No pude soportar todo el funeral.
Transcurrida media hora comencé a sentir náuseas. Así que regresé
precipitadamente a nuestro hogar. Al viejo y enorme caserón en el que nuestra
difunta abuela Russell había vivido sus quince últimos años de vida. Toda la familia
la llamaba así por su segundo marido, John Russell Kenneth, un risueño
empresario de Wichita. Con él había compartido veinte años de feliz y sana
convivencia. Cuando él murió, ella, en
señal de respeto, continuó haciéndose llamar señora Russell. Mi familia, con
naturalidad, la llamaba abuela Russell, a excepción, claro, de su hija.
Al enviudar por segunda vez, la
convencimos para que se mudara con nosotros. Se instaló en la amplia buhardilla
junto a sus gigantescos armarios y sofás que se hizo traer. Todo encajó.
Teníamos a nuestra matriarca con nosotros, y era algo que sentíamos como una
buena noticia. A nuestros padres, pluriempleados, a menudo les faltaba tiempo
para sus hijos. Pero no la abuela Russell, tan pletórica como siempre. Así que
se convirtió en el pequeño refugio de nosotros, sus cuatro nietos. Cuando no
nos relataba viejas anécdotas familiares o nos leía cuentos, organizaba los
cientos de fotos repartidas por toda la casa, ordenándolas cronológicamente
para luego encuadernarlas en álbumes de hermosas tapas rojas. Era además buena
cocinera y desde la mudanza dio rienda suelta a su afición, preparando todo
tipo de delicias, a cual más jugosa: Confitura de higos con vainilla, mermelada
de naranja amarga al curry, galletas de jengibre y canela, escabeches de
conejo... Cocinaba en cantidades industriales, y guardaba sus elaboraciones en
grandes tarros en los armarios que forraban las paredes de su habitáculo. De
vez en cuando, nos bajaba una caja de tarros para que disfrutáramos de su
contenido y la quisiéramos aun más.
Con 83 años, aun se mantenía todavía
en plena forma cuando una gripe se la llevó con suavidad de este mundo. Fue un
duro golpe para todos nosotros. Más para mí, que tenía 16 años y vivía exaltada
por la efervescencia hormonal. Así que me derrumbé durante el funeral, y tuve
que abandonarlo. Sola en la casa vacía, me recliné en el sofá del salón. A los
veinte minutos me empecé a sentir mejor. Milagros de los organismos jóvenes,
supongo. Pasaron otros diez minutos, e internamente decidí no volver. En lugar
de ello subí a la buhardilla. Recorrí la crujiente escalera interior y entré en
lo que había sido el refugio de mi abuela. Mi madre había recogido todos sus
enseres personales. La estancia se veía diáfana y aséptica. Me situé en el
centro de aquel amplio espacio tan conocido para mí, con cierto aire
melodramático. Entonces, algo me impulsó a abrir uno de los grandes armarios.
Tomé uno de los abundantes tarros de conserva que se apilaban en sus estantes.
Tras mirarlo un rato lo devolví cuidadosamente a su lugar y fui cogiendo
sucesivamente otros. Confitura roja, verde, corazones de alcachofas.... sonreía
con tristeza mientras mi mirada se posó en el “sector” de los escabeches y
comidas guisadas. Fui cogiendo del mismo algunos tarros. Allí se encontraba el
testamento culinario que nos había legado nuestra abuela Russell, y que bien
nos podría durar un lustro. Finalmente decidí revisar un último tarro antes de
cerrar para siempre el armario y el recuerdo de mi abuela. Lo saqué de la tercera
fila en orden de profundidad. Al igual que los otros, no tenía etiqueta. Tras
admirar la vieja tapa de cerámica, me estiraba para dejarlo de nuevo en su
lugar, cuando mis ojos captaron un pequeño detalle del contenido. Una minúscula
manita.
Tardé un poco en asumir la realidad.
Un feto. No me asusté, o al menos no
demasiado. Aunque no por ello dejaba de ser siniestro que hubieran guardado allí
el residuo de un aborto familiar. Pero algo me dijo que tal vez eso no fuera
todo. Y seguí mirando tarros. Estaban siempre en la tercera y, sobre todo, la
cuarta fila de recipientes. Una respetable colección de fetos, de variados
tamaños y grados de desarrollo. Mi abuela hacía abortos clandestinos, y
guardaba los truculentos desechos de su actividad ilegal junto a las conservas
de comida. Dios. Pero había aún más. Porque no todos los frascos contenían
restos humanos. Lo que descubrí aquella
tarde me perseguiría durante muchas noches posteriores. Muchos de los botes
mostraban seres con gruesos pelos negros recubriéndoles. Algunos tenían plumas
y garras, apretujados con sus picos grises entre las angostas paredes de
cristal, o estaban inmersos en una sopa sanguinolenta que apenas dejaba
adivinar su naturaleza. Otros contenían una especie de grasa o pus amarillento,
en el que se atisbaban patas negras y quitinosas con protuberancias como
muñones. Peores eran, sin embargo, los
que contenían lo que parecían vísceras, de variados colores y diversas formas.
Desde los que se asemejaban a secciones de intestinos a otros con forma
lenticular y motas rosas, atroces a la vista.
Mis manos comenzaron a temblar con
estos descubrimientos. El pulso finalmente me falló, y un bote se me calló al
suelo, quebrándose. Eso me despertó. Limpié rápidamente los asquerosos restos,
cerré el armario y abandoné la buhardilla. Poco después regresaba mi familia.
No les comenté nunca el tema a mis padres. Ni volví a subir a aquel ominoso
lugar, ni se qué paso con aquella siniestra despensa.
Doy por hecho que mis padres
conocían aquello. Pero mi mente siempre se niega a pensar lo que eso supone.
Por otra parte, la idea de que los círculos concéntricos de tarros
correspondían a distintos grados de “maduración” de su contenido, no dejaría de
asaltarme insidiosamente durante buena parte de mi juventud. Tal vez los
festines que nos dábamos con los botes que mi abuela nos regalaba eran algo más
que simples celebraciones culinarias. Han pasado treinta años desde aquella
tarde. Aunque no he podido borrarla de mi mente, su recuerdo no me genera ya
angustia ni desazón. Tengo tres hijos, vivo en Sonora, convivo bastante bien
con mi marido. Soy docente de literatura británica en la Universidad Robert E.
Howard. Así que no tengo tiempo ni deseos de rememorar hechos tan extraños. No
obstante, de vez en cuando me despierto a media noche. Tumbada en mi cama,
entre el ensueño y la vigilia, sueño con el momento en que me reencuentre con
mi abuela. Quizás ella esté sentada pausadamente en un recodo de su sotabanco,
tranquila, como siempre la recuerdo. Rodeada de botes y de sus ingredientes.
Dulcemente atareada en la elaboración de sus confituras.
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