Continuó
echando tierra sobre la caja como si nada; a fin de cuentas, aquel había sido
su oficio durante 40 años. Que su mujer fuera a quien enterraba en aquel
momento no hacía aquello diferente, siempre era difícil ser el que separaba
definitivamente a los difuntos del reino de los vivos. Una vez enterrados no se
volvían a ver jamás.
—No
puedes hacer eso —le recriminó el gerente del camposanto llegando por sorpresa.
—Es
mi trabajo —se defendió el enterrador.
—No,
Michael, ya no —. Lejos habían quedado ya los días en que le llamaba Mike
mientras tomaban un vaso de bourbon al finalizar la jornada. Desde que años
atrás se había se había jubilado–. Deja de tapar esa fosa, ahora ese trabajo le
corresponde a Wilson.
—Yo
soy el enterrador de este pueblo. Lo he sido durante 40 años y no voy a
permitir que otro le de sepultura a mi mujer.
—Vaya,
lo siento —dijo compungido—. No sabía que tu esposa había muerto. ¿Cuándo ha
sido?
Michael
miró su reloj y después dirigió la vista a la nada, pensando en silencio.
—Si
no me equivoco en los cálculos… dentro de veinte minutos, cuando se le acabe el
oxígeno.
Antes
de que su antiguo jefe pudiese decir algo más, Michael le descargó la hoja de
la pala contra el lateral de la cabeza. Una vez en el suelo repitió el golpeo
varias veces.
—Maldito
hijo de perra, por tu culpa ahora tendré que cavar otro hoyo.
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