Marcaban casi las siete en la gélida mañana burgalesa. Era una de esas madrugadas penumbrosas en las que parecía que Dios se hubiera olvidado de encender el mundo. Con su ceñida rebeca, que a duras penas le protegía de la ventisca castellana, Laura se dirigía a la carnicería Anselmo para su primer día de trabajo. Era el 3 de febrero de 1948.
Tras
llamar a la deteriorada puerta, bajo el dintel apareció un hombre de unos
cuarenta años, de rostro hosco, prematuramente avejentado. Y, como pronto
averiguaría, de pocas, muy pocas palabras. Respondía al nombre de Anselmo
Ridruejo, era soltero y nadie le conocía relación sentimental alguna. Era el
propietario de la misma carnicería que tres generaciones anteriores de
Ridruejos. El vetusto inmueble de ladrillos mil veces recompuestos,
languidecía, aislado y abatido en un viejo callejón de los arrabales de Burgos.
Anselmo sabía que esa mañana llegaba su nueva ayudante, a la que había contratado
por referencias. Le hizo un gesto con la cabeza para que entrara.
Durante
la primera semana le enseñó los rudimentos de la profesión: trocear las piezas,
eviscerar los pollos, retirar los tendones, etc. En ese tiempo nunca pronunció
más de dos frases seguidas, dedicadas solo a corregir los errores de su nueva
empleada. Esta se esforzó al máximo por aprender rápidamente su oficio,
procurando no perder ningún dedo por el camino. A sus diecinueve años no estaba
dispuesta a volver al viejo caserón familiar, no quería repetir la vida de su
madre. Si es que a esa existencia, dominada por las obsesiones y prejuicios de su
señor marido, se le podía llamar vida. No pensaba mucho en su padre. Nunca
perdía tiempo pensando en las personas que le habían hecho daño. Menos aún en
las que le habían hecho mucho daño.
***
En
dos meses pudo empezar a atender sola a los escasos clientes. La mayoría
acudían por la mañana o al mediodía. Las tardes le quedaban así lo bastante
libres para preparar las piezas de carne y limpiar el establecimiento. Mientras
tanto, Anselmo revisaba las cuentas intentando hallar alguna rentabilidad a su
triste negocio, o se dedicaba a tratar de terminar, al menos por una vez en su
vida, uno de los crucigramas del ABC. Algunas tardes, sin embargo, el carnicero
se levantaba de su silla y entraba en un pequeño reservado situado entre el
expositor y la cámara frigorífica. Una habitación de no más de cuatro metros
cuadrados donde pasaba periodos de entre veinte y cuarenta minutos y cuyo
interior su pupila desconocía. Ella no le daba importancia a eso. Las cosas de
hombres eran cosas de hombres. No obstante, a pesar de la frialdad de su jefe,
en alguna ocasión lo descubrió mirándola fijamente. En cuanto éste se sabía
sorprendido, volvía apresuradamente a sus papeles.
Laura
vivía en una cochambrosa pensión de un barrio cercano. A pesar de su juventud,
sabía ya bastantes cosas de la vida. Las malas, sobre todo. Cuando lo
necesitaba, lograba abstraerse de ello pensando en los recuerdos dulces de su
infancia que todavía retenía en su interior. Que a pesar de todo eran muchos,
coloridos y vivaces.
Con
el transcurrir del tiempo, la frecuencia y duración de las misteriosas
estancias de Anselmo en el reservado aumentaron. Y su carácter, de natural
displicente, empezó a evolucionar lentamente hacia una lánguida
melancolía. Ya no era raro, en las
tardes silenciosas de la carnicería, que se ensimismara oteando los árboles
lejanos y desnudos a través de la cristalera. Llegados a este punto Laura no
pudo evitar hacerse preguntas. ¿Qué hacía en la salita durante sus numerosas
ausencias? ¿A qué se debía ese cambio de conducta?
Una
tarde cualquiera, en una pequeña distracción, la muchacha se hizo un pequeño
tajo en la mano. Aunque era poco profundo, la sangre brotó con fuerza al haber
alcanzado capilares; gritó dolorida llevándose la mano a la herida. Anselmo salió
corriendo de su reservado y se lanzó sobre ella, que, instintivamente, hizo un
ademán de protegerse. Esperaba lo que era habitual tras un error suyo, es decir
una bofetada, o más de una. Pero él tomó
firmemente la mano dañada y le retiró la otra. Le limpió rápidamente el corte,
lo desinfectó con un poco de sulfato y le vendó la mano. Todo con eficiencia
profesional.
Cuando
terminó el proceso, sin embargo, su movimiento se ralentizó. En lugar de soltar
el fino brazo de su dependienta, se quedó unos segundos sujetándolo con
delicadeza entre sus velludas manos, mientras lo contemplaba. A continuación
dejó reposar suavemente la mano herida en la mesa. Sorprendido de sí mismo,
levantó la mirada con expresión tímida y la miró. Ella inesperadamente
descubrió, como si fuera la primera vez que los viera, unos profundos ojos
grises, llenos de algo que era incapaz de definir en ese momento. Algo que
estaba lejos de lo que había visto hasta entonces en las miradas de otros
hombres, incluido su padre. Repentinamente el carnicero se dio la vuelta y se
encerró de nuevo en su reservado, sin mediar palabra.
Laura
meditaría en los siguientes días sobre ese inesperado episodio. Lo que más le
intrigaba era la expresión que había descubierto en el rostro de aquel hombre
extraño y taciturno. El incidente, además, aumentó aún más la cifra de las
enigmáticas visitas al reservado, alcanzando las cinco diarias.
