Nos
conocimos en la estación. Éramos clientes asiduos en el café de la señora
Dalloway y amantes de sus crujientes cruasanes con sirope de arce y nata.
Meterse en la boca uno de esos croissants calientes era como tocar con la punta
de los dedos el cielo y sentir su altura bajo los pies sin dejar de respirar
profundo.
Han
pasado muchos años. Aún tengo el olor de su perfume en algún lugar de mi
inquieto cerebro. Sus ojos eran sinceros y ahora son luceros en mis sueños. Sus
manos blancas y tiernas dejaron huella en mi corazón. Quiero recordar todo para
siempre. Rememorarlo es un intenso placer que me ayuda a reconstituirme.
La
primera vez que la vi estaba sentada frente a una de las mesas que había en un
rincón del café, donde colgaba de la pared un cuadro de Odiseo y Penélope. Yo
me senté muy cerca y con disimulo la espié. Leía un pequeño libro que no supe
identificar. Me cautivó su pelo oscuro en contraste con el brillo de su rostro.
Su flequillo llamó poderosamente mi atención, supongo que era el punto de
partida para mirarla a los ojos.
Aquel
día no pude dejar de pensar en ella. La llevé conmigo imaginándola. Estuvo a mi
lado en mi estudio, la veía en el televisor, sentada conmigo en el sofá con su
libro de bolsillo y en cada silla de la casa, hasta en los azulejos su silueta
intuía mientras me duchaba... Y me acosté pensando en ella, en su cuerpo
etéreo; sintiendo su voz que todavía no conocía; mirando sus pupilas que crecían
mientras yo me quedaba dormido.
No
sé si fueron sólo semanas o varios meses lo transcurrido hasta que tuvimos la
primera conversación. La cafetería estaba llena y me acerqué a la barra, ágil
entre el bullicio, pues la vi desde la puerta. Pedí un cortado. Estaba
nervioso. La miré...
Me
sonrió (he sabido luego que aquel momento quizá haya sido el instante más feliz
de mi vida). Intercambiamos algunas palabras amables, algunos gestos fugaces, y
también nuestros nombres. A la mañana siguiente, tuve la impresión de que me
estaba esperando porque al llegar me saludó y nos tomamos juntos el café.
Hablamos de todo y el tiempo se nos quedaba corto. Aquella vez llegamos tarde a
nuestros compromisos.
Me
enamoré de ella definitivamente. Le escribía versos y se los entregaba al
camarero para que se los diera con el primer café de la mañana, porque había
días en que no podía acudir a nuestro rincón favorito desde el cual Ulises y su
fiel esposa nos miraban de reojo, asombrados tal vez por nuestra armonía,
atentos y curiosos, sin duda.
Ella
me dejaba notas de voz con mi nombre envuelto en su sonora esencia femenina,
diciendo que me había echado de menos, que esperaba encontrarme al siguiente
día.
Pero
yo era un hombre casado y tuve que enfrentarme a la situación. Mi particular
guerra de Troya empezó justo cuando la vi por primera vez en la cafetería de la
señora Dalloway donde la rapté llevándola en mis pensamientos.
Poco
a poco tuve que ir ausentándome, aguantando las ganas de verlas mientas
combatía contra mis demonios. Ella me esperaba cada mañana, entre rumores
impostados por su inconsciencia y flirteos bloqueados tras su reticencia. Fue
una odisea huir de mi ya vencido matrimonio.
Pasó
noviembre, y diciembre, y enero... Luego febrero, marzo... Y en el mes de abril,
no recuerdo la fecha exacta, acudí al café con mi carpeta en la mano. Dentro,
la sentencia de divorcio. Estaba cansado. Había perdido peso. Ella salía por la
puerta, tan guapa como siempre, mordiendo una manzana. El rojo de sus labios
barnizaba la cáscara de aquel fruto prohibido.
Nos
miramos un minuto y me dijo que tenía que marcharse, que se le estaba haciendo
tarde. La besé. Se detuvo el reloj. Me preguntó: “¿qué esperas de mí?”. “Lo
espero todo”, respondí. “¿Durante cuánto tiempo?”, dijo ella. Y me quedé
bloqueado.
Todo
parecía haber cambiado, algo no fluía. Mi dulce y bella Afrodita arrojó la
manzana mordida a la papelera antes de acceder a la zona de embarque. El tren
llegaba con retraso, igual que yo. Pero no me rendí. Tras mi bloqueo mental,
salté la barrera y empezaron a gritarme desde la cabina. Luego sonaron las
alarmas y yo corría como un jugador de rugby, esquivando a gente y perseguido
por dos o tres guardias de seguridad.
Saltaron
y consiguieron agarrarme de las piernas y tirarme. La vi desde el suelo subir
al vagón. Mientras me esposaban, tras los cristales pude contemplarla caminando
por el pasillo del tren. La mujer por la que estuve dispuesto a renunciar a
todo, por la que enloquecí de amor, se me escapaba en el próximo tren.
Se
sentó junto a un hombre canoso, aparentemente alto desde mi posición. Y se
dieron un beso escueto en la boca. Era su marido.
Me
vine un poco abajo ante las circunstancias, lo reconozco ahora. Y cabizbajo
estuve hasta testificar por lo ocurrido ante la policía. Aunque... no perdí las
ganas de tomar café y croissants. Por eso todas las mañanas volvía al café de
la estación. Y un lunes cualquiera, de esos nublados y grises, volví a verla
sentada a la mesa, en la esquina de siempre. Habían cambiado el cuadro. Ahora colgaba
de la pared la famosa obra de Botticelli, El nacimiento de Venus.
Me
acerqué a ella, la agarré de la mano y me sonrió. Le dije que quería raptarla.
Me dijo que no se opondría. Juntos salimos de la estación y entramos al hotel
más próximo.
Hicimos el amor y la humedad que ahora cala mis huesos en la vejez, desaparece al recordarlo.
—Ponme un café solo y una medialuna, Warren. Y toma esto... Se lo entregas como siempre, con su café. Y ten cuidado de no mojarlo que podrían borrarse algunos versos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario