El cementerio a esa hora apenas si tenía
visitantes. Sus calles semidesiertas solo eran recorridas por varias personas
que con sus miradas teñidas de tristeza y nostalgia buscaban a sus seres
queridos. Dos mujeres octogenarias acercaban una escalera con ruedas hacia el nicho de un hombre, que se
encontraba en la parte superior del muro de tumbas. Una de ellas llevaba un
ramo de flores y subía con dificultad los peldaños. Sus ojos azules velados por
los años se detuvieron en el sepulcro, no pudo evitar que la pena le asomara
por los lagrimales. Su compañera la miraba en silencio mientras sujetaba la
escalera con fuerza. Con una de sus manos acarició con ternura la foto del
hombre que presidía el mármol frío. Murmuró algo que apenas fue audible y muy
despacio depositó las flores en una maceta de la tumba.
─¡Señora!, ¿qué hace
usted ahí? ¡Es la tumba de mi padre!−Le advirtió un muchacho joven que se
acercaba desde el principio de la calle.
Las mujeres se
exaltaron sorprendidas y no supieron contestar.
─¡Bájese de ahí!−Le
ordenó con voz autoritaria−. ¡Por favor, no sé caiga!
La anciana bajó muy
lentamente los escalones, con una de sus manos se secaba las lágrimas. El chico
la esperaba al pie de la escalera y la ayudó a bajar.
─Creo que me debe usted
una explicación.
Ella le miró con sus
ojos de cielo y se atisbó una tímida sonrisa en sus arrugados labios. Aquel
muchacho se parecía tanto a él.
─He visto una cafetería
cerca−comenzó la mujer−. Si no te importa preferiría hablar allí… Es una
historia larga y yo estoy tan vieja que me canso fácilmente…
Se sentaron en uno de los rincones del bar,
el aroma a café recién molido flotaba en el aire como una nube invisible que
invitaba a la conversación. La anciana removía una y otra vez su descafeinado.
Su amiga y el chico esperaban pacientes que comenzara la narración.
─El pitido del tren resonó en la estación mientras
se alejaba cargado de pasajeros y esperanzas. Yo desde el andén miraba de un lado a otro,
descolocada. La gente iba y venía inmersa en su tiempo y en sus vidas. En una
de mis manos llevaba la dirección del piso donde me tenía que alojar y el
contrato de trabajo en la fábrica de puros de Essen, Alemania. En la otra, la
maleta de madera que me había prestado mi tío José… Era la primera vez que
salía de mi pueblo, tan lejos, en el sur de España, de aquel frío lugar donde
hollaba. Lo único que me apetecía en aquellos instantes era llorar. Estaba
aturdida, desorientada. Fue entonces cuando le vi por primera vez… Tu padre era
un hombre guapísimo, ¿me permite tutearlo, Daniel? Rubio, bien plantado. Con
unos ojos que parecían dos mares turquesas en la más infinita de las calmas y
una sonrisa que se me clavó aquí−dijo señalándose el pecho−. Y aún hoy no he
podido olvidar… Me quedé completamente petrificada mientras se acercaba. Cuando
se plantó a escasos metros de mi, se quitó la gorra y volvió a sonreírme. Yo le
miré de arriba abajo y me ruboricé.
─¿Española, no? Déjame
aventurarme, ¿del sur, a qué sí?−Me preguntó con todo el descaro del mundo.
No supe contestarle,
solo mirarle como una boba.
─¿Qué pasa, te ha
comido la lengua el gato?
─¡Estoy más perdida que
un niño en una feria!−Es lo único que pude decirle, aún más colorada.
─A ver esos papeles.
¡Anda, si vas a trabajar en la misma fábrica que yo! Tu alojamiento está dentro
del recinto−Exclamó con entusiasmo−. ¡Si nos damos prisa aún podemos almorzar
algo en el comedor de la empresa, no son los potajes y guisos de nuestra
querida Andalucía, pero tienen buenas carnes!
Me quitó la maleta sin
pedir permiso y con el brazo me indicó que le siguiera.
─Por cierto, me llamo
Juan Diego.
─Milagros−Susurré.
Milagros se quedó un buen rato mirando su
café, parecía que el poso le mostraba todas las vivencias. Sin darse cuenta
sonrió y mientras lo hacía levantó la cabeza de la taza. Daniel cruzó sus ojos
con los suyos, pero ella nos lo bajó. En aquel momento una tristeza enorme la
abordó… Aquel siempre había sido su sitio, en la sombra. Él no pudo o no quiso
darle más, pero no le culpaba. Desde el principio fue claro con ella. Aquel
chico podía ser su hijo, pudo serlo… En cierto modo no le importaba en absoluto
lo que pensara de ella, que la juzgara. Estaba de vueltas de todo y aunque
aquella historia dejara fuera de lugar al muchacho, era su historia, su vida.
─El trabajo en la fábrica era duro, para que
nos íbamos a engañar−continuó con su historia─. Las empresas teutonas
contrataban mano de obra barata de una España devastada por la posguerra. Y
aunque el régimen se había abierto al exterior la pobreza aún sobrevolaba sobre
los pueblos de iberia. Para nosotros, los españolitos de a pie, fue una
oportunidad salir del país, por muy duro que fuera abandonar nuestros hogares…
Tu padre, Daniel, siempre se las ingeniaba para hacerme una visita en mi
sección de trabajo. Llegaba con su sonrisa zalamera y a escondidas me daba
caramelos de toffee.
