Si
hubo un momento apoteótico en su vida, fue cuando se recargaba sobre las
madreselvas en flor a esperar su paso. Al menos así lo cree hoy, porque lo que
sucedió después careció totalmente de sentido. Si hay algo que él se dice siempre,
es que la culpa fue del aroma embriagador que emanaba, sin pausa, de aquellas madreselvas
que trepaban por la vieja pared del cementerio.
Corría
el año 1958 y Enrique, que tan solo contaba con dieciséis años, sentía que estaba
en los albores de su primer amor. Todos los días llegaba del colegio Nacional a
media tarde y lo primero que hacía, después de tomar una copiosa merienda preparada
por su madre, era cruzar la calle y apoyarse en la maltrecha pared cubierta de
madreselvas del vecino camposanto a esperarla. Ella era una jovencita muy
bella, rubia y de ojos tan grandes como enigmáticos. De todas las veces que la
había visto entrar al cementerio jamás se había animado a entablar conversación
y mucho menos a preguntarle su nombre. Le recordaba clandestinamente a Marilyn
Monroe, la mujer más bella que alguna vez hubiera visto y ese era su secreto
mejor guardado; si su madre se enteraba que iba al cine a ver a esa putona
de labios voluminosos, la bofetada se oiría en una legua. Desde que su padre
había caído en desgracia, Enrique lo era todo para ella. Aún recordaba el revuelo
que se había armado cuando su querido padrecito robó un banco y fue preso. Él tenía
cinco años, y aunque no podía recordarlo todo, si rememoraba las lágrimas
interminables de su madre cuando varios policías entraron en la casa y se lo
llevaron para siempre. También recordaba que a partir de ese día el nombre de
su padre fue mala palabra. Pero eso ya era historia antigua, juntos madre e
hijo, habían logrado salir adelante y dar cara a cualquier adversidad.
Una
de esas tardes, Enrique, mientras esperaba a la joven junto a la pared rodeado
del fascinante aroma, decidió hablarle. Necesitaba expresarle, aunque fuera mínimamente,
lo bella que le parecía. Necesitaba saber su nombre. Y como si la convocara con
el pensamiento, ella dobló la esquina y caminó hacia él.
—Buenas
tardes, señorita. ¿Cómo está usted? —preguntó tímido.
—Buenas
tardes, ¿lo conozco? —respondió intrigada—. Su cara me resulta familiar.
—No…,
es decir, sí —dudó—. Yo vivo enfrente, pero todos los días me quedo un rato
aquí y la veo pasar…, es que me gusta mucho el perfume de esta flor.
—Madreselvas,
su fragancia es encantadora —respondió pensativa—. Entonces es por eso que tu
cara me resulta tan conocida. Mucho gusto, joven. Mi nombre es Libertad
Cassini, ¿y el suyo?
—Mucho
gusto, Libertad —replicó en un éxtasis supremo—. Yo soy Enrique Vinti, y me
alegra que al fin nos hayamos presentado.
En
ese instante, la cara de Libertad cambió. Una mezcla de odio, repugnancia,
fascinación y una lástima palpable, cruzaron por su rostro.
—Eres
el hijo de ese bastardo —dijo, y a continuación lo besó en los labios.
Enrique
no entendió lo que pasaba. Solo atinó a quedarse estupefacto y balbucear:
—Creo
que me confunde con alguien más, Libertad, usted es muy bonita y yo…, creo que
me estoy enamorando de usted.
—Tú
no sabes ni crees nada, niño—respondió airada—. Tus labios saben a resignación,
fracaso y herencia. Las dos primeras tienen solución, de la última no podrás
escapar nunca.
Libertad
se alejó corriendo y Enrique trató de alcanzarla. No entendía en absoluto lo
que había sucedido. Ella giró en una de las callejuelas del cementerio y fue
ahí en donde la perdió. Más confundido que nunca regresó a su casa, el
crepúsculo ya estaba en su apogeo.
Cenó
callado y ensimismado. Su madre preguntó si le pasaba algo, pero, ante la
negativa, continuó con sus quehaceres. Se fue a acostar y pasó toda la noche
meditando lo sucedido. Más lo pensaba, menos lo comprendía. Pero tuvo una idea,
que, en ese momento, le resultó maravillosa. Su madre poseía mucha bisutería fina
y, desde que su padre había dejado de estar presente, ya no la usaba. Por la mañana,
cuando ella fuera al trabajo, tomaría prestado algo y se lo regalaría a Libertad
como una ofrenda de paz. Durmió tranquilo lo que restaba de la noche, sintió
que era lo correcto. Apenas salió su madre al día siguiente, empezó a rebuscar
entre sus cosas. No era un robo, Dios sabía que no era como su padre y pronto
se lo compensaría. Abrió el último cajón del tocador y ahí estaban, brillos y
dorados por doquier. Sacó todo tratando de elegir la que más fuera con ella. Bajo
ese enredo dorado había un periódico antiguo y amarillento por los años. La foto
de su padre saltó a sus ojos desde la primera plana y el titular rezaba así: “Detuvieron
al violador y asesino de la joven Libertad Cassini. Anselmo Vinti fue
trasladado a la penitenciaría estatal a la espera de un juicio”.
—¡Me
mintieron! ¡Me enamoré de un fantasma! —le gritó a la habitación vacía—. En un
impulso salió corriendo de su casa hasta el cementerio. Tomó la callejuela en
la que la había perdido, y al final, en una tumba modesta, estaba su nombre y
su foto.
—¡Libertad!
—gritó y produjo ecos en todos los corredores. Esperó verla, pero no apareció.
Sollozó sobre la lápida durante horas, como si hubiera muerto ayer.
Cuando
el sol comenzó a ocultarse caminó hasta el portal y se recargó en la pared cubierta
de madreselvas. Entonces, llorando, les dijo:
—Si
todos los años tus flores renacen, ¿por qué ya no vuelve mi primer amor?
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