Nunca
había tenido que esconderse durante tanto tiempo en un mismo sitio, pero la
presencia de los tres conversos que
rondaban por la tienda le habían obligado a hacerlo.
Se
suponía que aquella zona estaba despejada, por lo que entró solo y le había
dejado a Helen sus armas.
El
pequeño hueco del cierre le había impedido entrar con todo su equipo, por lo
que se lo dejó a su compañera. Una vez en el interior, mientras buscaba comida,
tres infectados se acercaron a la puerta y bloquearon su única vía de escape.
No
sabía cómo se habían quedado atrapados allí aquellos zombis, pero tampoco le
importaba. No podía librarse de ellos sin sus armas, y en aquella tienda de
comestibles no había nada con lo que luchar; por lo que optó por esconderse en
aquel almacén hasta tener vía libre, o hasta que Helen se diera cuenta de que
estaba en peligro y entrara en su ayuda. Entonces cayó en la cuenta de que si
la mujer no había entrado ya a buscarle, eso significaba que ella se encontraba
también en peligro. ¿Aquellos malditos críos los habían engañado y la zona no
estaba despejada de conversos?
No
podía contar con más ayuda que su ingenio y la suerte.
Miró en derredor buscando algo que pudiera utilizar para librarse de aquellos
tres muertos vivientes. Con sumo cuidado para no hacer ruido que atrajese a los
depredadores, recorrió el almacén sin encontrar ningún objeto que pudiera usar
como arma.
Por
fin su ingenio actuó. Encontró un palo de escoba que le serviría para salir de
allí con vida. También encontró una cuerda fina de atar paquetes y una caja
entera de latas de conserva. Legión
le había enseñado que bien tirada, una lata de conserva o refresco podía ser un
buen arma contra los conversos si se
les acertaba en la cabeza. Abrió la caja y comenzó a coger latas. Si se le
caían estaba perdido.
Salió
del almacén con una lata en la mano y el palo de escoba en la otra. Llevaba un
extremo del cordel anudado a una pierna. Se colocó cerca de la puerta y lanzó
la primera lata. No hizo blanco y el ruido atrajo la atención de los zombis.
Los tres se dirigieron hacia la puerta del almacén.
Entonces
Riesco se escondió y dio un tirón al extremo del cordel que llevaba en su
pierna. La otra punta estaba atada a una lata de conserva que hacía de base a
una torre que había hecho con el contenido de la caja del almacén.
Las
latas caídas hicieron un gran estruendo, por lo que los conversos acudieron al origen del ruido: el interior del almacén.
Una
vez que el último zombi hubo atravesado el umbral, Riesco salió de su
escondite, cerró la puerta y la atrancó con el palo de la escoba. Ahora podía
salir de la tienda sin peligro.
Primero
comprobó que el exterior estuviera despejado, y así era. Después salió del
local y comenzó a buscar a su compañera y al grupo de muchachos que los habían
acompañado hasta allí, pero no había ni rastro.
Miró
por las calles colindantes y lo primero que vio fue su espada, la ballesta y la
mochila que le había dejado a Helen. También estaba el macuto de la mujer y
algún objeto de los cuatro chicos. Eso significaba que habían sido atacados por
los conversos y habían tenido que
irse de allí. Seguro que volverían a por él.
A
pocos metros de su posición, un extraño sonido comenzó a oírse. Giró la cabeza
y se encontró con uno de los chicos que habían conocido en Madrid. No recordaba
su nombre, pero ya no importaba. El muchacho había sido mordido y se había
convertido en un zombi.
Sería
fácil librarse de él, por suerte, iba calzado con patines y no era capaz de
ponerse en pie. Por humanidad (y por supervivencia) acabó con la agonía de
aquel chico. No era la primera vez que tenía que acabar con un conocido y ya no
le afectaba. Cogió la mochila y se la cargó al hombro. Sacó su cuchillo de caza
y se lo volvió a atar al antebrazo. Ya no se separaría de él más veces.
Iba
a coger algo del material del chico muerto, pero un disparo lejano le puso
alerta. Estaba seguro de que era Helen la que lo había efectuado. En la ciudad
los disparos sonaban diferentes, y aunque había sonado lejano, estaba seguro de
que se encontraba más cerca de lo que pensaba.
No
había estado nunca antes en Madrid, pero sabía que aquello era
Un
nuevo disparo. Provenía de la boca de Metro. Cogió su ballesta y comenzó a
bajar las escaleras. Sin embargo, la puerta de acceso estaba cerrada. La figura
de una persona apareció entre los barrotes de la cancela.
—Helen
—llamó el chico. Pudo ver como algunos zombis se acercaban a su compañera. La
mujer disparó de nuevo.
—¡Ayúdame!
—pidió.
—Pero...
¿por dónde entro?
