Durante vasto tiempo, el planeta estuvo desolado por culpa de aquella broma macabra. Tuvimos que subsistir, en los últimos años, a base de latas de fabada caducadas y potingues similares. Nuestros pedos podían provocar terremotos a gran escala pues la Tierra estaba muy delicada, no pasaba por sus mejores días en los que giraba contenta como carrusel de feria. Se formaban nubes tóxicas alrededor de las fangosas lagunas y las ratas hacían orgías en sus orillas, retozando como fieras libertinas y salvajes.
Las
mirábamos desde nuestro escondrijo con ojos golosos. Eran los únicos bichos que
había con suficiente chicha como para poder dar un bocado sin tener que escupir
hebras, alitas o tentáculos.
Saturno
señaló a la lejanía sobre el abismo. Dijo haber visto un pájaro. No los hay.
Tras el cataclismo que sumió lo que queda de mundo en la miseria,
desaparecieron. Todos intentamos localizarlo pero no lo vimos. Saturno
aprovechó para dar un garrotazo por la espalda, en toda la nuca, a nuestro
único experto en medicina el doctor Clementino, tataranieto de un cirujano de
la antigua civilización. Satur nunca supo perdonar que le pusiera, en lugar de
nariz, aquella extraña tripa colgandera cuando sufrió la mordida de una rata
rabiosa.
No
pudimos reanimarlo porque no teníamos ni idea de cómo hacerlo. Clementino nunca
nos impartió clases de ningún tipo, y mira que sabíamos que ese día llegaría.
—Maldito
seas, Saturno. Mira lo que has hecho. Ahora qué haremos sin médico en esta
mierda de piedra donde nos ha tocado vivir.
Pero
él no hablaba. Dicen los más viejos del lugar que enmudeció el día en que se
comió a su propio hijo recién nacido. Y es que el hambre nos hacía cometer
actos repudiables.
Nos
encontrábamos en ese desaguisado cuando vimos una mano asomar por el borde del
brocal del pozo viejo, una de las pocas cosas que habían aguantado intactas
tras la catástrofe. Se movía... Sin embargo, estaba rígida y tenía una pinta
horrible. Empezó a subir agua a borbotones, desbordándose. Era verdosa y rojiza
pero muy oscura. Se pudo empezar a ver el brazo del misterioso sujeto y comenzó
a girar muy deprisa hasta que salió todo escupido hacia las nubes haciendo un
ruido espantoso. Nos vimos obligados a recular y correr hasta ponernos a salvo
en nuestra cueva, dejando allí tirado a Clementino.
Una
vez dentro de la cueva, a la que accedíamos subiendo por varias rocas, hicimos
recuento. Seguíamos escuchando los petardazos que provocaba aquella emanación
subterránea. No estábamos todos, faltaba Saturno. Dos de nosotros decidimos
salir en su busca. Yo agarré mi palo de los domingos y me puse un casco roñoso
que guardaba para la ocasión. Hice bien en ponérmelo porque fuera caía mugre
del cielo. Mi compañero, alias El Predicador, agarró una tabla que usaría como
improvisado paraguas. La niebla se había vuelto espesa y nos costó localizar a
Saturno. Lo hallamos al fin como animal poseso devorando al doctor, rodeado de
cadáveres con aspecto fantasmagórico. Algunos parecían provenir de un pasado
lejano. Debieron salir del fondo del pozo. Supongo que ahí abajo había algo más
que el agua que estábamos bebiendo a diario.
—¡Me
cago en tus muertos, Prometeo! Mira que siempre pensé que el agua sabía algo
rara.
—Calla,
Predicador, y observa a estos insensatos. Mira sus ojos. Da la impresión de que
hubieran estado vivos hace poco.
—¿Qué
sugieres, que son mitad hombres, mitad peces?
—No
seas zoquete. Pienso, que ahí abajo se esconde un infierno y ha debido suceder
algo que los ha resurgido... ¡Quieto... reprímete, hombre!—le grité a Saturno
que estaba comiéndose al doctor sin reparar en nosotros.
—Déjalo.
Ambos están ya perdidos—dijo El Predicador—. ¡Mira! ¡Mira hacia el abismo!
Nos
quedamos helados. Un señor de mediana estatura estaba de espaldas allí. Vestía
ropa elegante y limpia, oscura, y se apoyaba en un bastón. ¿Cómo era posible
tal cosa? Ninguno de nosotros podía conseguir un atuendo así.
