Día
treinta y cinco mil del apocalipsis viral. La casa se hace más y más pequeña.
Las paredes se acercan a mí, como si quisieran devorarme. Mis dudas, mis
temores son el alimento de esta estructura maliciosa que me agobia y me
cuestiona cada vez más. Se burla de mi necesidad de aire. De cielo. De mar.
Odio esta
sensación que me oprime y encierra mi liberad. La corta de cuajo, de un tirón
como antes lo hacían otros. ¿Quiénes?
Ya sabés quienes. No preguntes boludeces. Siempre igual. Vos y el resto
preguntando pelotudeces. Sabés que ellos siempre hicieron de mi lo que
quisieron. Y fuiste cómplice.
Las
conversaciones entre mí y mi lado perverso son infinitas. La capacidad de discusión
a niveles extremos solo se ve interrumpida por los quehaceres en horas
concretas. “La mejor forma de no perder la cabeza es tener horarios fijo para
todo”. Eso dice la tele. Un comunicado eterno de la OMS que da indicaciones de
cómo seguir. ¿Seguir para qué? Para salvar a la humanidad de la extinción. Para
que no terminemos como los dinosaurios que luego del meteorito desaparecieron
porque no eran inteligentes. Porque no pensaban como lo hacemos nosotros, o los
que piensan por nosotros, en realidad. Si, hay un grupo selecto de
intelectualoides que piensa por nosotros, decide por nosotros, y etcétera.
Los comunicados
explican que cada día a las 7000 horas, alguien, dejará una ración de comida
para la persona que acompaña al ser especial.
Más doble ración diaria para esa personita a quien debemos cuidar sin
miramientos.
Por supuesto,
no soy la persona especial ni mucho menos. Solo soy la que cuida.
Luego de
desayunar, debemos hidratarnos muy bien. Lavarnos las manos. Pasarnos alcohol y
esperar las indicaciones diarias. Que también aparecerán en la pantalla de la
tele, del celular o computadora. No más programas absurdos de TV. No más series
que cuenten como fue la humanidad antes. ¿De qué? ¿Sos estúpida o te hacés?
Antes de eso, aunque no lo recuerde. No puedo precisar qué era antes, qué fue
diferente.
Solo
sobrevivimos los que teníamos un vástago al momento del colapso global. Un ser
pequeño que se transformó en el futuro de la humanidad. Todos los demás fueron
muriendo. Como si haber gestado nos pusiera en un trono. ¿Y luego? Luego nada.
Ellos son el futuro, repite la tele con colores brillantes.
Y mi retoño que
no para. La palabra mamá ya es horrorosa. Insoportable. El eco del
mamamamamamama es interminable. Y me levanto y voy. Una vez, y otra más. Ante
el mamamamamamamamama eterno que no cesa y no descansa ni de noche. «El agua
alcanzame, mamamama.», « ¿Por qué estas cansada si estamos encerrados sin hacer
nada mamamama?», «Estoy aburrido
mamitita.» Y me canso de escuchar y de pensar.
Pongo la música
alta para ahogar el ruido de sus labios. El ruido de mis pensamientos que me
provoca eliminar el “mamamama”. Y esa idea se cuela y se transforma en certera:
eliminar el ruido. No bajarlo o entenderlo. Eliminarlo. Sacarlo de la faz de la
tierra de un saque. De un borrón y cuenta nueva. Blanca. Sola.
Busco sosegar
mis pensamientos. Idiotizarme con algo. La música siempre ayudó con eso. Pero
no nos dejan escuchar música. Está prohibido cualquier divertimento que nos
aparte del deber de cuidar. No se nos permite disfrutar nada, solo servir a
este ser individual y único. Pero yo la escucho de contrabando. Tengo unos
auriculares que zafaron de la racia luego de la gran mortandad. Los escondí en
mi vagina y ahí no lo buscaron. Iba en contra de la reglamentación.
Lo rescaté y lo
lavé con alcohol.
Se escucha algo
bajo, quizás por el líquido que se filtró. Pero antes que nada, antes que el
mamama, es lo mejor que puedo tener. Pero mi retoño se enoja cuando escucho mi
música. Grita como loco. Y me acusa. Me dice que me va a denunciar al teléfono
que aparece en la pantalla. Ese mensaje es para ellos. Para que digan si les
hacen algo malo.
Y trato de no
explotar porque si exploto….
Pienso en
Hansen y Grethel. No en ellos justamente. ¿Por qué alguien escribiría algo tan
macabro como cocinar niños en postres o en hacerlos guiso? Pienso en la piel
achucharrada y chamuscada de esos niños. Y el chocolate derretido….
«¡¡¡Mamamamamaaaaaa!!!», chilla el cachorro humano
porque no le presto atención. Me tiembla el párpado izquierdo. El cuerpo me
hormiguea. La electricidad contenida rebota por todo mi cuerpo sin parar. Me
levanto de golpe. La silla se cae con violencia mientras hace un ruido
estridente, metálico, como de otro mundo. Incluso como si el mundo se partiera
en dos por semejante acto de hartazgo. Y el nene se asusta. Se queda mudo. Me
paro frente a él. Es tan insignificante cuando lo miro desde arriba. Tan
pequeño y mortal.
Me dirijo a la
cocina y pongo una olla enorme a hervir. Pienso en el futuro. En cómo sería el
mundo sin humanos, sin niños chillones. Le pongo algo de sal al agua. Un chorro
de aceite. De tanto en tanto pienso en la bruja del cuento y entiendo por qué
secuestra a los niños. Imagino lo cansada que debía estar para llegar a tal
extremo. Me siento hermanada con el personaje. Miro a mi retoño mientras
revuelvo el agua con un cucharón. El niño retrocede. Lo sabe.
Intenta
escapar, pero es en vano.
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