—Por
la boca de Callao. Estas puertas están todas cerradas. Tienes que volver y
buscar las vías de la línea 5 y venir hasta aquí. El camino está despejado;
todos los conversos que había me han
seguido a mí.
—¡Resiste!
—le gritó el chico antes de echar a correr hacia la entrada que le indicó
Helen.
Sin
aliento, llegó a la entrada del metro de Callao. No recordaba haber corrido tan
rápido nunca, ni siquiera huyendo de los conversos.
Se
introdujo en el suburbano. Localizó la línea 5, de color verde claro, y siguió
la dilección hacia el andén con sentido Gran Vía. De un salto aterrizó en la
zona de los raíles y corrió en busca de su amiga.
Llevaba
su espada lista para usar en caso de que algún zombi se cruzase en su camino.
Sin embargo, no había infectados por el virus en el camino. Todos habían
seguido a su compañera.
Cuando
llegó a la salida en la que estaba atrapada Helen, se la encontró encaramada a
lo alto de la reja de la puerta intentando escapar del alcance de una decena de
conversos.
Riesco
disparó su ballesta y derribó a un enemigo, rápidamente, recargó y eliminó a
otro zombi. El resto se giró hacia él. Recargó nuevamente y disparó al enemigo
que se había acercado más. Ahora los conversos
estaban demasiado próximos para recargar.
Junto
a su oído silbó un objeto metálico que había atravesado parte del pasillo y fue
a hundirse en la cabeza de un muerto viviente. Riesco lo reconoció al instante:
era un rodamiento de acero de los que utilizaban los miembros de Legión para eliminar a los infectados.
Un bote de refresco cargado de cemento impactó en la cabeza de otro zombi, que
cayó fulminado.
—Legionarios, en formación —gritó el
líder de la banda. El grupo, ahora formado por seis miembros, se colocó en la
misma posición de ataque que ya habían visto Riesco y Helen varios días atrás
en aquel parque de Princesa—. ¡Escudos!
Cuatro
de los integrantes de Legión se
quitaron las tapas de los contenedores que cargaban a la espalda y las
colocaron en sus antebrazos. Cerraron filas en torno a los otros dos compañeros.
Riesco
corrió y se parapetó tras la formación y colocó otro proyectil en su ballesta.
Se puso en pie y disparó haciendo blanco en el ojo de un infectado.
Dos
nuevas bolas de acero salieron de los tirachinas de los legionarios y acabaron con la ”no-vida" de sendos atacantes.
La ballesta de Riesco entró de nuevo en juego eliminando al noveno rival.
El
último de los zombis fue eliminado por Helen con un ataque por la espalda. Lo
golpeó con la culata de su escopeta hasta acabar con él.
Los
legionarios rompieron su formación.
—¿Estáis
todos bien? —preguntó el líder de Legión.
Todos afirmaron.
—¿Se
puede saber dónde cojones os habíais metido? ¿Por qué me habéis dejado solo en
aquella tienda? Había tres conversos
y estaba desarmado —respondió Riesco enfurecido a la vez que empujaba a Tomás.
—No
lo sabíamos, creíamos que era una “zona limpia" —se excusó el agredido.
Estaba visiblemente turbado–. Tuvimos que irnos de allí porque nos vimos
rodeados y pensamos que estarías a salvo en aquella tienda.
—Yo
te dejé tus armas cerca por si salías, que las pudieras coger.
—Tenemos
que continuar con nuestro camino a los laboratorios —cambió de tema Riesco—. En
ellos debería estar almacenado uno de los componentes que necesitamos para
seguir sintetizando la vacuna contra la infección.
—¿Cómo
sabes tanto sobre la infección y la vacuna? —quiso saber el líder de Legión.
—La
infección se inició el sitio donde yo vivía. Todo por culpa de un experimento
que ayudaba a los soldados a resistir el dolor en caso de tener que entrar en
batalla. Uno de los componentes de la sustancia que le inyectaban reaccionó con
un microorganismo llamado Haematococcus
pluvialis y que tiene el agua de rojo. Se da en altas concentraciones en la
zona. Las dos cosas por separado no tienen ningún efecto negativo en el ser
humano, pero combinadas han resultado ser mortales. O mejor dijo no mortales,
porque ya veis que cuando estás infectado no puedes morir a no ser que te
corten la cabeza o te aplasten el cráneo.
—Haremos
todo lo que podamos para ayudaros a llegar hasta los laboratorios, pero a
cambio queremos dosis de esa vacuna —exigió el líder.
—A
mí me parece justo —intervino Helen estrechándole la mano al chico—. Una vez
que tengamos los componentes, nos trasladaremos al laboratorio de Segovia donde
está nuestro bioquímico. Allí os pondrá la vacuna y podréis traeros unas
cuantas dosis para los vuestros.
—Entonces
no perdamos más el tiempo. ¡Legionarios!,
en marcha.
Riesco
y Helen siguieron los pasos del grupo de muchachos.
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