Desde
que el mundo sufriera los efectos devastadores de la broma macabra, no quedaba
nada en pie más allá del abismo. Esa era nuestra creencia. En más de cincuenta
años nada dio pie a creer que hubiera algo más. Llegamos a la conclusión de que
el planeta había quedado colgado de milagro en su órbita, siendo simplemente un
pedazo de roca desigual. No teníamos nociones espaciales. No teníamos
conocimientos científicos. No sabíamos cómo era posible. Pensábamos eso porque
hicimos una votación y salió por mayoría. También pensábamos que nos quedaban
dos primaveras porque se estaban acabando los restos de alimentos que habíamos
ido recolectando y desenterrando, y ya no podíamos sembrar nada. La tierra
parecía estar muerta y cuando llovía, era como caldo bizcoso lo que caía de las
negras nubes. Los árboles que quedaban, no evolucionaban. Y cada vez quedaban
menos.
Me
empezó a doler el entrecejo, y una neblina misteriosa se apoderó de mi visión.
El señor del abismo se había dado la vuelta y nos miraba fijamente. De mi
visera chorreaba lodo apestoso y El Predicador había soltado la madera, por lo
que también tenía la cara llena de mierda.
La
situación no parecía natural. El tipo hablaba como encorsetado y nosotros no
pudimos abrir la boca. Era como un sueño... Nos dijo que sólo había una forma
de salvar a la raza humana; teníamos que saltar todos al abismo con los ojos
cerrados y la nariz tapada. Nos contó que no nos haríamos daño, que abajo nos
esperaba una enorme balsa de bruma y que viviríamos en un Edén, y de ese modo
volveríamos a procrear en libertad y con buenas condiciones porque nos aguardaban
muchas mujeres hermosas.
Justo
en ese momento, El Predicador se puso a correr y saltó al precipicio. No tuve
tiempo de reaccionar. El extraño personaje prosiguió hablando como si nada
hubiera ocurrido. Dijo que en ese Edén nos esperaban también suculentos
manjares, comida y bebida de sobra, y entonces vi pasar a Saturno como un
relámpago y saltó también.
Lo
siguiente que ocurrió es que me empezó a picar la cabeza y me tuve que quitar
el casco para rascarme. Cuando acabé, aquel buen hombre tan elegante ya no
estaba allí. Comprendí que tenía una misión importante; salvar a la humanidad.
Cuando llegué a la cueva les conté a mis compañeros todo lo ocurrido. Empezaron
a reírse como locos, no creían ni una sola palabra los muy becerros.
—Prometeo,
sabemos bien de qué estirpe vienes...—me dijo uno.
—Venid
conmigo y veréis que no miento. Todo está lleno de cadáveres.
Me
siguieron y contemplaron el panorama, tan desolador como siempre pero con una
pizca más de muerte por todos lados. En medio del revuelo, les hablé de nuevo
de la aparición y de todo lo que nos esperaba en el más allá de allí abajo. Se
tomó una determinación. Habría votaciones para decidir si seguir viviendo sobre
la porquería de tierra que quedaba, y empezar a comer ratas y otras exquisiteces,
o pasar a una vida mejor arrojándonos al vacío donde, según el señor, estaba la
única esperanza.
Ganó
el salto vital. Así lo llamamos por si todo fuera una broma que no nos doliera
demasiado. Nos agarramos todos de la mano formando una cadena de frente al
abismo. Algunos rezaban en arameo, otros cantaban el himno de algún viejo país,
y había quien aprovechaba para blasfemar sin tregua.
—A
la de una... A la de dos... y... ¡a la de tres!
Justo
cuando íbamos a saltar me solté de Cloto y Aisa, que agarraban mis manos, dando
un tirón. Las dos se quedaron mirándome y fueron arrastradas así por todos los
demás que ignoraron mi maniobra. El abismo los engulló y pude escuchar desde
arriba voces y chillidos. Incluso alguien gritó aleluya.
—¡Manifiéstate,
demonio! ¡Tú no eres un Dios, eres el mismísimo diablo en persona! ¡He hecho lo
que me pediste! Ahora cumple tu promesa—vociferé.
—Te
gasté otra broma, viejo amigo—escuché detrás de mí. Era el señor trajeado—.
Mira arriba.
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