martes, 15 de diciembre de 2020

La abuela Russel (Ubiksolar)

 

No pude soportar todo el funeral. Transcurrida media hora comencé a sentir náuseas. Así que regresé precipitadamente a nuestro hogar. Al viejo y enorme caserón en el que nuestra difunta abuela Russell había vivido sus quince últimos años de vida. Toda la familia la llamaba así por su segundo marido, John Russell Kenneth, un risueño empresario de Wichita. Con él había compartido veinte años de feliz y sana convivencia. Cuando él  murió, ella, en señal de respeto, continuó haciéndose llamar señora Russell. Mi familia, con naturalidad, la llamaba abuela Russell, a excepción, claro, de su hija.

Al enviudar por segunda vez, la convencimos para que se mudara con nosotros. Se instaló en la amplia buhardilla junto a sus gigantescos armarios y sofás que se hizo traer. Todo encajó. Teníamos a nuestra matriarca con nosotros, y era algo que sentíamos como una buena noticia. A nuestros padres, pluriempleados, a menudo les faltaba tiempo para sus hijos. Pero no la abuela Russell, tan pletórica como siempre. Así que se convirtió en el pequeño refugio de nosotros, sus cuatro nietos. Cuando no nos relataba viejas anécdotas familiares o nos leía cuentos, organizaba los cientos de fotos repartidas por toda la casa, ordenándolas cronológicamente para luego encuadernarlas en álbumes de hermosas tapas rojas. Era además buena cocinera y desde la mudanza dio rienda suelta a su afición, preparando todo tipo de delicias, a cual más jugosa: Confitura de higos con vainilla, mermelada de naranja amarga al curry, galletas de jengibre y canela, escabeches de conejo... Cocinaba en cantidades industriales, y guardaba sus elaboraciones en grandes tarros en los armarios que forraban las paredes de su habitáculo. De vez en cuando, nos bajaba una caja de tarros para que disfrutáramos de su contenido y la quisiéramos aun más.

Con 83 años, aun se mantenía todavía en plena forma cuando una gripe se la llevó con suavidad de este mundo. Fue un duro golpe para todos nosotros. Más para mí, que tenía 16 años y vivía exaltada por la efervescencia hormonal. Así que me derrumbé durante el funeral, y tuve que abandonarlo. Sola en la casa vacía, me recliné en el sofá del salón. A los veinte minutos me empecé a sentir mejor. Milagros de los organismos jóvenes, supongo. Pasaron otros diez minutos, e internamente decidí no volver. En lugar de ello subí a la buhardilla. Recorrí la crujiente escalera interior y entré en lo que había sido el refugio de mi abuela. Mi madre había recogido todos sus enseres personales. La estancia se veía diáfana y aséptica. Me situé en el centro de aquel amplio espacio tan conocido para mí, con cierto aire melodramático. Entonces, algo me impulsó a abrir uno de los grandes armarios. Tomé uno de los abundantes tarros de conserva que se apilaban en sus estantes. Tras mirarlo un rato lo devolví cuidadosamente a su lugar y fui cogiendo sucesivamente otros. Confitura roja, verde, corazones de alcachofas.... sonreía con tristeza mientras mi mirada se posó en el “sector” de los escabeches y comidas guisadas. Fui cogiendo del mismo algunos tarros. Allí se encontraba el testamento culinario que nos había legado nuestra abuela Russell, y que bien nos podría durar un lustro. Finalmente decidí revisar un último tarro antes de cerrar para siempre el armario y el recuerdo de mi abuela. Lo saqué de la tercera fila en orden de profundidad. Al igual que los otros, no tenía etiqueta. Tras admirar la vieja tapa de cerámica, me estiraba para dejarlo de nuevo en su lugar, cuando mis ojos captaron un pequeño detalle del contenido. Una minúscula manita.

Tardé un poco en asumir la realidad. Un feto.  No me asusté, o al menos no demasiado. Aunque no por ello dejaba de ser siniestro que hubieran guardado allí el residuo de un aborto familiar. Pero algo me dijo que tal vez eso no fuera todo. Y seguí mirando tarros. Estaban siempre en la tercera y, sobre todo, la cuarta fila de recipientes. Una respetable colección de fetos, de variados tamaños y grados de desarrollo. Mi abuela hacía abortos clandestinos, y guardaba los truculentos desechos de su actividad ilegal junto a las conservas de comida. Dios. Pero había aún más. Porque no todos los frascos contenían restos humanos.  Lo que descubrí aquella tarde me perseguiría durante muchas noches posteriores. Muchos de los botes mostraban seres con gruesos pelos negros recubriéndoles. Algunos tenían plumas y garras, apretujados con sus picos grises entre las angostas paredes de cristal, o estaban inmersos en una sopa sanguinolenta que apenas dejaba adivinar su naturaleza. Otros contenían una especie de grasa o pus amarillento, en el que se atisbaban patas negras y quitinosas con protuberancias como muñones.  Peores eran, sin embargo, los que contenían lo que parecían vísceras, de variados colores y diversas formas. Desde los que se asemejaban a secciones de intestinos a otros con forma lenticular y motas rosas, atroces a la vista.

Mis manos comenzaron a temblar con estos descubrimientos. El pulso finalmente me falló, y un bote se me calló al suelo, quebrándose. Eso me despertó. Limpié rápidamente los asquerosos restos, cerré el armario y abandoné la buhardilla. Poco después regresaba mi familia. No les comenté nunca el tema a mis padres. Ni volví a subir a aquel ominoso lugar, ni se qué paso con aquella siniestra despensa.

Doy por hecho que mis padres conocían aquello. Pero mi mente siempre se niega a pensar lo que eso supone. Por otra parte, la idea de que los círculos concéntricos de tarros correspondían a distintos grados de “maduración” de su contenido, no dejaría de asaltarme insidiosamente durante buena parte de mi juventud. Tal vez los festines que nos dábamos con los botes que mi abuela nos regalaba eran algo más que simples celebraciones culinarias. Han pasado treinta años desde aquella tarde. Aunque no he podido borrarla de mi mente, su recuerdo no me genera ya angustia ni desazón. Tengo tres hijos, vivo en Sonora, convivo bastante bien con mi marido. Soy docente de literatura británica en la Universidad Robert E. Howard. Así que no tengo tiempo ni deseos de rememorar hechos tan extraños. No obstante, de vez en cuando me despierto a media noche. Tumbada en mi cama, entre el ensueño y la vigilia, sueño con el momento en que me reencuentre con mi abuela. Quizás ella esté sentada pausadamente en un recodo de su sotabanco, tranquila, como siempre la recuerdo. Rodeada de botes y de sus ingredientes. Dulcemente atareada en la elaboración de sus confituras.

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