jueves, 26 de noviembre de 2020

La bruja en mí (Juana Azurduy)

 

 Día treinta y cinco mil del apocalipsis viral. La casa se hace más y más pequeña. Las paredes se acercan a mí, como si quisieran devorarme. Mis dudas, mis temores son el alimento de esta estructura maliciosa que me agobia y me cuestiona cada vez más. Se burla de mi necesidad de aire. De cielo. De mar.

 Odio esta sensación que me oprime y encierra mi liberad. La corta de cuajo, de un tirón como antes lo hacían otros. ¿Quiénes? Ya sabés quienes. No preguntes boludeces. Siempre igual. Vos y el resto preguntando pelotudeces. Sabés que ellos siempre hicieron de mi lo que quisieron. Y fuiste cómplice.

 Las conversaciones entre mí y mi lado perverso son infinitas. La capacidad de discusión a niveles extremos solo se ve interrumpida por los quehaceres en horas concretas. “La mejor forma de no perder la cabeza es tener horarios fijo para todo”. Eso dice la tele. Un comunicado eterno de la OMS que da indicaciones de cómo seguir. ¿Seguir para qué? Para salvar a la humanidad de la extinción. Para que no terminemos como los dinosaurios que luego del meteorito desaparecieron porque no eran inteligentes. Porque no pensaban como lo hacemos nosotros, o los que piensan por nosotros, en realidad. Si, hay un grupo selecto de intelectualoides que piensa por nosotros, decide por nosotros, y etcétera.

 Los comunicados explican que cada día a las 7000 horas, alguien, dejará una ración de comida para la persona que acompaña al ser especial.  Más doble ración diaria para esa personita a quien debemos cuidar sin miramientos.

 Por supuesto, no soy la persona especial ni mucho menos. Solo soy la que cuida.

 Luego de desayunar, debemos hidratarnos muy bien. Lavarnos las manos. Pasarnos alcohol y esperar las indicaciones diarias. Que también aparecerán en la pantalla de la tele, del celular o computadora. No más programas absurdos de TV. No más series que cuenten como fue la humanidad antes. ¿De qué? ¿Sos estúpida o te hacés? Antes de eso, aunque no lo recuerde. No puedo precisar qué era antes, qué fue diferente.

 Solo sobrevivimos los que teníamos un vástago al momento del colapso global. Un ser pequeño que se transformó en el futuro de la humanidad. Todos los demás fueron muriendo. Como si haber gestado nos pusiera en un trono. ¿Y luego? Luego nada. Ellos son el futuro, repite la tele con colores brillantes.

 Y mi retoño que no para. La palabra mamá ya es horrorosa. Insoportable. El eco del mamamamamamama es interminable. Y me levanto y voy. Una vez, y otra más. Ante el mamamamamamamamama eterno que no cesa y no descansa ni de noche. «El agua alcanzame, mamamama.», « ¿Por qué estas cansada si estamos encerrados sin hacer nada mamamama?»,  «Estoy aburrido mamitita.» Y me canso de escuchar y de pensar.

 Pongo la música alta para ahogar el ruido de sus labios. El ruido de mis pensamientos que me provoca eliminar el “mamamama”. Y esa idea se cuela y se transforma en certera: eliminar el ruido. No bajarlo o entenderlo. Eliminarlo. Sacarlo de la faz de la tierra de un saque. De un borrón y cuenta nueva. Blanca. Sola.

 Busco sosegar mis pensamientos. Idiotizarme con algo. La música siempre ayudó con eso. Pero no nos dejan escuchar música. Está prohibido cualquier divertimento que nos aparte del deber de cuidar. No se nos permite disfrutar nada, solo servir a este ser individual y único. Pero yo la escucho de contrabando. Tengo unos auriculares que zafaron de la racia luego de la gran mortandad. Los escondí en mi vagina y ahí no lo buscaron. Iba en contra de la reglamentación.

 Lo rescaté y lo lavé con alcohol.

 Se escucha algo bajo, quizás por el líquido que se filtró. Pero antes que nada, antes que el mamama, es lo mejor que puedo tener. Pero mi retoño se enoja cuando escucho mi música. Grita como loco. Y me acusa. Me dice que me va a denunciar al teléfono que aparece en la pantalla. Ese mensaje es para ellos. Para que digan si les hacen algo malo.

 Y trato de no explotar porque si exploto….

 Pienso en Hansen y Grethel. No en ellos justamente. ¿Por qué alguien escribiría algo tan macabro como cocinar niños en postres o en hacerlos guiso? Pienso en la piel achucharrada y chamuscada de esos niños. Y el chocolate derretido….

«¡¡¡Mamamamamaaaaaa!!!», chilla el cachorro humano porque no le presto atención. Me tiembla el párpado izquierdo. El cuerpo me hormiguea. La electricidad contenida rebota por todo mi cuerpo sin parar. Me levanto de golpe. La silla se cae con violencia mientras hace un ruido estridente, metálico, como de otro mundo. Incluso como si el mundo se partiera en dos por semejante acto de hartazgo. Y el nene se asusta. Se queda mudo. Me paro frente a él. Es tan insignificante cuando lo miro desde arriba. Tan pequeño y mortal.

 Me dirijo a la cocina y pongo una olla enorme a hervir. Pienso en el futuro. En cómo sería el mundo sin humanos, sin niños chillones. Le pongo algo de sal al agua. Un chorro de aceite. De tanto en tanto pienso en la bruja del cuento y entiendo por qué secuestra a los niños. Imagino lo cansada que debía estar para llegar a tal extremo. Me siento hermanada con el personaje. Miro a mi retoño mientras revuelvo el agua con un cucharón. El niño retrocede. Lo sabe.

 Intenta escapar, pero es en vano.

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