jueves, 5 de noviembre de 2020

De carne y huesos (Ubiksolar)

 Marcaban casi las siete en la gélida mañana burgalesa. Era una de esas madrugadas penumbrosas en las que parecía que Dios se hubiera olvidado de encender el mundo. Con su ceñida rebeca, que a duras penas le protegía de la ventisca castellana, Laura se dirigía a la carnicería Anselmo para su primer día de trabajo. Era el 3 de febrero de 1948.

Tras llamar a la deteriorada puerta, bajo el dintel apareció un hombre de unos cuarenta años, de rostro hosco, prematuramente avejentado. Y, como pronto averiguaría, de pocas, muy pocas palabras. Respondía al nombre de Anselmo Ridruejo, era soltero y nadie le conocía relación sentimental alguna. Era el propietario de la misma carnicería que tres generaciones anteriores de Ridruejos. El vetusto inmueble de ladrillos mil veces recompuestos, languidecía, aislado y abatido en un viejo callejón de los arrabales de Burgos. Anselmo sabía que esa mañana llegaba su nueva ayudante, a la que había contratado por referencias. Le hizo un gesto con la cabeza para que entrara.

Durante la primera semana le enseñó los rudimentos de la profesión: trocear las piezas, eviscerar los pollos, retirar los tendones, etc. En ese tiempo nunca pronunció más de dos frases seguidas, dedicadas solo a corregir los errores de su nueva empleada. Esta se esforzó al máximo por aprender rápidamente su oficio, procurando no perder ningún dedo por el camino. A sus diecinueve años no estaba dispuesta a volver al viejo caserón familiar, no quería repetir la vida de su madre. Si es que a esa existencia, dominada por las obsesiones y prejuicios de su señor marido, se le podía llamar vida. No pensaba mucho en su padre. Nunca perdía tiempo pensando en las personas que le habían hecho daño. Menos aún en las que le habían hecho mucho daño.

***

En dos meses pudo empezar a atender sola a los escasos clientes. La mayoría acudían por la mañana o al mediodía. Las tardes le quedaban así lo bastante libres para preparar las piezas de carne y limpiar el establecimiento. Mientras tanto, Anselmo revisaba las cuentas intentando hallar alguna rentabilidad a su triste negocio, o se dedicaba a tratar de terminar, al menos por una vez en su vida, uno de los crucigramas del ABC. Algunas tardes, sin embargo, el carnicero se levantaba de su silla y entraba en un pequeño reservado situado entre el expositor y la cámara frigorífica. Una habitación de no más de cuatro metros cuadrados donde pasaba periodos de entre veinte y cuarenta minutos y cuyo interior su pupila desconocía. Ella no le daba importancia a eso. Las cosas de hombres eran cosas de hombres. No obstante, a pesar de la frialdad de su jefe, en alguna ocasión lo descubrió mirándola fijamente. En cuanto éste se sabía sorprendido, volvía apresuradamente a sus papeles.

 

Laura vivía en una cochambrosa pensión de un barrio cercano. A pesar de su juventud, sabía ya bastantes cosas de la vida. Las malas, sobre todo. Cuando lo necesitaba, lograba abstraerse de ello pensando en los recuerdos dulces de su infancia que todavía retenía en su interior. Que a pesar de todo eran muchos, coloridos y vivaces.

Con el transcurrir del tiempo, la frecuencia y duración de las misteriosas estancias de Anselmo en el reservado aumentaron. Y su carácter, de natural displicente, empezó a evolucionar lentamente hacia una lánguida melancolía.  Ya no era raro, en las tardes silenciosas de la carnicería, que se ensimismara oteando los árboles lejanos y desnudos a través de la cristalera. Llegados a este punto Laura no pudo evitar hacerse preguntas. ¿Qué hacía en la salita durante sus numerosas ausencias? ¿A qué se debía ese cambio de conducta?

Una tarde cualquiera, en una pequeña distracción, la muchacha se hizo un pequeño tajo en la mano. Aunque era poco profundo, la sangre brotó con fuerza al haber alcanzado capilares; gritó dolorida llevándose la mano a la herida. Anselmo salió corriendo de su reservado y se lanzó sobre ella, que, instintivamente, hizo un ademán de protegerse. Esperaba lo que era habitual tras un error suyo, es decir una bofetada, o más de una.  Pero él tomó firmemente la mano dañada y le retiró la otra. Le limpió rápidamente el corte, lo desinfectó con un poco de sulfato y le vendó la mano. Todo con eficiencia profesional.

Cuando terminó el proceso, sin embargo, su movimiento se ralentizó. En lugar de soltar el fino brazo de su dependienta, se quedó unos segundos sujetándolo con delicadeza entre sus velludas manos, mientras lo contemplaba. A continuación dejó reposar suavemente la mano herida en la mesa. Sorprendido de sí mismo, levantó la mirada con expresión tímida y la miró. Ella inesperadamente descubrió, como si fuera la primera vez que los viera, unos profundos ojos grises, llenos de algo que era incapaz de definir en ese momento. Algo que estaba lejos de lo que había visto hasta entonces en las miradas de otros hombres, incluido su padre. Repentinamente el carnicero se dio la vuelta y se encerró de nuevo en su reservado, sin mediar palabra.

Laura meditaría en los siguientes días sobre ese inesperado episodio. Lo que más le intrigaba era la expresión que había descubierto en el rostro de aquel hombre extraño y taciturno. El incidente, además, aumentó aún más la cifra de las enigmáticas visitas al reservado, alcanzando las cinco diarias.

