jueves, 5 de noviembre de 2020

La estación (Byronde Poe)

 

 El cementerio a esa hora apenas si tenía visitantes. Sus calles semidesiertas solo eran recorridas por varias personas que con sus miradas teñidas de tristeza y nostalgia buscaban a sus seres queridos. Dos mujeres octogenarias acercaban una escalera con ruedas  hacia el nicho de un hombre, que se encontraba en la parte superior del muro de tumbas. Una de ellas llevaba un ramo de flores y subía con dificultad los peldaños. Sus ojos azules velados por los años se detuvieron en el sepulcro, no pudo evitar que la pena le asomara por los lagrimales. Su compañera la miraba en silencio mientras sujetaba la escalera con fuerza. Con una de sus manos acarició con ternura la foto del hombre que presidía el mármol frío. Murmuró algo que apenas fue audible y muy despacio depositó las flores en una maceta de la tumba.

─¡Señora!, ¿qué hace usted ahí? ¡Es la tumba de mi padre!−Le advirtió un muchacho joven que se acercaba desde el principio de la calle.

Las mujeres se exaltaron sorprendidas y no supieron contestar.

─¡Bájese de ahí!−Le ordenó con voz autoritaria−. ¡Por favor, no sé caiga!

La anciana bajó muy lentamente los escalones, con una de sus manos se secaba las lágrimas. El chico la esperaba al pie de la escalera y la ayudó a bajar.

─Creo que me debe usted una explicación.

Ella le miró con sus ojos de cielo y se atisbó una tímida sonrisa en sus arrugados labios. Aquel muchacho se parecía tanto a él.

─He visto una cafetería cerca−comenzó la mujer−. Si no te importa preferiría hablar allí… Es una historia larga y yo estoy tan vieja que me canso fácilmente…

   Se sentaron en uno de los rincones del bar, el aroma a café recién molido flotaba en el aire como una nube invisible que invitaba a la conversación. La anciana removía una y otra vez su descafeinado. Su amiga y el chico esperaban pacientes que comenzara la narración.

 

   ─El pitido del tren resonó en la estación mientras se alejaba cargado de pasajeros y esperanzas. Yo  desde el andén miraba de un lado a otro, descolocada. La gente iba y venía inmersa en su tiempo y en sus vidas. En una de mis manos llevaba la dirección del piso donde me tenía que alojar y el contrato de trabajo en la fábrica de puros de Essen, Alemania. En la otra, la maleta de madera que me había prestado mi tío José… Era la primera vez que salía de mi pueblo, tan lejos, en el sur de España, de aquel frío lugar donde hollaba. Lo único que me apetecía en aquellos instantes era llorar. Estaba aturdida, desorientada. Fue entonces cuando le vi por primera vez… Tu padre era un hombre guapísimo, ¿me permite tutearlo, Daniel? Rubio, bien plantado. Con unos ojos que parecían dos mares turquesas en la más infinita de las calmas y una sonrisa que se me clavó aquí−dijo señalándose el pecho−. Y aún hoy no he podido olvidar… Me quedé completamente petrificada mientras se acercaba. Cuando se plantó a escasos metros de mi, se quitó la gorra y volvió a sonreírme. Yo le miré de arriba abajo y me ruboricé.

─¿Española, no? Déjame aventurarme, ¿del sur, a qué sí?−Me preguntó con todo el descaro del mundo.

No supe contestarle, solo mirarle como una boba.

─¿Qué pasa, te ha comido la lengua el gato?

─¡Estoy más perdida que un niño en una feria!−Es lo único que pude decirle, aún más colorada.

─A ver esos papeles. ¡Anda, si vas a trabajar en la misma fábrica que yo! Tu alojamiento está dentro del recinto−Exclamó con entusiasmo−. ¡Si nos damos prisa aún podemos almorzar algo en el comedor de la empresa, no son los potajes y guisos de nuestra querida Andalucía, pero tienen buenas carnes!

Me quitó la maleta sin pedir permiso y con el brazo me indicó que le siguiera.

─Por cierto, me llamo Juan Diego.

─Milagros−Susurré.

 

   Milagros se quedó un buen rato mirando su café, parecía que el poso le mostraba todas las vivencias. Sin darse cuenta sonrió y mientras lo hacía levantó la cabeza de la taza. Daniel cruzó sus ojos con los suyos, pero ella nos lo bajó. En aquel momento una tristeza enorme la abordó… Aquel siempre había sido su sitio, en la sombra. Él no pudo o no quiso darle más, pero no le culpaba. Desde el principio fue claro con ella. Aquel chico podía ser su hijo, pudo serlo… En cierto modo no le importaba en absoluto lo que pensara de ella, que la juzgara. Estaba de vueltas de todo y aunque aquella historia dejara fuera de lugar al muchacho, era su historia, su vida.

 

   ─El trabajo en la fábrica era duro, para que nos íbamos a engañar−continuó con su historia─. Las empresas teutonas contrataban mano de obra barata de una España devastada por la posguerra. Y aunque el régimen se había abierto al exterior la pobreza aún sobrevolaba sobre los pueblos de iberia. Para nosotros, los españolitos de a pie, fue una oportunidad salir del país, por muy duro que fuera abandonar nuestros hogares… Tu padre, Daniel, siempre se las ingeniaba para hacerme una visita en mi sección de trabajo. Llegaba con su sonrisa zalamera y a escondidas me daba caramelos de toffee.

