A
los dos minutos de tirar a la papelera aquel relato, mi casa comenzó a oler muy
mal. Yo me acostumbré muy pronto porque ya me había ocurrido otras veces pero,
para mi desconcierto, el olor fue en aumento. “Huele a perros muertos”, gruñían
los vecinos con la garganta cerrada del asco. Cuando aparecieron los gusanos
entre las ranuras de los peldaños, alguien llamó a las fuerzas del orden.
Buscando el foco de la purulencia la policía no dejó ni un centímetro de mi
casa sin registrar. Cuando violaron el escrupuloso orden de mis bragas y
metieron las zarpas entre mis juguetes les pregunté si no sería mejor que
mirasen dentro del congelador, que es dónde se suele esconder un cadáver. No
encontrarán ningún fiambre entre mis bragas negras de encaje, avisé.
Díganos
donde lo tiene, dijo el sargento, no nos haga perder más tiempo. Está justo
ahí, dije señalando la papelera. El sargento me miró perplejo. Soy escritora,
sargento, a veces deshecho relatos, expliqué. ¿Y qué tiene que ver su relato
desechado con este hedor que asola la comunidad?, preguntó el sargento. Es que
es un relato muerto, dije, y lo que huele es su descomposición. Vamos a ver,
señora, preguntó el policía, ¿me está diciendo que su casa huele mal porque
tiene usted un folio arrugado dentro de la papelera? Sí, señor policía, admití.
Pero es que no es solo un folio arrugado, es casi una historia y dentro de ella
hay un tiempo, una ciudad y un invierno. Y en ese invierno viven unos
personajes que parí con dolor en una noche de insomnio. Personajes que tienen
nombre y apellidos, edad y profesión. Ella tiene, además, una boca hermosa, él
unos ojos llenos de estrellas. Es la carne podrida de ellos lo que huele, dije
vehemente.
Claro,
claro, ahora mismo se viene a la comisaría y le da usted las explicaciones
pertinentes al señor comisario, dijo el tipo colocándome unas esposas de lo más
brillantitas. Le advierto, le dije
dejándome hacer, que a mi estos cacharritos me excitan sobremanera. La
comisaria me recordó a cierto edificio grande y gris que vi en una película
basada en una novela de Kafka. Era un lugar frío, de techos altísimos y
desolados pasillos, donde solo se escuchaba el tecleo monocorde y sincopado de
una vieja máquina de escribir. En cada
cuarto sombrío había una secretaria sombría que miraba el reloj de la
pared. Llovía fuera y pensé que era
ideal, siempre llueve en los momentos más solemnes. El comisario era un tipo
gordo y sanguíneo. Siéntese, ordenó, dicen mis hombres que su casa huele a muerto.
Es por culpa de un relato, expliqué otra vez. Un relato muerto, añadí
presurosa. Un relato solo es un pedazo
de papel, dijo él, las palabras no huelen. ¡Ah!, qué poco sabe usted de
literatura!, dije yo jugándome una noche entre rejas. ¿Me está usted llamando
cateto?, dijo el comisario expulsando el humo de su puro en mi cara. Yo, que en
mis noches solitarias había visionado innumerables películas policíacas, me
repantingué en la silla dispuesta ya a la tortura y al apaleo. No, no,
contesté, y añadí: si quiere le explico en qué consiste un relato sin vida, que
no sin alma, porque no es lo mismo un relato muerto que un relato sin alma,
dije empeorando la cosa, a mi parecer.
Ese
hombre de cara redonda me miró de manera tan escrutadora que supe que ya andaba buscando cargos para encerrarme una noche a
la sombra. Posesión de drogas, alteración del orden publico, tal vez
pertenencia a una banda armada. ¿Entiende usted, señora mía, que me debe contar
por qué huele mal su casa, verdad?, dijo contra todo pronóstico. Y dicho esto
llamó a su secretaria y ella acudió bolígrafo en mano. Cuando se sentó eché en
falta un cruce de piernas sensual y
chasqueé la lengua, decepcionada. Mari Pili, proceda usted a escribir todo lo
que la presunta diga, dijo.
De
pronto yo ya era la presunta, pensé sonriendo. Si confiesa usted su crimen, tal
vez podamos encontrar algún eximente. Podríamos alegar enajenación transitoria,
por ejemplo, informó bonachón. A veces se nos va la mano en una disputa y vuela
un jarrón chino o un cuchillo jamonero, disertó el señor comisario. Luego, en
un vano intento de ocultar las pruebas, intentamos deshacernos del cuerpo del
delito y lo troceamos o lo disolvemos con ácido en la bañera, creyendo que con
un poco de hipoclorito de sodio borraremos después todas las huellas del
crimen, continuó. Pero el olor... ¡Ay el olor! El olor del crimen no se va con
nada, señora mía, dijo. Dígame, ¿dónde lo tiene escondido?, preguntó
aproximando peligrosamente su rostro colorado al mío.
Lo
que huele mal es ese relato, volví a explicar. ¿Es usted escritora?, preguntó
alegremente la secretaria sombría, aminorando la velocidad de su taquigrafía de
academia. Creo, Mari Pili, que ”relato muerto” es una especie de apelativo que
la presunta utiliza para referirse al interfecto, explicó el comisario. Prosiga
usted, dijo dirigiéndose de nuevo a mi, aunque tal vez a estas alturas prefiera
continuar en presencia de un abogado. Si no lo tiene puede solicitar uno de
oficio, ya sabe. De pronto me acordé nuevamente del protagonista de “El
proceso” y tragué saliva.
No
tengo ningún cadáver en mi casa, comisario. Solo tengo un relato muerto y no
creo que por eso me vaya usted a meter en la cárcel, gruñí. ¿Cómo de muerto está ese relato?, preguntó el
comisario alzando la ceja. Suspiré. Como los ojos de un tiburón, como un amor
que se acaba, muerto como la verga de un muerto muy muerto, dije a modo de
explicación somera. ¿Y de qué va esa historia desechada?, preguntó la
secretaria, aminorando de nuevo la velocidad de su bolígrafo. Es un asunto
particular, alegué defendiendo mi intimidad. Aquí no hay asuntos particulares,
dijo el comisario masticando cada palabra. Bien, dije resoplando, pues allá
voy: lo que hay en mi basura es un relato de amor. De amor muerto. Es un
entierro de amor. Es una tumba con fecha.
Es el grito de un luto. Son
campanas llamando a agonía. De eso va. Por eso lo tiré a la basura y por eso
huele mal mi casa.
¡Ajá!,
chilló el comisario ufano como un pollo ufano, entonces admite que ha asesinado
a su novio. Suspiré de nuevo. En cierto modo sí, confesé. Se podría decir que
lo he matado, pero solo metafóricamente. ¿Entonces confiesa por fin que tiene
un finado en su casa?, dijo machacón. Me
parece, señor comisario, que no sabe usted lo que es una metáfora. Y ahora, si
no tiene usted cargos probados contra mi, mande a uno de sus hombres que me
quite las esposas, que tengo en mi casa un relato por acabar y lo tengo que
entregar mañana a las doce, hora
española.
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