La
luz estelar que nos alimentaba va retrocediendo terreno mientras el tiempo pasa
y la oscuridad quiere avanzar y tomar su lugar. En breve solo la noche me
acompañará en este solitario paseo en el cual he aceptado la realidad. No me ha
quedado más remedio. Tras no recibir desde hace muchos días ninguna señal del
exterior, he comprendido que mi advertencia llegó tarde. Salvo yo, nadie más queda
vivo en este planeta al que llamábamos hogar.
Llevo
horas arrastrándome por la capital de nuestro reino, metrópolis gigante a juego
con nosotros, segura y acogedora en su día, hoy desierto carente de vida. Admiro
las enormes construcciones imperecederas que nos cobijaban, deambulo por amplios
jardines donde antes todo era hermoso y cálido y ahora es frío y amenazante.
Levanto la vista y observo como esas maravillas de la ciencia que nos dieron el
poder de alterar aquello que nos rodeaba, ahora son máquinas paradas e inútiles.
De nada sirvieron cuando el fin se interpuso en nuestro camino. Solo yo pude
salvarnos, pero no fui lo bastante bueno. Pero en mi defensa alego que no todo
fue culpa mía. Decenios de autocomplacencia nos habían convertido en una raza ociosa
que vivía en una constante búsqueda del placer y el entretenimiento. Ya nada removía
nuestra alma. Nada despertaba a nuestra curiosidad de su eterno letargo. Y lo
pagamos con creces.
De
pronto, una nube descarga sobre mí un torrente de agua al que mi traje hermético
que llevo impide alcanzar parte alguna de mi cuerpo. Por lo que veo, el centro
de control del clima tampoco está operativo ya. La naturaleza, aun habiendo
sufrido el mismo cambio radical que ha acabado con nosotros, seguirá su curso.
Se adaptará y sobrevivirá, algo que no hemos hecho nosotros. Nadie pensó, cuando
todo empezó, que acabaríamos así, aniquilados casi por completo. Cuando yo
muera, sí que podremos dar carpetazo a nuestra historia.
Ahora
que sé cómo empezó todo es irónico no poder contárselo a nadie. Aún recuerdo
como cada uno de nosotros, sin excepción, nos concentramos para celebrar la maravilla
que nos regalaba el universo: una lluvia de meteoritos como jamás habíamos
visto. El espectáculo fue grandioso, magnífico. Miles de minúsculos haces de
luz salpicaron el cielo estrellado, inundando nuestras múltiples pupilas con
una cascada de colores que se mezclaban en el infinito creando un manto de tal belleza
que hizo aflorar, aunque solo fuera por un instante, un abanico de emociones
perdidas en el recuerdo. Tras ese momento mágico en el que fuimos uno, la
hermandad se esfumó y volvimos a nuestras vidas vacías. Y durante un tiempo
todo siguió igual. Cada uno de nosotros continuó ensimismado en su complacencia,
ajenos a lo que estaba por ocurrir.
A
los pocos días, parte de la población comenzó a sufrir los primeros síntomas. Las
leves afecciones que atacaban a nuestros sistemas respiratorios fueron derivando
en graves mientras nuestros sanadores no eran capaces de atajar su evolución. Los
ancianos fueron los primeros en caer y no supimos, o no quisimos, reaccionar. En
esta mi última hora reconozco que nuestra soberbia nos jugó una mala pasada.
Llegamos a pensar que tampoco pasaba nada si algunos viejos morían ya que
nuestra longevidad, diez veces más larga que la de nuestros antepasados, nos
hacía preguntarnos algunas veces si no merecía la pena auto infringirnos una muerte
que nos sacara del hastío. Algunos incluso llegaron a declarar que ojalá la
muerte viniera a por ellos. Su cobardía y nuestra religión les impedía suicidarse
para escapar del aburrimiento, mal endémico de nuestra era. Así que este castigo
divino fue incluso, para algunos, una bendición.
Pero
cuando la muerte empezó a afectar, no solo a los más mayores, sino también a
los pocos niños que nacían en nuestras clínicas de fecundación, aquellos
destinados no solo a saciar el instinto, aún primigenio, de familia que algunos
pocos sentían en su interior y que no habíamos sido capaces de erradicar, sino
también para reemplazar a los que morían, la población comenzó a preocuparse.
Ver como los pequeños se asfixiaban nada más ser sacados de las incubadoras fue
un espectáculo que nos abrió los ojos. Fue entonces cuando todos quisimos reaccionar
y buscamos en los antiguos y abandonados escritos, aquellos que permanecían
acumulando polvo en los viejos archivos, las claves que dieran con el origen
del mal que nos acechaba.
El
problema fue que los primeros esfuerzos, tanto los de mis colegas como los míos,
se enfocaron en buscar al patógeno que creíamos que nos estaba atacando. Era la
explicación más plausible. Pero ese tiempo precioso que perdimos en la búsqueda
de una quimera esquiva, que ahora sé que nunca existió, nos condenó. Con el
paso del tiempo la franja de edad de los fallecidos iba ampliándose tanto por
arriba como por abajo y llego el momento en que solo se mantenía viva una sexta
parte de la población: los más resistentes y poderosos.
