Todavía lo recuerdo como si fuera ayer: era un
tonto adolescente que tenía una hermosa existencia con sus padres y no la
valoraba. La vida en el campo era aburrida y sin sentido: eso llegué a creer
con vehemencia.
Yo estudiaba en una escuela rural. Sólo éramos doce
estudiantes de diferentes edades y un maestro que llegaba montado en un burro.
Yo anhelaba asistir a un colegio de mayor prestigio y obtener más
conocimientos.
Aparte de los pocos libros que teníamos en casa, mi
escape de la realidad era cuando papá me prestaba la camioneta y me mandaba a
comprar víveres a la central de abastos de la ciudad. Aprovechaba ese tiempo
para entrar a los bares a mirar chicas y beber uno que otro trago. En uno de
mis últimos deslices tomé más de la cuenta y me gasté todo el dinero que estaba
destinado para la comida de la semana. Había regresado ya entrada la noche al
pueblo. No pude ver a un toro que cruzaba la carretera.
El vehículo quedó destrozado. El cinturón de
seguridad me salvó la vida de milagro. Del pobre animal mejor ni hablemos.
—Su hijo conducía en estado inconveniente —le dijo
el comisario a mamá—. Arrolló al toro de doña Julia y lo hizo pedazos.
—Deje que pase la noche aquí para que aprenda la
lección —le respondió mamá—. Necesita meditar un poco y que se le baje la
borrachera.
—Pero mamá, no es justo, era sólo un toro estúpido.
—¿No es justo? La camioneta de tu padre quedó
inservible y casi te matas.
—¡Ya estoy cansado de vivir en este rancho que
huele a mierda de cerdo! ¡Estoy harto de levantarme a las cinco de la mañana!
¡Ya no quiero ordeñar vacas! ¡Estoy aburrido de la misma gente ordinaria!
—¡Eres un grosero! No valoras el esfuerzo que
hacemos por ti. Algún día te vas a arrepentir de tus palabras.
El comisario nos miraba de reojo, mientras fumaba
un cigarrillo.
—Pues me quiero largar de aquí. Tiene que existir
algo mejor que vivir entre vacas, perros, árboles y… la nada.
—Entonces estudia, prepárate y vete a una ciudad
grande, hijo. Nosotros no te vamos a detener. Sólo queríamos estar a tu lado.
Busca un mundo mejor al de nosotros. Trataré de ayudarte para que cumplas tus
sueños. Por lo pronto, pasa buenas noches.
Me recosté en el catre. Las lágrimas de coraje e
impotencia inundaron mi rostro. Miré los astros a través de la ventanilla de la
celda. Imaginé que saltaba de estrella en estrella y que visitaba otros mundos,
otras galaxias, que entraba y salía por agujeros negros, que conocía seres
extraordinarios y que ellos me relataban historias increíbles y que respondían
a todas mis inquietudes y dudas existenciales.
Entonces supe que quería ser un cosmonauta. Mamá
vendió algunas tierras y me dio dinero suficiente para que me fuera a la
capital a estudiar lo que yo deseaba. Me esforcé tanto que después conseguí una
beca y me fui al extranjero a seguir con mi preparación universitaria. Después
de años de sacrificios logré mis objetivos, conseguí salir de la Tierra en
busca de otros horizontes y nuevos significados a la vida. Tenía que haber algo
más grande que una burda existencia rutinaria. Necesitaba respuestas.
Ahora estoy en la estación espacial. El lugar es
reducido. Llevo meses recluido en este sitio. Lo debo confesar: el aislamiento
me está volviendo loco.
Me acuesto en la camilla y amarro mi cuerpo con las
correas. Observo por el ojo de buey y admiro los puntos luminosos que parpadean
y unas luces que parecen libélulas fluorescentes. Algunos recuerdos me vienen
de repente la cabeza como un rayo láser que atraviesa mi cráneo y que funde mi
cerebro. Una gotita flota cerca de mi ojo: es una lágrima que se escapó de mis
recuerdos.
