En
mitad de la barbarie, una esperanza relampaguea. Un hombre llamado Axilo
entrega su alma a cambio de la paz eterna y la conciliación de los mortales. Es
rico, tiene muchas influencias, y pretende con su generosa virtud zanjar la
guerra para siempre. Pero ni todo el oro del mundo puede comprar la voluntad de
salvajes desdichados y, siendo agredido, humillado y despojado de su honra,
ninguno de sus amigos lo defendió. Acabó dando espasmos en una fosa común
abierta a la intemperie.
—I
am here all the time— dijo un fiambre que estaba allí tieso.
—¿Qué
ocurre? ¿Hemos muerto?—habló Axilo.
—Tú
no—respondió el fiambre—. Estás agonizando. Los que te han hecho esto decían
ser tus amigos. Eres un mártir caído. Me llamo Hades, acompáñame, vomita lo que
te queda de vida y súbete los pantalones.
Salieron
del agujero y se pusieron en marcha, tambaleando como viejos amigos que salen
del bar de la esquina borrachos. Atravesaron el territorio de campaña sin ser
vistos. Eran dos fantasmas errantes bajo la lluvia. Llegaron al pueblo cruzando
por mitad de un bosque. Una vieja cargaba con dos tinajas por la calle. Iba
lenta y cojeaba. Hades la señaló y Axilo se convirtió en perro, el cual ladrando
y por la espalda, se echó encima de la anciana mordiendo su cuello y matándola
casi en el acto.
—¿Qué
he hecho?— se preguntaba ya convertido en hombre otra vez.
—No
has hecho nada que no mereciera esa mujer. Era la madre de tu buen amigo
Néstor, el que te escupía en los ojos mientras llorabas rendido.
—No
lo recuerdo. A menudo íbamos a cazar jabalís. ¿Cómo pudo hacerme algo así?
Llegando
a una pequeña plaza, encontraron a tres muchachos fumando canutos. Hades señaló
a los tres de izquierda a derecha. Los jóvenes se sobresaltaron.
—¿Es
Halloween?—preguntó uno de ellos y comenzaron a reírse haciendo burlas.
Axilo
halló en sus manos una carabina. Disparó sin tregua contra dos de los muchachos
que quedaron desparramados en el albero, con los sesos por todos lados como
guirnaldas de Navidad. El tercero se quedó quieto.
—Pásame
el porro, campeón, que le vas a chupar la punta del fusil a nuestro amigo
Axilo—le dijo Hades—. ¿No lo reconoces? Él te regaló tu primera bicicleta
cuando cumpliste cuatro años. Tu padre no tenía ni un centavo y quiso que no te
quedaras sin regalo de cumpleaños. ¿Y cómo se lo pagó tu padre? Aprieta el
gatillo, Axilo.
Los
ojos del muchacho salieron disparados hacia arriba junto con parte del mentón.
—No
sufras, compañero— habló Hades—. Tus amigos deben pagar por lo que te han
hecho. Ahora vamos a entrar sin permiso a la casa de tu camarada Diomedes, que
fue quien te empujó a la fosa. Allí está su mujercita. Dirígete hacia el
campanario.
En
la casa de Diomedes, Mari Puri estaba tranquilamente viendo un partido de Los
Lakers en directo cuando de pronto sonó el timbre.
—¿Quién
será a estas horas con la noche tan mala que hace? Iré a ver...— se dijo a sí
misma la esposa de Diomedes. Por la mirilla comprobó que se trataba de Axilo,
el mejor amigo de su marido, y estaba acompañado de un señor con pinta de
enterrador.
—¡Hola,
Axi! ¿No estabas con Diomedes haciendo vuestras cosas de hombres?
—Hola,
Mari... Sí... Pero... Tú me conoces, soy un hombre bueno...
—Perdona
que te interrumpa, ahora me cuentas, es que hace un frío del demonio y es mejor
que paséis y cierro la puerta. Id tomando asiento.
Una
vez dentro y acomodados, Hades señaló a Mari Puri.
—¿Qué
le ocurre a usted en el dedo? Lo tiene como amarillento. Eso debe ser porque le
faltan vitaminas. Os traigo ahora mismo un trozo de bizcocho que tengo en el
horno. ¿Por qué cierras los ojos, Axi?
—Es
que... me molesta la luz. Se me pasará dentro de un minuto, tú ve a por el
bizcocho— dijo, y Mari Puri fue a la cocina.
—La
he señalado y no has visto nada. Ella es tu próxima víctima. Debes violarla y
degollarla— aseveró Hades.
—Ya
comprendo todo. Me estás engañando, ¿verdad? Estamos en el Tártaro y me estoy
sometiendo al juicio final. Tú debes ser el que imparte las consignas o algo
así, ¿cierto? ¿Y quiénes son los jueces? ¿Los conozco? ¿Son tan cabrones como
mis amigos?—se cuestionaba Axilo cuando Mari Puri llegó con el bizcocho.
—Aquí
tenéis, chicos.
—¡No!—gritó
Axilo al tiempo que cerraba los ojos.
—¿No
te gusta de fresas?
—Márchate,
María, o no respondo de mis actos.
—¿Qué
dices? ¿Y dónde está tu amigo?
Axilo abrió los ojos. Allí estaba de nuevo, en la fosa común, y sus amigos acudían en su ayuda. Diomedes le daba la mano para levantarlo; Deífobo lo sujetaba por la cintura para que no se cayera; Néstor le limpiaba con un paño la cara; su viejo amigo Príamo también estaba allí agasajándolo como de costumbre. Y Glauco, con la mejor de sus sonrisas... Y el sol salió. Y una brisa fresca lamió sus mejillas...
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