La poesía no quiere adeptos, quiere
amantes.
Federico
García Lorca
Debería estar prohibido salir a
buscarte. Dejar la casa con el único fin de encontrarte con la espalda volcada
sobre la pared mientras fumas un cigarrillo imaginario de papel y nubes.
Abandonarla para encontrarte, dejarlo todo pero contigo, subir al monte de los
caídos. Y si digo que no te busco, miento. Si rezo por las esquinas que no
olfateo, rastreo y me pierdo en el bosque de tus ojos, también miento. Porque
debería estar prohibido perseguir el aroma que desprendes a sueños y tierra. Y
la luna de plata en lo alto.
Como un animal de carne, huesos y
entrañas te busco. Suelo encontrarte, y eso aún más me desespera. Te hallo
taciturno y sombrío, temiendo al alba, tocando el cielo. Apoyado sobre un pie
descalzo encerrado en un zapato mientras el otro golpea incesantemente la
pared. Yo me postraría ante esos pies, me arrodillaría y te desataría los cordones
mientras tejes sueños de palabras hasta quedarme enredado en ellas, dormido
entre tus poemas, tus romances y tus gitanos llenos de dientes.
¿Y por qué la luna está callada? ¿Por
qué no ríen los gitanos? Porque yo elegí la ambigüedad y tú elegiste el viento
en la frente. Yo decidí simplemente vivir; tú, además, soñar. Y cierras los
ojos y sientes, Preciosa, el viento
verde. Pero no corres, no huyes de su espada de fuego.
Cada día te asomas al pequeño balcón de
la casa para que yo vea a lo lejos cómo te recuestas en la baranda sacudiendo
el sueño. Y me vuelvo loco con el mecer de tu pelo y el comienzo de tu
pantalón. Debería estar prohibido amarte como te amo: bajando cada escalón,
surcando cada callejuela; preparando el café de la mañana y dando un paseo
hacia el Sacromonte. Mientras me planteo tirarme por la ventana y cuando
sostengo en la fuente el jarro. Incluso entonces te amo.
Aquella noche por fin te fijaste en mí.
Fue en la tabernita de la plaza, donde reías con tus compañeros gracias y
chiquilladas, pero en tu rostro se reflejaba una pena. Tus pómulos prominentes,
tu frente ancha y el óvalo de tu cara intentaban sin éxito ocultar el
desasosiego. Lo vi en tus ojos proféticos. Maestro de la chanza y el poderío,
alicatador de promesas, confesor de braceros. Tus ojos intranquilos desmentían
la sonrisa de tu pelo.
Teniéndote tan cerca, no pude menos que
imaginar que esos labios carnosos recitaban suavemente a mi vera los poemas más
oscuros; los deseos más blasfemos. Y fue entonces cuando me viste. Tuve que
apartar la mirada, pues por entonces yo ya sabía que podías leer mis
pensamientos y reconocer mis apetitos. Mi sorpresa fue mayúscula cuando,
dejando la conversación, te viniste a mi mesa con el chato de manzanilla. ‹‹La
noche no quiere venir››, murmuraste en tu caminar pausado. Yo disimulé y fingí
no haber oído nada; solo te seguí con la mirada perdida.
Colocaste una silla enfrente y me
preguntaste: ‹‹¿Por qué?››. Aunque a lo mejor te lo preguntabas a ti mismo. Yo
no supe qué decir y tan solo sonreí como un tonto frente a un almendro en flor.
Me miraste fijamente a los ojos, diste un trago y, acariciando la boca del
vaso, comenzaste a contarme esta historia:
‹‹Una noche blanca y serena salí al
patio donde los limoneros cantan aromas al caer la tarde. Su perfume
embriagador me sedujo hasta tal punto que tuve que tumbarme en la hierba
fresca, consiguiendo amilanar el calor del verano. La humedad aligeró mi
angustia y, justo antes de cerrar los ojos, cuatro caballos blancos cruzaron
frente a mí galopando en la noche. “Chifladuras”, pensé. Y dormí.
El calor era intenso en el sueño. Un
calor palpable, tangible, más humano que del otro mundo, del que no sabemos
nada. Más de acá, de donde los hombres son solo hombres aunque ansíen ser
astronautas, acróbatas o poetas. Comencé a caminar por la explanada ocre que
ante mí se presentaba, amplia como la mar en calma, y pronto comprendí que el
verde se tornaba acero, los caminos de tierra era asfalto y el aire que
respiraba, veneno. El alma se me hinchó para dejar constancia de mí mismo en
semejante lugar donde todo desaparecía. Torres de acero, gigantes sin corona.
Y, al caer la noche, el espectáculo comenzó. Luces por todas partes, pero luces
muertas, no como las llamas de mis gitanos.
