Aquella mañana en la
azotea, bajo el influjo de las sabanas aromatizadas de perfumes antiguos; entre
la luz y la cal de las casas, elevamos sueños y corregimos verdades. Su mano
suave apretaba a la mía, y de vez en vez paseaba su dedo gordo por el contorno
de mi mano, quizá para sentirse segura o en una leve insinuación de que
prefería mi compañía a la de su familia en un momento tan crucial. No me hacía
falta mirarla para saber que sus labios carnosos sonreían. Había más gente en
el terrado, al igual que en las azoteas de los edificios circundantes, incluso
sentados sobre los tejados y encaramados en las chimeneas y los motores de aire
acondicionado. Pero eso a nosotros nos daba igual. Solo estaba ese instante en
el tiempo y en la historia y nosotros dos, ajenos a las risas, los ruidos y el
sonido entrecortado de una radio retransmitiendo la increíble noticia.
Al principio nadie lo
creyó, nosotros tampoco la verdad. El escepticismo arrugó nuestros rostros tan
acostumbrados al tedio y a la rutina, contaminados por los medios de
comunicación. Tan hechos a ojear en los periódicos: asesinatos, desahucios,
hambruna y desgracias miserables de la condición de ser humano, civilizado. Sin
embargo las evidencias eran claras y no dejaba lugar a ninguna clase de
ambigüedades. No faltaron los fatalistas que predicaron apocalipsis inminentes
y castigos divinos, y aquellos que se aprovecharon del evento para intentar
vender toda clase de baratijas creadas para tal fin.
La gente no quería
saber de las consecuencias de tal acto, que cambiaría en sus patéticas vidas
planas y grises. Como el niño que espera con ansiedad su regalo de cumpleaños,
sin pensar demasiado que envuelve el llamativo papel. El efecto sorpresa era lo
que movía el mundo en ese momento.
La euforia se sentía en
el aire, extrañamente cálido, para la hora temprana del día. Había individuos
que portaban grandes carteles con citas pacifistas, otros rezaban a sus
diferentes dioses, convencidos de que aquello, más que nunca, era un signo de
sus divinidades. El griterío aumentó considerablemente, y los pájaros
revolotearon desorientados. Agarré con fuerza su mano, mientras en el horizonte
rojizo, en el oeste, nacía, grandiosa, la otra Tierra...
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