Decidido
a vencer a toda costa al destino que nos acechaba, me encerré en mi laboratorio
a cal y canto y puse toda mi mente y alma en encontrar la solución al drama que
estábamos viviendo. Analicé múltiples variables, pero no conseguía nada. No
podía imaginar que lo que me estaba rehuyendo yacía en las entrañas de lo
diminuto. Solo cuando caí en la cuenta de que no era un agente externo lo que
nos estaba matando, sino que era el aire el que se estaba convirtiendo en
irrespirable, decidí dar un giro de ciento ochenta grados a mis hipótesis. Una
vez descartadas las opciones lógicas, la deriva de mi mente me llevó a
centrarme en lo ilógico. Analicé muestras de tierra, mar y aire y al fin encontré
lo que nos estaba matando. Intente avisar a los posibles supervivientes: los
líderes y sus allegados más íntimos. Les mandé un mensaje a través de todos los
canales posibles, pero nadie respondió. Como después he podido comprobar, todos
estaban muertos ya.
Yo
me mantuve vivo gracias a que mi laboratorio tenía un sistema de regeneración autónomo
que mantenía la atmósfera interior estable y respirable. Eso es lo que quise hacer
llegar a mis conciudadanos. Que debían usar equipos de respiración portátil
hasta que consiguiéramos revertir el proceso. Si es que eso era posible. Pero
ahora, aun teniendo a mi disposición todo el arsenal de aparatos que me mantendrían
respirando nuestro aire vital por décadas, viendo la soledad que me rodea, creo
que no merecerá la pena.
Sobre
todo, tras encontrarme con el espectáculo que tengo frente a mí. Mi cuerpo me ha
traído al antiguo ágora. Aquí, en un semicírculo perfecto, veo que los últimos de
mi raza se reunieron en un último intento por salvarse. O tal vez se juntaron
para rezar a los dioses que nos han abandonado. Con paso lento subo al estrado
y me planto frente a todos ellos. Despojos putrefactos me miran con ojos vacuos
y acusadores. Aun sabiendo que no me pueden hacer nada, estoy nervioso. No quiero,
pero creo que les debo una explicación.
—Buenas
tardes, queridos conciudadanos. Me presento ante vosotros sobre todo para
pediros perdón. Siento no haberos podido salvar.
No
se oye ni el más mísero sonido.
—Sé
que lo que os voy a decir aquí y ahora no cambiará las cosas, pero debo sacar
de mis entrañas lo que llevo dentro y no creo que haya otro lugar mejor que
este.
El
viento gime al pasar entre las columnas. La lluvia ha cesado de caer. Continuo.
—Sin
más preámbulos aquí va la noticia. Al fin puedo demostrar que hay vida
inteligente más allá de las fronteras de nuestra galaxia —y levanto un frasco
que a simple vista parece lleno solo de tierra —sabed que, camuflados entre los
granos de polvo que tengo aquí dentro, hay minúsculos artefactos que, por lo
que he podido averiguar, son los que están transformando nuestro aire en
irrespirable para nosotros.
Mi
imaginación febril me hace ver, por un segundo, como manos cadavéricas se alzan
y aplauden mi alocución.
—Por
favor, por favor, dejad que continúe. Quiero deciros que creo que es una lástima
que no hayamos podido contactar de una forma menos traumática con los seres que
han sido la mano ejecutora de nuestro final. Ojalá hubiéramos entablado una
relación provechosa para ambas civilizaciones. Pero que hayan acabado con
nosotros no es lo peor. Lo que me atenaza por dentro es morir sin la respuesta
a la duda que me corroe: ¿Qué razón ha empujado a los seres que han fabricado
lo que tengo en mis manos para llevar a cabo nuestra completa aniquilación?
Moriré sin saber si son conquistadores, depredadores, justicia divina o simples
criaturas ignorantes de su poder.
Nadie
osa interrumpirme.
—Estoy
seguro de que la explicación a todo está en el código que aparece en los miles
de diminutos engendros metálicos, indetectables a simple vista, que han causado
nuestra extinción y que, sin duda, llegaron a nuestro planeta en aquella lluvia
de meteoritos que tanto admiramos en su día. Podría intentar traducirlo, aunque
me llevara décadas. Incluso podría mantenerme vivo hasta que los visitantes de
las galaxias vinieran, porque sé que vendrán, y acabar con cuantos pudiera en
cuanto hoyaran nuestro sagrado planeta. Pero siento deciros que no soy un héroe
vengador. No quiero enfrentarme a la locura a la que esta soledad me va a
condenar. Así que, siento si os decepciono, pero ha llegado la hora de rendirme
a la evidencia. Conmigo acaba todo.
Y
bajando la vista al no poder seguir soportando sus caras de decepción, me quito
el casco que me protege y dejo que la muerte vaya adueñándose de mí. Y mientras
mi mente se va cerrando en negro y mi mano aprieta con fuerza la cápsula que
contiene a miles de nuestros verdugos, lo último que danza como un fantasma
etéreo en mi conciencia es la maldita sentencia de muerte escondida en su mensaje
interestelar: “EQUIPO CONVERSION CO2 a O2 - PROYECTO TERRAFORMACION PLANETA
COROT/7B - NASA”.
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