—Hola, Joaquín —me habla el jefe por el
dispositivo. Su voz se nota agitada—. ¿Estás ahí?
—Aquí estoy.
—¿Por qué no contestas?
—Perdón. Estaba distraído, pensando cosas,
enclaustrado en mi mundo, ya sabes.
—Nada cambia.
—¿Cómo sigues de salud?
—La verdad es que estoy mal. Alguien más me va a
suplir.
—¿Por qué?
—Joaquín, estoy en las últimas, no la voy a librar,
¿no escuchas mi voz? Apenas puedo hablar. Estoy débil. No puedo respirar sin un
tanque de oxígeno.
—¿No te has curado todavía? ¿Y el tratamiento?
—No, nada funcionó. Esto es más grave de lo que
pensábamos. El aislamiento no ha servido de nada. La gente está muriendo en sus
casas, en los hospitales y ahora en las calles…, estamos muriendo, mejor dicho.
—No, no puede ser. ¿Y la vacuna?
—No sirvió, Joaquín. Ninguna vacuna sirvió.
Pienso en mis padres, pero no
tengo el valor de preguntar por ellos.
—¿Sigues ahí, Joaquín?
—Aquí sigue una parte de mí.
—Pronto regresarás a la Tierra. No le veo el
sentido a que continúes con la misión en la estación espacial.
—¿Tan grave es?
—Mucho más de lo que te imaginas.
Suspiro. Carraspeo antes de formular la pregunta:
—¿Y mis padres?
—Me duele decirlo, y perdón por darle vueltas al
asunto. Quería preparar el terreno para que la noticia no te cayera de golpe.
—Sólo dilo, vamos.
—Murieron.
—Necesito hablar con el comisario del pueblo.
Quiero saber dónde los sepultaron y…
—También murió el comisario. Toda la gente de tu
pueblo falleció. Y cuando regreses, me temo que te pasará lo mismo. El destino
ya está escrito: nos quedan pocos meses.
—Quiero retornar lo más pronto posible. Deseo
volver a casa.
—Aquí te esperamos; ojalá que me alcance el tiempo
para poder verte. Me despido. No me siento nada bien. Sólo vine a informarte.
La llamada se corta. Me quito los amarres. Floto
cerca del ojo de buey. Pego la cara en el cristal.
Quisiera saltar de estrella en estrella y volver a
mi planeta una vez más, regresar el tiempo, tomar el viejo autobús destartalado
del pueblo, que el chófer me haga un saludo marcial, bajar a un lado de la
carretera, caminar por el sendero que lleva a casa, admirar los valles verdes,
caminar entre vacas y cabras, escuchar el silencio del campo, sentir el viento
en mi cara, saludar a la gente callada que monta sus caballos, distinguir a lo
lejos el viejo tractor de papá, acariciar la oreja de nuestro perro guardián
que me recibe al llegar, abrir el cerco de palos y alambres, entrar al patio
delantero, girar el pomo de la puerta y escuchar su típico rechinido, oler la
comida que se cuece en la olla de barro, observar los retratos en blanco y
negro de los abuelos, y por supuesto, ver a mis padres, acostarme en los muslos
de mamá y que me ponga la mano en la frente para reconfortarme, que papá me
pregunte que si quiero tomar un café recién molido antes de ir a la escuela y
contestarle que por supuesto, simplemente añoro estar con esos seres
extraordinarios. Sin tan sólo pudiera volver y valorar aquellos momentos
inolvidables. No cabe duda, todas las respuestas están al lado de la gente que
amas.
Abro la escotilla. El alma se me llena de
melancolía. Salgo. Floto en medio de la oscuridad, en medio de la nada. Me
pierdo en el infinito. Ya no me importa nada, ya tengo todas las respuestas.
—Pronto estaré con ustedes.
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