si estamos encerrados sin hacer nada mamamama?»,  «Estoy aburrido mamitita.» Y me canso de escuchar y de pensar.

 Pongo la música alta para ahogar el ruido de sus labios. El ruido de mis pensamientos que me provoca eliminar el “mamamama”. Y esa idea se cuela y se transforma en certera: eliminar el ruido. No bajarlo o entenderlo. Eliminarlo. Sacarlo de la faz de la tierra de un saque. De un borrón y cuenta nueva. Blanca. Sola.

 Busco sosegar mis pensamientos. Idiotizarme con algo. La música siempre ayudó con eso. Pero no nos dejan escuchar música. Está prohibido cualquier divertimento que nos aparte del deber de cuidar. No se nos permite disfrutar nada, solo servir a este ser individual y único. Pero yo la escucho de contrabando. Tengo unos auriculares que zafaron de la racia luego de la gran mortandad. Los escondí en mi vagina y ahí no lo buscaron. Iba en contra de la reglamentación.

 Lo rescaté y lo lavé con alcohol.

 Se escucha algo bajo, quizás por el líquido que se filtró. Pero antes que nada, antes que el mamama, es lo mejor que puedo tener. Pero mi retoño se enoja cuando escucho mi música. Grita como loco. Y me acusa. Me dice que me va a denunciar al teléfono que aparece en la pantalla. Ese mensaje es para ellos. Para que digan si les hacen algo malo.

 Y trato de no explotar porque si exploto….

 Pienso en Hansen y Grethel. No en ellos justamente. ¿Por qué alguien escribiría algo tan macabro como cocinar niños en postres o en hacerlos guiso? Pienso en la piel achucharrada y chamuscada de esos niños. Y el chocolate derretido….

«¡¡¡Mamamamamaaaaaa!!!», chilla el cachorro humano porque no le presto atención. Me tiembla el párpado izquierdo. El cuerpo me hormiguea. La electricidad contenida rebota por todo mi cuerpo sin parar. Me levanto de golpe. La silla se cae con violencia mientras hace un ruido estridente, metálico, como de otro mundo. Incluso como si el mundo se partiera en dos por semejante acto de hartazgo. Y el nene se asusta. Se queda mudo. Me paro frente a él. Es tan insignificante cuando lo miro desde arriba. Tan pequeño y mortal.

 Me dirijo a la cocina y pongo una olla enorme a hervir. Pienso en el futuro. En cómo sería el mundo sin humanos, sin niños chillones. Le pongo algo de sal al agua. Un chorro de aceite. De tanto en tanto pienso en la bruja del cuento y entiendo por qué secuestra a los niños. Imagino lo cansada que debía estar para llegar a tal extremo. Me siento hermanada con el personaje. Miro a mi retoño mientras revuelvo el agua con un cucharón. El niño retrocede. Lo sabe.

 Intenta escapar, pero es en vano.