Hoy
es el día en el que, al fin, el inspector Michael Valderrama de la policía de
Nueva York se jubila. Sentado en la silla que ha sido su lugar de trabajo durante
los últimos cinco años se sorprende al pensar que, en ese tiempo, no ha echado mucho
de menos patrullar por las calles. Antes era su pasión, pero desde que murió su
hijo, una losa tremenda le impide cumplir con lo que antes adoraba. Y por eso desde
aquel día vegeta en la central redactando informes.
Al
pensar en su chico desvía la mirada hacia la foto de su graduación que tiene
junto al monitor de su ordenador. Todo en ella rezumaba un futuro prometedor.
Vestido con el uniforme de gala y una gran sonrisa, la recién estrenada placa que
descansaba en su pecho emite un destello fugaz que quedó congelado en el tiempo
para siempre.
Acuciado
por recuerdos amargos se recuesta en el respaldo de la silla atusándose su pelo
rizado y negro mientras escucha el rugido que, sin pudor, emite su barriga. Él
la manda callar asegurándole que sus compañeros tienen prevista para más tarde una
fiesta sorpresa con pastel incluido del cual, quiera o no quiera, tendrá que
comer. Así que, sabiendo que no podrá evitar lo que le espera, mira su reloj y
decide que es hora de visitar por última vez las entrañas de la comisaria antes
de salir por la puerta del edificio y no poder hacerlo nunca más.
Como
cada día desde el accidente, al acercarse el final de la jornada, justo a la
hora en la que el cuerpo de su chaval recibía el impacto mortal que le destrozó
el corazón contra el salpicadero del coche, se levanta de la silla y dirige sus
pasos hacia la salida mientras escucha un murmullo a su alrededor.
—Tranquilos,
chicos, que no huyo de vosotros. En un rato vuelvo —dice en voz alta para que
todos entiendan que ahora es el momento para prepararlo todo.
Una
vez los deja atrás comienza a bajar por la gran escalinata. Nada más pisar los viejos
y desgastados escalones sufre un traspiés y casi se cae. Otra señal más de que su
ciclo está llegando a su fin. Al agarrar el pasamanos piensa que en este metal
tan frío donde están grabadas multitud de huellas de criminales puede que
también estén las del asesino al que todavía no ha conseguido atrapar. Aquel que
vive en todas las pesadillas que sufre cada noche. Ese al que no puede apartar jamás
de sus pensamientos.
Al
llegar al sótano se dirige al archivo de pruebas. Como ha hecho todos y cada
uno de los días desde que fue destinado a trabajo de oficina, llama al timbre y
saluda a la cámara que le observa desde la esquina superior derecha. Al poco
tiempo, un sonido desagradable e intermitente le avisa de que le han abierto. Empuja
con fuerza el portón y entra en el vestíbulo en donde tras el mostrador le
espera, como siempre, el sargento Bruce Kuryaki.
Frente
a frente se puede observar que son muy diferentes. El inspector es un puertorriqueño
alto y con una abultada pancha fruto del alcohol y no de la felicidad. El
sargento, por su parte, es de ascendencia asiática, tiene una estatura media y se
mantiene delgado y fibroso a pesar de la edad.
—Buenos
días, inspector, ¿ya estás preparado para lo que nos espera? —le pregunta el sargento
sin un ápice de alegría en sus palabras.
—Me
imagino que igual que tú. Mira que es casualidad que nos jubilemos el mismo
día.
—Ya
sabes, a todo cerdo le llega su san Martín.
—La
verdad es que no tengo ganas de juerga.
—Ni
yo tampoco, pero no podremos escapar de ellos. Tendremos que hacer de tripas
corazón y aguantar todo lo que se les haya ocurrido organizar. En cuanto a ti,
¿ni siquiera en este día te das un respiro?
—No
puedo. Los remordimientos son así. Hoy es mi última oportunidad para echar un
vistazo a lo que tienes ahí guardado y no puedo desperdiciarla.
—¿Algún
día crees que dejarán de carcomerte por dentro?
—No.
Mientras no lo resuelva viviré atormentado por él. Sé que mi último pensamiento
en esta vida será para ese caso.
—No
soy quién para decírtelo, pero aun así te lo diré. No es bueno vivir en el
pasado: te amarga el presente y te impedirá disfrutar del futuro.
—No
me importa. Tengo asumido que jubilado no voy a durar mucho. Ya sabes lo que
les pasa a los policías viejos e insociables una vez dejan el servicio activo.
Lo normal es que utilicen su arma una última vez en la soledad de la noche.
