El calor era insoportable en la región. Los perros
callejeros se bañaban en las aguas verdosas de las fuentes y las personas
bebían cerveza barata en los pórticos de sus viviendas.
En los noticieros decían que las altas temperaturas estaban rompiendo récords y
la tasa de desempleo también. Todo lo anterior me parecía un escenario
tristísimo.
Aquella tarde, en la cafetería de don Juanito, yo
bebía soda con hielos y leía una tira cómica para matar el tiempo mientras
esperaba a papá, pero como siempre, a él se le había olvidado. Papá quedó de
llevarme al lugar donde él es el jefe, según él para darme el regalo por mi
cumpleaños número quince.
—Voy a cerrar la cafetería —me avisó Juanito—. No
puedo tener encendido el aire acondicionado por un solo cliente.
—Aún es temprano, estoy esperando a alguien.
—Llevas esperando a ese alguien por más de dos
horas. Yo pienso que ya no vendrá.
—¿Y ahora? No sé qué haré el resto de la tarde.
—Los muchachos de tu edad deben estar en el cine o
divirtiéndose por ahí con sus novias. Son vacaciones de verano, hijo.
Me sentí deprimido y más solo que nunca. Mamá
seguramente estaría encerrada en su habitación con su nuevo novio, haciendo
cosas que no me quiero ni imaginar. Guardé mis revistas en la mochila. Juanito
se desabotonó la camisa y me señaló la salida. Él tenía razón, papá ya no
vendría por mí.
—Ya, ya entendí, adiós.
Las calles estaban desiertas y la luz del sol me
lastimaba los ojos. Sentí las axilas mojadas. Me di prisa y tomé un atajo para
llegar pronto a casa.
—¿Qué tal? —me saludó alguien, pero no vi a nadie a
mi alrededor porque estaba encandilado.
Me adentré por una calle sin pavimentar que estaba
rodeada de árboles.
—Hola, niño —dijo una voz angelical.
Me senté en un tronco caído, dirigí la vista hacia
el final de la calle y observé a una mujer recargada en un roble, como si se
estuviera escondiendo de alguien.
—Ven —me dijo, expulsando el humo de un cigarro electrónico.
Los tacones de sus zapatos de aguja se clavaban en
la tierra.
—¿Yo? —Me fui aproximando lentamente.
—Acércate, no seas tímido. No muerdo, bueno, no
siempre lo hago.
Ella usaba una minifalda negra que apenas le cubría
una pequeña parte de sus torneados muslos.
—¿Tienes calor? —pregunté, admirando sus largas
piernas.
La situación era extraña y no sabía qué decir.
—Soy nueva en la ciudad y no conozco a nadie. Vine
a trabajar al burdel.
—¿Y qué haces ahí?
—Soy prostituta, claro.
—¡Ah!
—¿Quieres platicar conmigo? Será sólo un momento.
—No estoy seguro de que deba hacerlo.
Ella hizo una mueca como si estuviera disgustada.
—Así que eres de ese tipo de personas, de las que
discriminan a las zorras como yo.
Ella era joven, alta, su cuerpo era trabajado como
el de las mujeres que asisten al gimnasio a diario, los rasgos de su rostro
eran finos: era simplemente hermosa.
—Perdón, es que nunca había hablado con una…
—Con una puta, por favor, ya dilo con toda la
extensión de la palabra.
—Es que no tengo amigas, casi no charlo con
mujeres… sólo con mamá.
Nos sentamos en el césped mientras ella guardaba su
cigarrillo en un diminuto bolso.
—Yo puedo ser la primera.
—¿La primera? —Tragué una bola de saliva que
parecía una pelota vieja de béisbol.
—Tu primera amiga, no seas bobo.
Sin pretenderlo miré su ropa interior. Ella sonrió,
cruzó las piernas y me pellizcó la mejilla.
—Disculpa —dije.
—No te preocupes, suele pasar.
Seguimos platicando por un largo rato y las horas
volaron. Ella me habló todo acerca de su vida, menos sobre su empleo en el
burdel, yo le conté sobre mis asuntos, asuntos que a nadie le interesaban y
ella me puso atención a todo lo que le dije, incluso más atención de la que me
prestan mis papás. Nos confiamos nuestros secretos. Carcajeamos, luego ella vio
la hora y de la nada derramó una lágrima que le llegó hasta la clavícula.
—Perdón, a veces me pongo melancólica. Hace rato
tenía una cita, una cita de trabajo, pero no fui, no tenía ganas de nada ni de
nadie.
No supe qué contestar y le tomé la mano. Me di
cuenta de que ya estaba oscureciendo. Ella y yo teníamos mucho en común.
—Niño, ¿tú piensas que yo soy buena persona?
Cambió el curso de la charla. Ella no pretendía
conversar sobre sus penurias.
—Estoy seguro de que lo eres.
—¿Piensas que soy hermosa?
—Muy hermosa.
—Eres raro, pero me gustas.
—Gracias.
Se deslizó un poco más, me besó la frente y colocó
su brazo alrededor de mis hombros.
—Algún día deberíamos salir a tomar un café o a la
playa, pero ahora tengo que irme. Mi jefe es un tirano. ¡Maldito sapo! A veces
quisiera matarlo. De seguro vendrá a buscarme porque sabe que me gusta venir a
este sitio. Me he ausentado y no le avisé.
Me sujetó del cuello, me besó en los labios con
suavidad, se incorporó y se retiró.
—Adiós —le dije.
Escuché el ruido de un automóvil al frenar de golpe
sobre la tierra. Era el coche del novio de mamá. Ella descendió.
—¿¡Dónde diablos te metes!?
Caminó rápidamente hacia mí, haciendo ademanes y
gritando insultos.
—Esteban y yo te hemos estado buscando por toda la
condenada ciudad.
—Estaba en la cafetería de Juanito, esperando a
papá.
El novio de mamá nos miraba, sentado en el cofre de
su coche descapotado.
—¡Vámonos ya! —ordenó mamá.
Me subí a regañadientes y me sentí afligido una vez
más.
—Ya, mamá, no me digas de cosas enfrente de este
señor.
El novio de mamá encendió el motor. Observé a la
chica, ella estaba parada en el bulevar.
—Tu pequeñín andaba de caliente con una puta —dijo
Esteban.
—¿Qué dices? —Mamá se quería volver loca—. ¡No es
posible! Mañana le diré a su padre que lo lleve con el cura de iglesia.
—Sólo estábamos platicando.
La chica del burdel guiñó un ojo, me lanzó un beso
y leí en sus labios decir:
—Nos seguiremos viendo, niño.
Y enseguida llegó una camioneta negra que yo
conocía muy bien, papá bajó con cara de pocos amigos, le abrió la puerta a mi
nueva amiga, ella entró y se perdieron de mi vista.
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