Parada
al borde de un enorme abismo. Algo negro sube y quiere tragarme. Arremete con
violencia, trepa por mis piernas. Me envuelve y me aprisiona. Sus garras
viscosas arañan mi pecho, aprisionan mi corazón. No puedo respirar, pero está
bien. Me rindo.
Despierto de
golpe. Son las tres de la mañana, como siempre. Me levanto en silencio para no
despertarlo. La casa quieta en la noche es reconfortante.
El insomnio me
acecha desde hace tiempo. Pero ya no me preocupa. Antes si, ahora es parte del
paisaje. Es mi manera de divagar, aunque sé que tengo que dormir. Para
funcionar. Para poder con el día.
Me acerco a la
ventana. El balcón me ofrece un abismo diferente. Más amable, tal vez. El cielo
entre negro y estrellado. El aire limpio lejos del cemento. Estar en un noveno
piso me acerca al cielo o me aleja de esta tierra a la que tanta gente se
aferra. Gente necia que no entiende.
El tic tac del
reloj hace un eco constante. Se aleja como un zumbido y vuelve, de golpe, para
recordarme que los días siguen su curso. Que quise tantas cosas que no fueron.
Fue tan cansador que hizo que odiara todo. Incluso a mi esposo.
Esposo. Como un
grillete en el tobillo. Un ancla pesada y fría que me fija al mundo. Hace tanto
que estamos juntos que ya perdí la cuenta. Éramos muy pibes, muy cabezones.
Mamá me previno y yo quise ser grande a mis dieciocho.
Él quiere
seguir intentando. Le dije que mis ovarios estaban desgastados. Aunque la
desgastada soy yo.
Me tomo una
píldora porque, si no, mañana va a ser difícil trabajar. Me acuesto y miro el
techo. Cierro los ojos y espero que la nada me trague. No sueño. La píldora
hace eso. Que el universo de mis sueños sea una página en blanco.
La mañana
aparece acelerada y rutinaria. El desayuno en silencio, aunque ruidoso en mi
cabeza. ¿En qué momento decidí que no importa nada más?
El mate con
tostadas. Queso blanco y dulce de membrillo. Él lee el diario y yo miro el
noticiero. A veces creo que no coincidimos más que en una fecha. Cuando dijimos
“Si”. Mi suegra no fue feliz ese día. Mi papá se emborrachó y se le insinuó a
la hermana menor de mi suegro. Quince años menor y con tetas hechas. Mamá
estaba horrorizada.
Me voy al
trabajo y él a la oficina. Me rodeo de niños, de mis chicos de segundo A.
Durante cuatro horas no pienso en otra cosa. Enseño. Juego con ellos. Los
escucho. Casi me divierto. Casi. Pero suena el timbre y la alegría se apaga.
Como un interruptor que corta mi energía, la penumbra me invade y vuelvo a ser
yo.
Llego a casa.
Al silencio oscuro. Paseo por mi departamento. Voy al cuarto del bebé. Él se
niega a desarmarlo. Duele en las vísceras. La cuna, los peluches, la mantilla.
Un mundo paralelo que jamás sucederá.
Llega la cena,
pero él no. Voy al balcón mientras la comida se enfría. Prendo un cigarrillo,
ese que dejé hace años y que él no sabe que aún fumo. La brisa de la primavera
se lleva el humo y mis ganas.
Miro para
abajo, hay gente en la vereda. Los autos pasan uno detrás del otro en una
caravana sin fin. El bullicio nunca se detiene. Por eso mi sueño es ligero. O
por la vida que es pesada y monótona. Toco la baranda, el metal frío. Me asomo
al abismo, como en el sueño. Pierdo el equilibrio, por un momento. Veo cómo el
cigarrillo cae, un punto anaranjado que desaparece en la noche. Me enderezo,
asustada por los pensamientos.
Me voy a la
cama. Me dejo llevar por el sueño y a las tres me despierto. El cielorraso, él
junto a mí sin saber todo lo que hay dentro de mí. Voy al balcón. El abismo me
interpela. Me pregunta por qué no lo hago.
No estoy
segura. Quizás sea esperanza. Me inclino otra vez. Podría ser un accidente. Me
acerco más a la nada. Hago equilibrio en puntas de pie. Quizás lo haga. Nada me
ata al mundo. Me suelto los grilletes, las dudas se esfuman. Soy liviana y mis
pies se separan del piso. La baranda en mi cintura. Mi cuerpo se inclina. Estoy
en un punto de no retorno. Caer es lento. Dejarse morir es una decisión. Me
dejo caer y algo me detiene. Una mano en mi tobillo me impide seguir. Vuelvo de
la oscuridad mortuoria.
Un abrazo me
envuelve. Su corazón acelerado se estrella contra mi pecho sereno. Se asustó,
lo sé. “Perdón”, balbuceo. Él llora y me abraza asustado. Pero yo, ya no siento
nada
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