—No
digas eso. Puede que nuestras exmujeres hayan puesto miles de kilómetros de
distancia entre nosotros y ellas y que ya no quede nada de nuestro legado en
este mundo, pero siempre hay algo por lo que vivir. Aunque solo sean los buenos
recuerdos —dice el sargento mirando al retrato que descansa a su izquierda.
—Perdona
mi poco tacto. Hasta hoy no me había fijado en la foto —dice el inspector mientras
clava su mirada en otra cadete ilusionada que vio su vida cercenada antes de
tiempo—. Me imagino que es tu hija, ¿no murió de un disparo accidental en
vuestra casa?
—Sí.
Una de esas cosas que no deberían pasar, pero pasan. Ya hace cinco años de aquello
y no hay segundo en el que no me culpe de su muerte, pero aún así no tiraré la
toalla —nada más terminar de hablar, al ver cómo cambia la expresión de su
interlocutor comprende que también ha metido la pata—. Lo siento, perdona mi
estupidez. Te he hecho lo mismo que tú has intentado paliar.
—No
pasa nada, todos tenemos que lidiar con nuestras desgracias. ¿Puedes abrirme?
—Por
supuesto. Ya sabes cómo va. Regístrate y podrás pasar.
El
inspector garabatea su firma de forma rápida en el papel y entra en el almacén.
Mientras toma un camino memorizado hasta la saciedad, imágenes de aquel fatídico
día quieren atacarlo con fuerza. Para intentar derrotarlas se centra en los
miles de cajas que le rodean y que están clasificadas por número de expediente.
Sabe que llegará el día en el que, caso a caso, irán prescribiendo y cuando eso
pase, todas las pistas que no se supieron encajar para resolverlos serán
destruidas y en ese momento el mal habrá ganado. Y el que más le duele es el único
caso que no ha resuelto en toda su carrera, ese que está a punto de revisar por
última vez. Y lo hace porque no pierde la esperanza de encontrar la clave que le
lleve a la victoria, aunque sea en el último segundo.
Tras
varios minutos andando llega a su rincón. En la estantería setenta y ocho, sección
tercera, balda intermedia lee el cartel que reza: caso abierto trece mil quinientos
cuarenta y seis. Allí tres cajas de cartón de tamaño medio colocadas en
pirámide lo miran desafiantes. Como cada vez que alarga una mano hacia ellas, un
temblor amargo e involuntario le recorre el espinazo. Aun así, las coge una por
una y las lleva a la mesa que está a su izquierda. A diferencia de la mayoría
de los objetos allí almacenados, estas están como una patena ya que cada vez
que las consulta las limpia a conciencia con un trozo de la camisa que llevaba
su hijo cuando murió y que aun está marcado con trazos indelebles de su sangre.
Sabe que es una superstición absurda, que muchos lo tacharían de loco, pero sigue
creyendo que en esa tela vive parte del espíritu de su chico y que juntos,
aunque sea de esta manera, algún día resolverán el enigma que no pudieron
cuando estaba vivo. El problema está en que se acaba el tiempo.
Bajo
la mortecina luz del flexo abre las cajas y expone, de forma metódica, todo su
contenido sobre el linóleo gris de la mesa: fotos, declaraciones de testigos y
sospechosos, diagramas de flujo, incluso ideas y pensamientos que surgieron mientras
los dos, mano a mano, tomaban un café de madrugada en el salón de su casa. Todo
ello está frente a él de nuevo. Datos inútiles que no han servido de nada en
todos estos años y que, a menos que suceda un milagro, hoy tampoco servirán.
Sabe
lo que piensan de él. Nadie entiende para que sigue bajando a revisar todo
aquello si se lo sabe de memoria: cada letra, cada palabra, cada color, cada
sombra que allí se le muestra. Y él les contestaría que es su deber. Se lo debe
a las víctimas, a sus familiares, pero sobre todo a su hijo. Él sabe que
ninguno de ellos podrá descansar hasta que él triunfe. Y por eso, hoy al menos,
tampoco se rendirá.
Empieza
como siempre, con las fotos de los cadáveres de las chicas. Por muchas veces
que las mire, siempre le sorprende la exquisitez con la que el asesino las
dejaba para que las encontraran. A todas ellas las dejó sentadas e inertes en
un banco de un parque cercano a donde vivían, maquilladas, peinadas a la moda y
con una manicura perfecta a la espera de que alguien pasase por allí y se
percatara del reguero de sangre que manchaba las blancas blusas de seda que
siempre llevaban puestas. Un fino estilete clavado en su corazón terminó con doce
muchachas bellas, morenas y asiáticas a lo largo de un año.
