El caballo tordo en el que iba al trote, ya no
daba para más, comenzó a cojear de la pata trasera izquierda. Llévese este
magnífico caballo, le dijo el barrigudo tabernero, se lo dejo por cinco dólares
y treinta centavos, le dijo. ¡Maldito chacal hijo de perra! Ya le tenía
reservada una muesca de su cinturón cuando regresara a Buenaventura y su
despreciable rostro marcado por la viruela quedara desparramado por el establo…
Se había levantado un viento desagradable que arrastraba innumerables
cachanillas que vagaban por el desierto sin rumbo concreto y una cortina de
polvo rojizo apenas dejaba ver el horizonte. Siguen ahí. Los veo. Sí, siguen
ahí. Y tú sabes por qué. Se mueven entre el polvo, llevados por el ansía y el
encono, apretujados para que el aire no les alejara de la senda. Tu senda.
Había
entrado en la comisaría del sheriff de aquel pueblucho con una hoja de papel
arrugado en las manos. La estancia olía a excrementos.
─
¿Va en serio la cifra que pone aquí? ─le preguntó mientras el hombre apuraba
una bebida que olía a algo parecido a café en un jarrillo de lata.
El
sheriff.
─
¿Piensa que el Estado se va gastar un dineral en imprimir esos folletos si no
son correctos?
Él.
─
¡Me da igual lo que piense el Estado o no, solo me importa el dinero! ¿Soy el primero?
El
sheriff asintió. Le había reconocido nada más cruzar su oficina, que, aunque
era pequeña estaba orgulloso de ella. Lo que le incomodaba y le hacía sentir
vergüenza ajena era el olor a mierda de la porqueriza del tendero que se colaba
por la pared del calabozo. Eres el primero, jodido asesino. Pensó. Tal era su
fama de despiadado. Vivo o muerto suscribían los panfletos. Y él los traía
muertos, siempre. Menudo hijo de puta. Y no solo eso. Mataba a todo aquel que
acompañaba al delincuente. Daba igual la condición. Daños colaterales, decía.
Se alegró cuando abandonó Buenaventura sobre aquel jamelgo maltrecho que le
había vendido el posadero. Llevándose consigo el olor a muerte. Poco antes de
que cruzara la última calle creyó ver como una estela volátil que le seguía a
cierta distancia.
Piedad
era una aldea cercana a la frontera, enclavada en un pequeño valle entre dos
montañas agrestes. Seguro que está plagada de cerdos chicanos, pensó, al
unísono que esputaba tabaco de mascar que fue a parar sobre un lagarto
adormilado que solo alzó la cabeza verdosa con un gesto de desgana… Se bajó del
caballo volviendo a maldecir al vendedor y ató las riendas a un apeadero de
madera carcomida. Unos niños chicanitos jugaban en un charco de un abrevadero.
Su mirada azul se cruzó con la de los críos y les dejó paralizados. ¿O fue lo
que acababa de llegar con el aire del páramo y se había parado en una esquina
cercana? Entró en la cantina que aquella hora de la tarde estaba casi desierta.
Solo un borracho dormitaba sobre una mesa. La cabeza ladeada, el vaso y la
botella tumbados a su lado. El dueño, tras la barra, secaba un vaso con un
trapo tan sucio que dejaba una marca sobre el vidrio empañado. Se acercó a un
taburete y se sentó con un cansancio enorme. Whisky, le dijo. Y el tabernero
sin dirigirle la palabra y sin soltar el trapo le sirvió en el mismo vaso que
acababa de limpiar un licor casi incoloro. Se lo bebió de un trago. Que puta
mierda es está. Y le miró con los ojos acerados. El cantinero sin abrir la boca
retiró la primera botella y tras coger otra de debajo de la barra le llenó el
vaso de nuevo.
─
¿Sabe dónde está este hombre? ─recalcó la palabra “hombre” con desprecio,
mientras le enseñaba el panfleto─. Necesito hablar con él de unos asuntos.
El
“hombre” había llegado apenas dos meses atrás. Una mula cargada de enseres, dos
chiquillos medio indios y una hermosa cheroqui que no se despegaba de su
compañero. Piedad era un pueblo tranquilo y no era costumbre de hacer preguntas
si no había motivos para ello. Había comprado la granja del viejo Bill, que
encontró su muerte en el establo al lado de su vaca. Aquella vez si hubo
murmullos en las casas del pueblo, porque el herrero había encontrado al pobre
desgraciado con los pantalones bajados y la cabeza reventada. La vaca rumiando
plácidamente.
