El Día de la
Revelación, como era comúnmente conocido, me llevaron debajo de un árbol de
donde crecía muérdago, una planta muy peculiar ya que adquiría propiedades
mágicas si era ingerida con un trozo de chocolate.
Aquel día estuve allí, bajo el árbol, rodeado de
aquellos que eran mayores de diez años, incluidos algunos amigos míos. Amigos
que tenía desde la infancia. Al principio, nuestro grupo había sido muy grande,
pero se había reducido en los últimos meses por motivos misteriosos que entendí
más tarde. Todavía recuerdo aquellos días en los que utilizábamos nuestra magia
para convertir los copos de nieve en bolitas de luz, o cuando hacíamos surgir
de nuestras manos pequeñas llamas de fuego que no quemaba, o cuando nos
transformábamos en nuestro animal favorito y vivíamos aventuras inimaginables.
Pero todo cambió cuando, el día de mi décimo cumpleaños,
me hicieron la Revelación: que yo no pertenecía a ese pueblo. Que yo no había
nacido allí, que mis orejas puntiagudas y mi magia no eran de nacimiento. Me
habían secuestrado del mundo de los humanos al nacer y me habían llevado allí
convirtiéndome en uno de ellos.
Entonces, comprendí muchas cosas. Comprendí por qué
muchos de mis amigos habían desaparecido, comprendí por qué todos éramos hijos
únicos, porque si venía un bebé de repente a la familia, el hermano comenzaría
a preguntar de dónde había salido, ya que su madre no había estado embarazada.
En ese pueblo no se reproducían. La magia y las características físicas las
adquirían una vez allí. Las generaciones sobrevivían gracias a los seres humanos
que aceptaban quedarse tras saber la verdad.
No supe qué decir por unos instantes. Toda mi
fantasía, mi infancia y mi ilusión se habían venido abajo con unas pocas
palabras. La gente del pueblo eran humanos secuestrados. Humanos que les habían
sido arrebatados a sus padres en el momento de su nacimiento.
Entonces, llegó la gran pregunta del anciano del
pueblo: «Tras saber tus verdaderos orígenes, ¿deseas continuar con nosotros o
prefieres volver de donde viniste renunciando, así, a todos tus recuerdos y a
tu magia?».
No sé si lo comprenderéis, pero preferí abandonarlo
todo, incluso la magia, aquello que muchos pensáis que no existe. Preferí dejar
mi falsa vida y regresar para averiguar de dónde venía realmente. Todo lo que
conocía del mundo de los humanos eran meras leyendas. Nunca pensé que fuera
realidad. Así que mi respuesta fue clara: «Renuncio». Se oyeron murmullos entre
el público y la mujer a la que yo había
considerado mi madre durante toda la vida se arrodilló en el suelo sollozando
como nunca antes la había visto. Pero no se movió del sitio. No podía
intervenir en mi decisión ni detenerme. Simplemente lloró diciendo que me
quería, que jamás me olvidaría. Yo la miraba con odio y amor al mismo tiempo.
Mis amigos que habían decidido permanecer en aquel lugar me miraban con
tristeza. Uno de ellos levantó la mano y de ella salió una especie de chispa
azul que se dirigió hacia mí y se posó sobre mi cabeza, donde estalló en
silencio formando una cascada de diminutas estrellas. Era una señal que
habíamos tenido desde siempre y que habíamos utilizado en nuestras aventuras
para no perdernos. Cada uno emitía la chispa de un color. La mía era roja, como
mis ojos.
El sabio se acercó a mí con una hoja de muérdago y un
trozo de chocolate y me indicó que me los metiera en la boca. Hice lo que me
mandó y dijo: «Al igual que estos alimentos te dieron la magia, también te la
quitarán y regresarás allá donde crees pertenecer». Tragué el muérdago y el
chocolate y sentí un dolor horrible que invadía todo mi cuerpo. Notaba cambios
en mi cuerpo. Notaba que me estaba transformando. Me hice un ovillo en el
suelo; el dolor no me permitía mantenerme en pie. Me toqué las orejas, que
parecía que estuvieran en llamas. Estaban cambiando. Se encogían y se hacían
redondeadas. Un dolor insoportable también salía de la entrepierna. Noté cómo
se formaba un bulto donde hacía unos instantes no había nada y comenzó a salir
pelo alrededor. En las piernas también comenzó a aparecer vello. Abrí los ojos
un instante, pero me escocían demasiado. No sé cuánto duro esa tortura pero,
cuando el dolor cesó, me levanté y me miré. Las pálidas piernas estaban ahora
cubiertas de pelo negro y en la entrepierna había surgido un nuevo miembro. Toda
aquella gente que había sido mi pueblo me rodeaba y me observaba con una mirada
de desprecio y pena al mismo tiempo. Mis amigos formaron un copo de nieve
gigante con sus manos y me lo lanzaron con cariño. Ese era nuestro símbolo de
la amistad. Yo jamás pude devolvérselo. Espero que, estén donde estén, sepan
que todavía los recuerdo con amor a pesar de todo. Después, todo se volvió
negro.
Lo siguiente que recuerdo es despertar en casa de mi
actual familia, donde llevo una vida normal y donde, curiosamente, afirman que
siempre he vivido con ellos. Están totalmente convencidos de que realmente soy
hijo suyo, de que me han visto crecer. No sé qué les habrá hecho la otra gente,
pero han jugado con su mente. Siempre supe la verdad, pero nunca me atreví a
decir nada. Nunca sospecharon que yo estuviera más desarrollado físicamente que
otros chicos de mi edad, aunque era más rápido y más fuerte, y nunca se
preguntaron por qué mis ojos tenían un ligero tono rojizo detrás del común
marrón.
Después de veinte años de haberme marchado de aquel
lugar, he decidido contarlo. No sabía con seguridad si eran imaginaciones mías
o no, pero lo confirmé el día en que mi mujer dio a luz. Le expliqué lo que
sospechaba que había pasado y prometimos que encontraríamos aquel pueblo y
recuperaríamos a nuestro hijo. Ella era la única, hasta hoy, que sabía mi
secreto.
Ignoro por qué conservo los recuerdos de aquello. Tal
vez sea porque una parte de mí anhela la magia. Pero estos son mis orígenes.
Ahora podéis creerme o pensar que estoy loco. Tal vez
me creáis cuando vuestro hijo desaparezca sin dejar rastro, tal como le ocurrió
al mío. Entonces, acudiréis a mí.
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