Un
largo y tenebroso periodo que le costó al inspector el sueño, la paz e hirió de
muerte a un matrimonio que ya cojeaba. Desde aquel quince de enero de mil
novecientos noventa y nueve en el que encontraron a la primera víctima, Anna Wong,
las pesquisas de su departamento fueron por derroteros equivocados. ¿Por qué
tuvo que tardar tanto en atar cabos? Tal vez no tener experiencia con psicópatas
le lastró en un principio. Es cierto que con solo una víctima nada hacía pensar
que estaban ante un asesino en serie. Siguiendo el protocolo de investigación establecido
se centraron en el círculo de amistades de la chica en busca de un móvil habitual:
desamor, celos, deseo irrefrenable, aunque para este último, la falta de agresión
sexual en el cuerpo le desconcertó bastante. Pero cuando un mes más tarde
apareció Lucy Chen en iguales condiciones debió involucrarse más, tendría que
haberse abstraído de todo lo que sucedía a su alrededor y haberse centrado en
el caso.
Pero
entre que estaba en un momento complicado de su vida y que el comisario no
estaba por la labor de generar pánico en la ciudad, dejaron pasar un tiempo
precioso que se tradujo, a los veintiocho días, en la tercera chica muerta y en
que la mierda les llegó hasta al cuello en menos que canta un gallo. La prensa
se cebó con ellos, sometiéndolos a tal presión que ya solo quería descubrir al
cabrón que no dejaba de matar el quince de cada mes a una chica de entre veinte
y veinticinco años siguiendo siempre el mismo patrón. El problema era que las líneas
de investigación siempre terminaban en callejones sin salida.
Tres
meses y tres sueños cercenados después él seguía obcecado y absorto en el caso,
pero sin conseguir ningún avance significativo. Solo la entrada de su hijo en
la policía lo sacó del pozo en el que estaba. Fue como una inyección de adrenalina
que le dio la fuerza para avanzar. Juntos entendieron que la forma en la que el
asesino dejaba a sus víctimas era la clave. Significaba que para él ellas eran un
trofeo, una exaltación de su poder y que deseaba que todo el mundo, al
contemplarlas, lo admirasen. Además, llegaron al convencimiento de que el
asesino debía ser, para poder alcanzar tal perfección estética, un experto en
moda y belleza. También supieron, gracias al departamento de psicología de la policía,
que al apuñalarlas en el corazón con un arma tan grácil como una daga fina ponía
de manifiesto que el criminal tenía un trastorno psicótico profundo, con el
cual manifestaba que deseaba ser tan hermoso como ellas, que anhelaba su gloria
y al no poder alcanzarla las mataba por ello. Por último, el detalle de que lo
único que no tenían pintados fueran los labios indicaba que, aun queriendo ser
como ellas, las veía impuras y que por lo tanto no merecían alcanzar la
perfección. Denotaba que él pensaba que de sus bocas solo salían mentiras y que
debía hacerlas callar para siempre.
Centrados
en esas hipótesis, recorrieron juntos todos los salones de belleza que existían
en la ciudad. Encontraron algunos sospechosos, pero jamás consiguieron incriminarlos.
Y llegó el quince de enero del dos mil y los dos iban en el coche hablando del caso,
analizando lo que ya habían escudriñado miles de veces, rebuscando en su memoria
cualquier cosa que se les hubiera podido pasar, con la urgencia de saber que el
asesino no tardaría en actuar de nuevo. ¿Cuántas noches en vela habían pasado
juntos haciendo lo mismo? Demasiadas, pero la importante fue la última. La noche
anterior a ese día el inspector había batido su récord de días seguidos sin
dormir y lo pagó demasiado caro. En un tiempo muerto en el que los dos se
habían callado y cada uno estaba concentrado en lo suyo, el inspector, que era
el que conducía, no se dio cuenta de que al cerrársele los ojos por un segundo se
saltaba un stop y chocaba con una ranchera a gran velocidad.
Cuando
despertó del coma ya había pasado un mes desde el accidente. Tan obsesionado
estaba con el caso que lo primero que hizo fue preguntar a las enfermeras por
el nombre de la nueva víctima del asesino. Ellas le respondieron que no había habido
ataque alguno. Tras un instante de incredulidad y alivio se acordó de su hijo y
preguntó por él. Le respondieron que no pudieron nada ya que murió al instante.
La cruda realidad le golpeó salvajemente y desde entonces su voz interior no ha
dejado de repetirle que él fue el causante de su muerte lo que le destroza por
dentro. Si a eso se añade que su mujer no esperó siquiera a que él saliera del
hospital para abandonarlo, la vida del inspector Valderrama se volvió un infierno.