─¡Para que te endulces
la mañana, rubia!
Nuestro primer beso fue
entre maquinas que no cesaban en su ritmo constante y el aroma a tabaco. Su
boca sabía a café con leche y mi piel se erizó; mi cuerpo se elevó, planeando
por Alemania entera… Él me pidió disculpas al instante, pero aquello que había
nacido entre los dos ya era imparable. Yo sabía la situación. Era un hombre
casado, con hijos. Pero yo jamás había estado enamorada y solo quería sentir,
dejar bogar mi corazón por aquellos océanos dóciles. No me importaba nada más.
A tu progenitor, muchacho, le encantaba
sorprenderme−La anciana en aquel momento detuvo la narración, en sus ojos
fulgurantes, una luz limpia le donaba vida a aquel cuerpo vencido por el
inevitable paso del tiempo−. Recuerdo
una tarde−continuó esbozando una media sonrisa−que una gran nevada nos dio una
pequeña tregua. Él acababa de irse del piso que compartía con dos chicas
extremeñas, a dos cuadras de su casa. Fui hasta mi cuarto a ponerme una rebeca,
porque su ausencia siempre me daba frío en el cuerpo y en el alma. Rebusqué en
el armario y me puse la prenda rodeándome con mis brazos. Mi cuerpo aún olía a
él. Suspiré como una tonta y me asomé a la ventana. Una leve capa de vaho teñía
el cristal helado. Con la mano derecha limpié el cristal y cuál fue mi asombro.
En el pequeño descampado que había frente a mi piso, sobre la nieve había
escrito: “Los ángeles son terrenales, uno está leyendo esto
desde su ventana… Te quiero rubia”.
Volver a tu país para la mayoría de los
emigrantes que poblábamos Europa significaba un motivo de alegría. No hay nada
comparable a volver a tu hogar después de muchos meses, incluso años. Porque la
tierra siempre tiene esa atracción, como la gravedad que rige el espacio… Pero
para mí cruzar la frontera significaba una gran desdicha. Todo volvía a la
cruda realidad. Y solo contaba los días que faltaban para volver a la fábrica
donde allí él era mío. De vez en cuando iba a visitarme a mi pueblo. Un día,
dos. Trazos de tiempo que me dejaban la miel en los labios. Así pasaron cinco
años.
La cafetería se fue quedando poco a poco
sola. El camarero limpiaba con destreza los vasos y tazas y las iba colocando
sobre la máquina de café con soltura. Desde una radio difundían el noticiero
con una voz pulcra y aplicada. Afuera había comenzado a llover.
─¡Tienes todo el
derecho del mundo para reprocharme lo que quieras, Daniel! Pero ten en cuenta
antes de realizar un veredicto que todo lo que hice fue por amor. Y tu padre,
vive Dios, se dejó arrastrar por las mareas del querer. Somos culpables de
haber obrado mal ante el mundo, seguro que sí, pero no para nuestros corazones.
─¡Yo no soy quién para
juzgarla Señora, mucho menos a mi padre! No dudo de lo que los dos tuvieron fuera sincero. Y
viéndola a usted, Milagros, después de más de 60 años, hablar así de mi padre no me deja lugar
a ambigüedades de lo que sentían el uno por el otro… Ahora solo puedo pensar en
mi madre, si sabía algo de esta historia y si fue así porque lo dejó correr.
─Solo puedo decir una
cosa. Tu padre era un hombre responsable, con el corazón dividido. Yo le veía
sufrir porque sabía que tenía a tus hermanos, a tu madre, que para él era el
pilar de su familia… Fui yo la que decidió acabar con nuestra historia. Después
de varios años desde que retornamos del extranjero y no volvimos a emigrar
viéndonos en clandestinidad. Días sueltos del mes, en el que teníamos que hacer
birlibirloque para vernos, después de un
millar y una lágrima derramada con cada separación, después de todo…lo vivido…
Aún conservo todas las cartas que él me escribió, supongo que las mías estarán
escondidas al lado del pozo de vuestra alquería, donde un día me dijo que las
leía y las guardaba. En el remite, mi nombre era Carlos, un amigo de Alemania… Ahí
están reflejadas cada palpitación de mi pecho, cada sentimiento desbordado en
tinta y papel.
El silencio se sentía
en el aire cargado del bar. Tanto murmuraban aquellos silencios que no había
palabras para describir aquella sensación. La amiga de Milagros la ayudó a
levantarse, parecía aún más anciana en aquel instante. Como si al contar aquella
historia hubiera soltado un lastre que no la dejaba volar.
─¡Vámonos, se hace
tarde Milagros!... ¡Ha dejado de llover!−Dijo su amiga, que había estado en
completo silencio en toda la conversación.
El muchacho se levantó
al unísono y las acompañó hasta la puerta, las vio alejarse muy despacio en
aquella tarde gris. No abandonó la entrada de la cafetería hasta que sus
siluetas se perdieron calle abajo, entre la bruma que parecía nacer del suelo.
─¡No la digas nada a tu
madre!−Le dijo momentos antes de marcharse, mientras se agarraba del brazo de
su compañera−.De nada sirve remover el pasado, solo trae nostalgia y
melancolía… y dolor−se detuvo en seco después de avanzar unos metros−. ¡Tu
madre fue una mujer con suerte!
Regreso a la barra del
bar y se pidió otro café. Había comenzado a llover de nuevo…
Fin
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