***

Tres meses después de aquello, en las últimas horas de una tarde particularmente tranquila, entró por la puerta un sereno que frisaba los cincuenta años. Su uniforme negro combinado con su nariz aguileña y su mirada fría hacían evocar a un cuervo gigante. Laura no lo conocía, porque en aquellos aledaños de la ciudad ni la Guardia Civil ni los serenos se molestaban en patrullar. Con cierta parsimonia comenzó a examinar el género. Ella sospechó poco a poco que no era la carne lo que quería inspeccionar. Al menos no la que estaba en el mostrador. En ese momento, una vez más,  Anselmo se encontraba en su reservado.

Todo fue muy rápido. El sereno se acercó por un lado del expositor, la agarró de la cintura y le dio la vuelta con facilidad. Una vez de espaldas y aplastada contra la pared, el hombre comenzó a subir su falda y a introducir su mano entre los pliegues de su entrepierna. Con ansiedad, pero a la vez con cierto dominio de la situación. La vida ya había enseñado a la joven que, si se quedaba muy quieta, tal vez el trago pasaría rápidamente. Con mucho dolor, pero rápidamente. No obstante, no se resignó, como nunca lo había hecho. Forcejeó aun en su difícil posición, y finalmente emitió un aullido lleno de rabia y desesperación.

Inmediatamente, se abrió la puerta del reservado, y Anselmo se asomó con cara alarmada. Cuando vio la situación, se abalanzó sobre el sereno, y lo separó del cuerpo de su presa con un envión. Este reaccionó con violencia. Sacó su porra y le dio un buen testarazo en el cráneo que le dejó tambaleante. Luego le asestó un puñetazo en el vientre, derrumbándolo. Una vez en el suelo, el sereno frustrado por la quiebra de sus planes le empezó a dar pausadamente patadas por todo el cuerpo.  Mientras lo hacía murmuraba frases en voz baja, de las que Laura rescató algunas partes como “maldito cabrón” o “quién te has creído”…  En mitad de la golpiza Anselmo consiguió gritar con una voz chillona y ridícula “¡Lo contaré en el cuartel!” El sereno se paró bruscamente. Sabía que se refería al cuartel de la Guardia Civil. No se llevaba nada bien con la benemérita. Y no quería darles un motivo para que tomaran represalias contra él. Así que le dio una última patada en el vientre y se alejó mascullando insultos.

Todavía en estado de shock, Laura se intentó acercar a su magullado jefe. Este, en cuanto vio su intención, se alejó rápidamente a gatas, grotescamente, hacia el reservado, cerrando la puerta como pudo tras él. Ella se apoyó en la pared para recomponer su falda y recuperar la respiración. Una vez más serena, decidió dar un paso poco habitual para las mujeres en aquella triste época: Se acercó a la puerta del reservado, giró con cuidado el pomo de madera y entró. Anselmo estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en una de las paredes, con el rostro tapado con sus brazos. Se sentía humillado por la paliza que le había infligido el sereno y por su estrambótica huida a cuatro patas. Pero había muchas otras cosas que en ese momento reclamaron la atención de la muchacha. Lo primero que vio fue una mesa que ocupaba casi toda la sala. Sobre esta, útiles de corte, navajas, punzones, etc, junto a montones de virutas. Y junto a éstos, y también en estanterías toscamente clavadas a las paredes, decenas de figuritas de madera. Representaban distintos tipos humanos. Niños, guardias civiles, mujeres embarazadas, curas, pastores… Todas talladas a mano y dotadas de una basta pero dulce naturalidad. Anselmo Ridruejo era un tímido, secreto artista.

Sobre la mesa, no obstante, había una figura mucho más grande que destacaba sobre las demás. Un busto a medio esculpir, de tamaño casi natural. Laura rodeó la mesa para contemplarlo de frente. Representaba a una mujer, y estaba toscamente tallado, evidenciando las carencias de su autor: El óvalo de la cara era irregular, los pómulos sobresalían de forma poco natural y el moño del cabello parecía un extraño melón ajustado a la cabeza. Entonces la joven se acercó más a la figura, y miró de cerca sus ojos. Y allí estaba. Era su mirada. Era su infinita soledad, la que le devolvía cada mañana el viejo espejo de su habitación. Contra toda lógica, un carnicero olvidado de una ciudad muerta había logrado reflejar su alma en un grosero trozo de madera.

Pero aun había algo más en aquellos ojos de madera. Como un fogonazo en su mente, se dio cuenta de repente de que aquella soledad inabarcable era también lo que había vislumbrado en los ojos de su jefe.

Profundamente emocionada, desvió lentamente la mirada, volviéndola hacia Anselmo. Se arrodilló frente a él. Con calma, delicadamente, separó los brazos de su rostro.  El hombre, exhausto, se dejó hacer.

Ella, con toda la sutileza de la que era capaz, puso sus manos a cada lado de la cara de él, y le alzó levemente el rostro, para enfrentar sus miradas. El carnicero alzó los ojos, derrotado. Su compañera de tantas tardes vio de nuevo en ellos la soledad sin fin que ya conocía y compartía.

Pero, al cabo de unos segundos, descubrió, en aquellos ojos grises que le miraban tímidamente, un pequeño brillo de tierna esperanza que, poco a poco, se abría paso en ellos.

Laura le sonrió muy levemente.

El sol exhalaba sus últimos rayos mientras desaparecía por el horizonte de la meseta castellana.

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