Fue
en ese momento cuando tuvo que elegir entre dos caminos: deprimirse y ver a donde
le abocaba la desesperación o volver a la batalla porque estaba convencido de
que el asesino volvería a actuar. Que ese lapsus de tiempo sin matar solo era
porque estaba jugando con él. Ese pensamiento lo mantuvo en guardia durante
unos días, pero al ver que al siguiente mes nada sucedía, comprendió que había
parado de matar, Dios sabría por qué. Así que el único pilar que sostenía su
ruina de vida se derrumbó por completo. Sentía que su hijo había muerto en
vano, que había perdido todo por nada y que jamás conseguiría resolver el caso.
Eso derivó en recurrentes ataques de pánico que le asediaban cada vez que
intentaba salir a la calle a trabajar en algún caso, por muy sencillo que
fuera. Su cuerpo se negaba en redondo a enfrentarse al mundo y al final tuvo
que rendirse a la evidencia y pedir el traslado a las oficinas para no hacer nunca
más trabajo de campo. Eso sí, continuó obsesionado con el pasado.
Y
hoy todo termina con la lágrima que cae sobre los papeles alborotados que tiene
delante suyo. Es la señal que certifica su rendición incondicional. Ya no hay
nada que pueda hacer, el tiempo se ha acabado y ha perdido. Regodeándose con la
derrota, lo recoge todo y deja las cajas de nuevo en la estantería. Dándoles la
espalda se dirige a la salida en donde le espera el sargento Kuryaki.
—¿Todo
bien?
—No.
Nada ha cambiado ni cambiará. Es el fin. ¿Nos vamos?
—Sí,
déjame que recoja lo último que me queda y nos vamos —dice mientras agarra la
foto de su hija.
—¿Solo
te llevas eso?
—Sí.
Ya empaqueté una caja el otro día. Solo mantuve conmigo a Illya para que me
hiciera compañía hasta el final.
Salen
y el sargento se dirige hacia el ascensor.
—¿Por
qué no vamos por las escaleras? —le pregunta el inspector.
—Demasiados
años sentado en un incómodo taburete han hecho que mis rodillas no aguanten
subir escaleras —comenta mientras pulsa el botón de llamada.
El
ascensor no tarda en llegar y se montan en él. Sin mediar palabra notan como
comienza la ascensión y el inspector ve como su compañero de fatigas aprieta el
retrato contra su pecho con tanta fuerza que comprende que está emocionado.
—No
te he preguntado, ¿qué vas a hacer tú de ahora en adelante? —pregunta el inspector,
pero antes de que el sargento pueda responder las puertas se abren y la
vorágine los engulle.
Como
era de esperar, los siguientes momentos son una sucesión de abrazos, besos, bromas,
regalos, algunos más acertados que otros, y mucha condescendencia. Al final de
todo, el comisionado, tras un discurso plagado de tópicos y palabras vacías, se
hace la foto de rigor entregándoles el reloj de oro y casi sin terminar de
enfocar los ojos después de que el flash los haya cegado ya está dándoles la
espalda para salir disparado de la comisaria.
Tras
esa despedida a la francesa de su jefe, los compañeros aun aguantan unos
minutos más, pero al final todos van dispersándose dispuestos a cerrar sus
tareas del día, dejando a los dos homenajeados abandonados en medio de la sala.
—Se
acabó. Te espero a que recojas y salimos juntos —dice Bruce con amabilidad.
—No
hace falta, no quiero entretenerte.
—Tranquilo,
tengo todo el tiempo del mundo —comenta con una expresión extraña en la cara—. Nadie
me espera en el hogar.
—Como
quieras —dice Michael esperando que esta amabilidad no signifique que quiera
convertirse en su amigo y le dé la paliza una vez salgan de aquí. Piensa que no
debe darle pie a ello, que debe cortar esa posibilidad de raíz.
Dándose
prisa pone todo lo personal que había en su escritorio, que no es mucho, de
mala manera en una caja de cartón y se prepara para un momento incómodo.
—Salgamos.
Es la hora.
Juntos
comienzan a dirigirse a la salida, sueltan en voz alta un vago adiós al que solo
algunos de sus excompañeros responden y salen a la calle. Fuera, como es
habitual en enero en Nueva york la nieve se acumula en las calles y el ambiente
es gélido.
—Qué
casualidad que todo termine un quince de enero, ¿no? —dice Bruce con un tono
que pone en guardia a Michael.
—¿A
qué te refieres?
—Hace
cinco años, tal día como hoy, murieron nuestros hijos y en esta
misma fecha, nosotros, sus padres, acabamos nuestro servicio.