Una mujer venía a lo lejos cubierta de
ceniza, con una corona de laurel en la cabeza y una túnica larga. Fue
aproximándose hacia mí, mientras yo permanecía inmóvil sabiendo lo que venía a
decir. Sobre la palma de su mano, una llama. Frente a frente, comenzó a mover
los labios pero no emergió ningún sonido de su boca. Su rostro tampoco habló y
se fue como vino, mirando al frente pero caminando de espaldas.
Yo no sé qué hacía allí, pero he
decidido marchar a Madrid y, quizá, a Nueva York para presenciar por mí mismo
que el hombre sigue siendo hombre pese a la modernidad y los nuevos tiempos.
Poner de manifiesto que, pese a todo, el hombre todavía existe. Más tarde
desperté rodeado de limones danzando en la cálida noche y fue entonces cuando
entre los aromas dulces y ácidos, distinguí el guiso de mi madre. El olor de la
carne cocinada con esmero y su chorrito de jerez. No hay mayor placer, amigo
mío, que volver de un sueño y que la realidad lo supere››.
Federico volvió en sí con los ojos
humedecidos, pero pronto su sonrisa cantarina volvió a inundarle el rostro. El
olivo de su piel brilló más que nunca y, haciendo un gesto al dueño del local,
pidió dos chatos más. Esa noche hablamos sobre el frío que se siente en el
lecho vacío y de los paseos por la ribera del río. Yo me quité la corbata y él
me quitó el sentido. Navajas a media noche, brillantes y relucientes; navajas
calientes y en llamas cortando la madrugada.
‹‹¿Por qué?››, preguntaron sus cejas
espesas temblando de risa. Todo aquello era una despedida. La idea de viajar se
había afianzado en él y, por supuesto, marchaba a la gran ciudad. Me eligió
para despedirse. Se despidió con un beso y una caída de ojos; con una sonrisa
pálida y el viento verde ondeando en su sombrero.
Debería estar prohibido conocer tus
hábitos, tus tiempos y rutinas; los pasos que hay desde el patio de tu casa a
la mía. Saber que te gusta el rojo y que las legañas te sientan tan bien por
las mañanas. Debería estar prohibido, en general, este amarte sin medida, este
seguir buscándote y encontrarte ya solo en sueños. Porque te encuentro. Te
dibujo. Trazo las curvas de tu perfil dorado en cualquier esquina, en todos los
lechos. Aun cuando mis amantes duermen o miran fijamente al techo extasiados,
yo te veo a ti. Sus ojos cansados y pequeños se vuelven de plata y sus mentones
retraídos se enhiestan y me señalan. Ahí estás tú. Y dibujo el borde de tu boca
una y otra vez hasta volver a besarla como la primera vez en esta fragua sin
luna, en este verde sin mar.
Debería estar prohibido poder salir a la
calle y no tropezar con nada, no sufrir ningún traspiés, que ningún visillo
oculte los ojos de los vecinos y nada interfiera en mi caminar. Pasar por el
lado de una mocita y, al extender el brazo, comprobar que soy transparente, que
me voy apagando a medida que avanza el día. Y cuando ya casi he desaparecido,
vuelvo a entrar en la taberna donde aquella noche me contaste que te ibas, y
vuelvo a aparecer. Definitivamente, debería estar prohibido no poder vivir sin
ti.
Y sé que volverás y serás otro. Un ser
cargado de hastío pero de libertad todavía encendida. Aquí recordarás lo que es
el canto, la tierra y la vida. Contarás de nuevo tus historias a un grupito de
gente que te adorará al calor de las llamas. Y allí estaré yo, en primera fila
como una sombra, porque no te acordarás de mí. Soy consciente del papel que
jugué, de que fui tu regalo de despedida; el pasado que daba comienzo al
futuro.
No repicarán las campanas de la iglesia
a las cinco de la tarde. Serán los brincos de las campanillas de los mulos los
que anunciarán tu regreso. Una leve brisa agitará los olivos y el aroma me
contará que has vuelto. Eso me bastará para reír de nuevo, para volver a
espiarte desde el balcón, para cruzarme contigo en la plaza y poder mirarte a
los ojos sin que tengas que rendir cuentas. Y cuando vuelva a casa, soñaré que
estoy de nuevo contigo. Tu estancia será breve y pausada, como la de un ánima
que vuelve al lugar donde vivió, donde descubrió los colores por primera vez,
donde un piano dormido todavía espera.
Debería estar prohibido el estruendo al
alba y el canto del gorrión herido. Porque yo te vi aquella mañana alicaído
sobre la baranda. Seguías preguntándote: ‹‹¿Por qué?››. Y yo te lo habría
dicho: porque esto debería estar prohibido.
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