martes, 15 de diciembre de 2020

El espejo (Tulipán Negro)

 

Despierto con el sabor amargo de quien ha pasado toda la noche de bar en bar. Con la vista nublada del que se ha quedado cegado por el alcohol y por su risa. Con la inquietud de no recordar del todo bien qué hace ese cabello rubio y ondulado balanceándose rítmicamente al son de la respiración de su dueña. Yace de espaldas a mí, arropada solamente por su larga cabellera. Que no se despierte.

Me incorporo e intento mantener el equilibrio, pero caigo en una red de ropa con aroma a tabaco y a sudor que me trae recuerdos de anoche. Atrapado entre sus medias y mis pantalones me siento ridículo. Casi tanto como cuando anoche se acercó a mí y yo no supe más que decir cuatro frases baratas. Me echo las manos a la cabeza avergonzado. Ella tiene un nombre, pero yo solo rezo para que no se despierte.

Aún sentado en el suelo, miro a mi alrededor e inspecciono toda la habitación para acabar el viaje en mi antiguo espejo. Entra demasiada luz por la ventana. Una claridad tan intensa y limpia que sería capaz de expiar todos los pecados de quien cayera en sus redes. Yo confieso. Cierro los ojos con fuerza y vuelvo a abrirlos. El cuadro es hermoso desde aquí: veo el lateral del colchón, un brazo femenino fino y flexible descansando sobre él señalando levemente con el índice hacia la puerta. Sonrío. Parece que esté indicándome la salida. La salida de mi propia casa. En la imagen su rostro oculto contrasta con el mío lleno de admiración. Ella calla. Yo lo digo todo con la mirada: eres hermosa. No te despiertes.

 Respiro profundamente. Sigo observando mis facciones en el espejo y la curiosidad hace que me acerque a él, a mi otro yo. Me arrimo cada vez más, hasta descansar la mirada en mis propios ojos. En mis otros ojos. Me estremezco, pero continúo mirándome fijamente en él. Intuyo que la resaca y no haber dormido prácticamente tienen mucho que ver. Allí estoy,  cada vez más cerca, tanto que mi mejilla entra en contacto con el frío cristal. Mi respiración dibuja nubes opacas en él que van apareciendo y esfumándose en cuestión de segundos.

De pronto oigo un maullido. ¿Qué ha sido eso? Ni siquiera me giro buscando su origen. Viene de dentro. Apoyo la palma de mi mano derecha con suavidad en la superficie. Frío vertical. Vuelvo a oír otro. Empujo con mis dedos como si buscara el origen, cuando noto cómo el espejo va ablandándose a mi paso. Está cediendo ante mi palma, ante mi empeño. Es una sensación natural, automática, esperada, me completa. Mi mano va desapareciendo dejando a su paso restos de cristal resquebrajado que no corta. No me hiere. Quiere que entre. Me quiere entero. Sin dudarlo, avanzo con una pierna, luego con la otra y todo mi cuerpo traspasa aquel delicado manto que separa lo desconocido del origen de todo.

Lo primero que alcanzo a ver es un cielo celeste, hermoso, con nubes flotando en el horizonte. Huele a bosque. Sonrío con ganas. Hacía tiempo que no disfrutaba de esa sensación. Veo a lo lejos una sombra que se acerca ladina. No.. no puede ser.. ¿Gaia? ¡Gaia! Es Gaia, mi gata, mi adorada compañera de noches tenebrosas. Cuántas veces habíamos jugado con la complicidad de los hermanos. Se acerca rápidamente y comienza a enroscarse en mi cuello mientras enreda sus patas en mi pelo. ¡Tranquila, tranquila! ¿Cómo estás, preciosa? Te veo en forma. Estas palabras resuenan en el interior de mi cabeza... ¿Te veo en forma?

Gaia hacía ocho años que había muerto atropellada. Esa máquina del diablo se me había aparecido en sueños a menudo después del sangriento suceso y se dedicaba a alumbrarme con sus faros y a despertarme entre gritos. ¿Qué estaba pasando? Venga hombre, pienso para mí, he atravesado el espejo después de una noche de borrachera, me reencuentro con mi gata muerta... Solo falta que se me aparezca la abuela sujetando una de sus bandejas de magdalenas recién horneadas... Me empiezo a reír ante tales locuras esperando despertar en mi propia habitación tapado hasta arriba con las sábanas, con una resaca de órdago para variar y dispuesto a afrontar un domingo más a base de café y cine clásico.

Pero la risa frena en seco. A Gaia se le eriza el lomo. Nerviosa, no para de caminar de un lado a otro y me advierte de lo peor. Mis ojos se clavan en el espejo, puerta de entrada a este lugar. Veo el cuarto donde he dormido desde el otro lado. Ese cuarto con esa desconocida durmiendo. Ella está despertando, arquea la espalda y estira los brazos. Se levanta hermosa, y aparta por fin sus cabellos de la cara. Mira hacia donde yo estoy.  Ese cráneo despojado de toda vida que tiene por cabeza me mira. Y ahora vuelve a señalarme con su dedo índice hacia la puerta, donde ha dejado descansando por un rato su guadaña.

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