—¿Tú
hija murió el mismo día que mi hijo? No lo sabía —algo le dice que no es casualidad.
—Sabes,
falta que yo te dé mi regalo de jubilación —dice Bruce cambiando de tema.
—No
es necesario. No quiero nada tuyo, ni siquiera tu amistad. A partir de ahora,
el tiempo que me quede, que no creo que sea mucho, quiero pasarlo solo.
—Acepto
lo que me pides, pero aun así te lo daré. No sé si te salvará o te condenará. lo
que sí sé es que a mí me hará mucho bien.
—No
te entiendo.
—Voy
a quitarte de encima aquello que aplasta a tu corazón. No te voy a pedir que,
tras lo que voy a contarte, no entres otra vez por esa puerta y hagas lo que creas
justo. Solo espero que como padre que fuiste me entiendas y actúes en
consecuencia.
—Cuéntame
—dice Michael intrigado
—Mi
hija no murió por un accidente con su arma reglamentaria. Fui yo quien la mató.
—¿De
qué estás hablando? —pregunta Michael llevandose de forma inconsciente la mano a
la espalda donde ya no tiene la pistola guardada.
—No
tuve más remedio que hacerlo. Fue ella misma quien me lo pidió.
—¿Por
qué iba a pedirte tal atrocidad?
—Por
que ella era tu asesina. Ella es tu caso abierto.
—No
te creo.
—Pues
deberías. Aquel día vino a mí buscando su última esperanza. Me
contó todo lo que había hecho con pelos y señales. Me confesó que sentía
envidia de ellas por ser todo lo que ella no era: femeninas y hermosas. Entre
que ella se veía como una mujer carente de atractivo y que pensaba que yo
siempre había deseado tener un chico en vez de una chica, creyó que me hacía
feliz convirtiéndose en policía. Me dijo también que entró en el cuerpo con la
esperanza de que, al estar en el lado correcto de la ley, pudiera dominar a la
asesina que ya desde muy joven sentía en su alma. Ya sabes que todos tenemos
una parte buena y una parte mala y que casi todos nosotros somos capaces de mantener
al mal oculto y prisionero en las profundidades de nuestro ser. Pero ella no pudo
con él. Un impulso poderoso se fue adueñando de ella empujándola a cometer las
atrocidades que te han estado martirizando los últimos años. Ella se aprovechó
del uniforme y de la seguridad que emana del mismo para acercarse a ellas con
alguna excusa y ofrecerse a acompañarlas a casa y una vez allí las reducía y
comenzaba con el ritual.
—Me
parece demasiado rocambolesco. No encaja en el perfil del psicópata.
—¿Qué
perfil? ¿Ese que no te ha servido para nada? Aunque no te lo creas, esta es la
verdad. Al final la habrías descubierto, eso ella lo sabía. Es por eso por lo
que vino a mí a pedirme ayuda.
—¿Para
encubrirla?
—No.
Para pararla ya que ella se veía incapaz de hacerlo por sí misma y se odiaba
por ello.
—¿Y
por qué no la detuviste e intentaste que recibiera ayuda psicológica en vez de
matarla?
—Debía
evitar por todos los medios que ella siguiera haciendo daño a más chicas, fue la
única condición que me puso. Me convenció de que estaba segura de que jamás
podría curarse. Me dijo que si la delataba conseguiría escapar y cuando lo hiciera
volvería a matar y eso la atormentaba. Me suplicó que encontrara el modo de
liberarla de todo lo que había hecho sin perjudicarme a mí. Ella entendía que
si la entregaba a la policía mi carrera y mi vida estarían acabadas ya que no
podría aguantar los comentarios y las miradas que recibiría todos y cada uno de
los días de mi vida. Así que tracé un plan, y simulamos un accidente mientras
limpiaba el arma, aunque fui yo quien apretó el gatillo.
—¿Cómo
pudiste hacerlo?
—Porque
la amaba más que a nada en este mundo.
—¿Y
qué esperas que haga yo ahora? —le dice Michael descolocado.
—No
voy a pedirte nada. Solo te diré que no nos volveremos a ver nunca más. Yo me
iré con la esperanza de poder perdonarme algún día y pensando que al revelarte
la respuesta que tanto tiempo andabas buscando te ha dado un poco de paz. Adiós
y buena suerte —y tras esas palabras baja los escalones de la comisaria y se va
andando hasta desaparecer de la vista.
Michael,
por su parte, conmocionado aún por lo
que ha oído, se gira hacia la puerta y alarga la mano hacia el pomo. De pronto
se detiene, mira al cielo y gira sobre sus talones alejándose de allí sin mirar
atrás.
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