─¡Para que te endulces la mañana, rubia!

Nuestro primer beso fue entre maquinas que no cesaban en su ritmo constante y el aroma a tabaco. Su boca sabía a café con leche y mi piel se erizó; mi cuerpo se elevó, planeando por Alemania entera… Él me pidió disculpas al instante, pero aquello que había nacido entre los dos ya era imparable. Yo sabía la situación. Era un hombre casado, con hijos. Pero yo jamás había estado enamorada y solo quería sentir, dejar bogar mi corazón por aquellos océanos dóciles. No me importaba nada más.

 A tu progenitor, muchacho, le encantaba sorprenderme−La anciana en aquel momento detuvo la narración, en sus ojos fulgurantes, una luz limpia le donaba vida a aquel cuerpo vencido por el inevitable paso del tiempo−.  Recuerdo una tarde−continuó esbozando una media sonrisa−que una gran nevada nos dio una pequeña tregua. Él acababa de irse del piso que compartía con dos chicas extremeñas, a dos cuadras de su casa. Fui hasta mi cuarto a ponerme una rebeca, porque su ausencia siempre me daba frío en el cuerpo y en el alma. Rebusqué en el armario y me puse la prenda rodeándome con mis brazos. Mi cuerpo aún olía a él. Suspiré como una tonta y me asomé a la ventana. Una leve capa de vaho teñía el cristal helado. Con la mano derecha limpié el cristal y cuál fue mi asombro. En el pequeño descampado que había frente a mi piso, sobre la nieve había escrito: “Los ángeles son terrenales, uno está leyendo esto desde su ventana… Te quiero rubia”.

    Volver a tu país para la mayoría de los emigrantes que poblábamos Europa significaba un motivo de alegría. No hay nada comparable a volver a tu hogar después de muchos meses, incluso años. Porque la tierra siempre tiene esa atracción, como la gravedad que rige el espacio… Pero para mí cruzar la frontera significaba una gran desdicha. Todo volvía a la cruda realidad. Y solo contaba los días que faltaban para volver a la fábrica donde allí él era mío. De vez en cuando iba a visitarme a mi pueblo. Un día, dos. Trazos de tiempo que me dejaban la miel en los labios. Así pasaron cinco años.

 

   La cafetería se fue quedando poco a poco sola. El camarero limpiaba con destreza los vasos y tazas y las iba colocando sobre la máquina de café con soltura. Desde una radio difundían el noticiero con una voz pulcra y aplicada. Afuera había comenzado a llover.

─¡Tienes todo el derecho del mundo para reprocharme lo que quieras, Daniel! Pero ten en cuenta antes de realizar un veredicto que todo lo que hice fue por amor. Y tu padre, vive Dios, se dejó arrastrar por las mareas del querer. Somos culpables de haber obrado mal ante el mundo, seguro que sí, pero no para nuestros corazones.

 

─¡Yo no soy quién para juzgarla Señora, mucho menos a mi padre! No dudo de  lo que los dos tuvieron fuera sincero. Y viéndola a usted, Milagros, después de más de  60 años, hablar así de mi padre no me deja lugar a ambigüedades de lo que sentían el uno por el otro… Ahora solo puedo pensar en mi madre, si sabía algo de esta historia y si fue así porque lo dejó correr.

─Solo puedo decir una cosa. Tu padre era un hombre responsable, con el corazón dividido. Yo le veía sufrir porque sabía que tenía a tus hermanos, a tu madre, que para él era el pilar de su familia… Fui yo la que decidió acabar con nuestra historia. Después de varios años desde que retornamos del extranjero y no volvimos a emigrar viéndonos en clandestinidad. Días sueltos del mes, en el que teníamos que hacer birlibirloque  para vernos, después de un millar y una lágrima derramada con cada separación, después de todo…lo vivido… Aún conservo todas las cartas que él me escribió, supongo que las mías estarán escondidas al lado del pozo de vuestra alquería, donde un día me dijo que las leía y las guardaba. En el remite, mi nombre era Carlos, un amigo de Alemania… Ahí están reflejadas cada palpitación de mi pecho, cada sentimiento desbordado en tinta y papel.

El silencio se sentía en el aire cargado del bar. Tanto murmuraban aquellos silencios que no había palabras para describir aquella sensación. La amiga de Milagros la ayudó a levantarse, parecía aún más anciana en aquel instante. Como si al contar aquella historia hubiera soltado un lastre que no la dejaba volar.

─¡Vámonos, se hace tarde Milagros!... ¡Ha dejado de llover!−Dijo su amiga, que había estado en completo silencio en toda la conversación.

El muchacho se levantó al unísono y las acompañó hasta la puerta, las vio alejarse muy despacio en aquella tarde gris. No abandonó la entrada de la cafetería hasta que sus siluetas se perdieron calle abajo, entre la bruma que parecía nacer del suelo.

─¡No la digas nada a tu madre!−Le dijo momentos antes de marcharse, mientras se agarraba del brazo de su compañera−.De nada sirve remover el pasado, solo trae nostalgia y melancolía… y dolor−se detuvo en seco después de avanzar unos metros−. ¡Tu madre fue una mujer con suerte!

Regreso a la barra del bar y se pidió otro café. Había comenzado a llover de nuevo…

 

 

 

Fin

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