El
tabernero.
─
¡Yo no quiero problemas!
Él. Desenfundando su revólver Shofiled de
cachas nacaradas y depositándolo encima de la barra desgastada.
─
¡Y mi amiguito tampoco, bastardo! Solo dígame si este “hombre” se encuentra en
este jodido estercolero.
El
tabernero volvió a llenarle el vaso de whisky. Malditos matones. Pensó. Mejor
que desembuches. No quieres problemas. Soltó el trapo sucio y habló con la
cabeza gacha. Vergüenza. Chivato. Quiero vivir.
─Al
noroeste. Camino de Cameron. Encontrará una granja con un gran eucalipto cerca
del establo. Invita la casa.
El
pistolero abandonó la cantina. El sonido de las espuelas repiqueteaba sobre la
tarima. Antes de que abriera la puerta oscilante el tabernero creyó ver unos
rostros observando la escena, jamás vio unos ojos tan tristes. Cuando abrió la
puerta de un manotazo habían desaparecido.
El
camino hasta la cabaña fue solitario. Mientras cabalgaba con parsimonia por el
camino polvoriento su mente divagaba. Ya
tenía guardado en un banco del Paso una gran cantidad de dinero. Dinero de
sangre. Esos bastardos se lo merecían, mala calaña. Dinero de sangre. Escoria,
ellos y su descendencia. Dinero de sangre. Con esos dólares me compraré unas
hectáreas para criar ganado. Sangre.
Bajó
por una cuesta pronunciada y la granja parecía aún más pequeña al lado del
gigantesco árbol. Mientras avanzaba pudo divisar en un barbecho a un individuo
con una yunta de mulas y un arado. Se detuvo un instante y sacó de una de las
alforjas un catalejo, antes de avanzar le miró desde el cristal aumentado y se
percató de que era él. Era su “hombre”. Vulgar ratero de mierda. Solo intentaba
sobrevivir. Pues ahora pagará las consecuencias. Tú no eres mejor. ¡Cállate!
Se
apeó de su montura y avanzó lo que le quedaba de trayecto a pie. Quería
pillarle desprevenido. Cobarde. Hago mi trabajo. Trabajo de cobardes. Va
resultar fácil… Se fue ocultando entre las paredes de la casa. Escuchó a unos
niños en la distancia. De ellos depende salvar sus pequeños pellejos. Si se
cruzan en su camino las balas silbaran.
Se
apostó sobre el poste de una alambrada. El hombre le daba la espalda mientras
se tomaba un descanso de la dura tarea. Le encantaban sus revólveres, apenas
pesaban y eran precisos a larga distancia. Todavía recordaba como los
consiguió. Rajándole la garganta mientras dormía a uno de los cuatreros más
buscados por esos páramos. El desgraciado intentaba taponarse la fatal herida
con las manos. Pero la sangre fluía a borbotones llevándose su vida. Momentos
antes de que falleciera vio cómo se apropiaba de sus revólveres y él le dedicó
una sonrisa cínica… Perfecto. Ahí, entre la cabeza y los omoplatos. Le
atravesará el corazón. Su dedo en el gatillo. Tan rápido…
En ese instante, justo frente a él, se le
aparecieron de golpe, de la nada, aunque segundos antes se le habían erizado
los vellos de la nuca, eran ellos. Flotaban sobre el polvo albarizo, todos
apretujados, formando un cuadro espeluznante. A algunos los pudo reconocer
porque no hacía mucho que los había asesinado, otros solo eran estigmas de
recuerdos pasados. Mostraban sus rostros lánguidos, podridos, sus ropas
harapientas, sus heridas fatales aún supurando sangre negra. Todos al unísono
levantaron sus delgados brazos y le señalaron.
La
puñalada le entró entre la nuca y los omoplatos y con una mirada estúpida vio
como la punta del cuchillo le salía del pecho. Justo en el corazón. Tu oscuro
corazón. Sabía que había sido un indio. Huelen a cabra, maldita gente, sucios
salvajes. Un salvaje te ha matado. Creí que iba ser fácil… Te encontró el
diablo…
Fin
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