***
Tres
meses después de aquello, en las últimas horas de una tarde particularmente
tranquila, entró por la puerta un sereno que frisaba los cincuenta años. Su
uniforme negro combinado con su nariz aguileña y su mirada fría hacían evocar a
un cuervo gigante. Laura no lo conocía, porque en aquellos aledaños de la
ciudad ni la Guardia Civil ni los serenos se molestaban en patrullar. Con
cierta parsimonia comenzó a examinar el género. Ella sospechó poco a poco que
no era la carne lo que quería inspeccionar. Al menos no la que estaba en el
mostrador. En ese momento, una vez más,
Anselmo se encontraba en su reservado.
Todo
fue muy rápido. El sereno se acercó por un lado del expositor, la agarró de la
cintura y le dio la vuelta con facilidad. Una vez de espaldas y aplastada
contra la pared, el hombre comenzó a subir su falda y a introducir su mano
entre los pliegues de su entrepierna. Con ansiedad, pero a la vez con cierto
dominio de la situación. La vida ya había enseñado a la joven que, si se
quedaba muy quieta, tal vez el trago pasaría rápidamente. Con mucho dolor, pero
rápidamente. No obstante, no se resignó, como nunca lo había hecho. Forcejeó
aun en su difícil posición, y finalmente emitió un aullido lleno de rabia y
desesperación.
Inmediatamente,
se abrió la puerta del reservado, y Anselmo se asomó con cara alarmada. Cuando
vio la situación, se abalanzó sobre el sereno, y lo separó del cuerpo de su
presa con un envión. Este reaccionó con violencia. Sacó su porra y le dio un
buen testarazo en el cráneo que le dejó tambaleante. Luego le asestó un
puñetazo en el vientre, derrumbándolo. Una vez en el suelo, el sereno frustrado
por la quiebra de sus planes le empezó a dar pausadamente patadas por todo el
cuerpo. Mientras lo hacía murmuraba
frases en voz baja, de las que Laura rescató algunas partes como “maldito
cabrón” o “quién te has creído”… En
mitad de la golpiza Anselmo consiguió gritar con una voz chillona y ridícula
“¡Lo contaré en el cuartel!” El sereno se paró bruscamente. Sabía que se
refería al cuartel de la Guardia Civil. No se llevaba nada bien con la
benemérita. Y no quería darles un motivo para que tomaran represalias contra
él. Así que le dio una última patada en el vientre y se alejó mascullando
insultos.
Todavía
en estado de shock, Laura se intentó acercar a su magullado jefe. Este, en
cuanto vio su intención, se alejó rápidamente a gatas, grotescamente, hacia el
reservado, cerrando la puerta como pudo tras él. Ella se apoyó en la pared para
recomponer su falda y recuperar la respiración. Una vez más serena, decidió dar
un paso poco habitual para las mujeres en aquella triste época: Se acercó a la
puerta del reservado, giró con cuidado el pomo de madera y entró. Anselmo
estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en una de las paredes, con
el rostro tapado con sus brazos. Se sentía humillado por la paliza que le había
infligido el sereno y por su estrambótica huida a cuatro patas. Pero había
muchas otras cosas que en ese momento reclamaron la atención de la muchacha. Lo
primero que vio fue una mesa que ocupaba casi toda la sala. Sobre esta, útiles
de corte, navajas, punzones, etc, junto a montones de virutas. Y junto a éstos,
y también en estanterías toscamente clavadas a las paredes, decenas de
figuritas de madera. Representaban distintos tipos humanos. Niños, guardias civiles,
mujeres embarazadas, curas, pastores… Todas talladas a mano y dotadas de una basta
pero dulce naturalidad. Anselmo Ridruejo era un tímido, secreto artista.
Sobre
la mesa, no obstante, había una figura mucho más grande que destacaba sobre las
demás. Un busto a medio esculpir, de tamaño casi natural. Laura rodeó la mesa
para contemplarlo de frente. Representaba a una mujer, y estaba toscamente
tallado, evidenciando las carencias de su autor: El óvalo de la cara era
irregular, los pómulos sobresalían de forma poco natural y el moño del cabello
parecía un extraño melón ajustado a la cabeza. Entonces la joven se acercó más
a la figura, y miró de cerca sus ojos. Y allí estaba. Era su mirada. Era su
infinita soledad, la que le devolvía cada mañana el viejo espejo de su
habitación. Contra toda lógica, un carnicero olvidado de una ciudad muerta
había logrado reflejar su alma en un grosero trozo de madera.
Pero
aun había algo más en aquellos ojos de madera. Como un fogonazo en su mente, se
dio cuenta de repente de que aquella soledad inabarcable era también lo que
había vislumbrado en los ojos de su jefe.
Profundamente
emocionada, desvió lentamente la mirada, volviéndola hacia Anselmo. Se
arrodilló frente a él. Con calma, delicadamente, separó los brazos de su rostro. El hombre, exhausto, se dejó hacer.
Ella,
con toda la sutileza de la que era capaz, puso sus manos a cada lado de la cara
de él, y le alzó levemente el rostro, para enfrentar sus miradas. El carnicero
alzó los ojos, derrotado. Su compañera de tantas tardes vio de nuevo en ellos
la soledad sin fin que ya conocía y compartía.
Pero,
al cabo de unos segundos, descubrió, en aquellos ojos grises que le miraban
tímidamente, un pequeño brillo de tierna esperanza que, poco a poco, se abría
paso en ellos.
Laura
le sonrió muy levemente.
El
sol exhalaba sus últimos rayos mientras desaparecía por el horizonte de la
meseta castellana.
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