Roberto Luengo no tuvo demasiada suerte
durante sus cincuenta y dos años de vida terrenal. En su vida ultraterrena, las
cosas no fueron muy distintas.
Huérfano de padre a los seis años, su
joven madre no supo manejar la situación, agobiada por las facturas, los
desengaños amorosos y la responsabilidad de criar sola a un hijo. Gradualmente
desarrolló una suerte de oscuro encono hacia la vida, una rabia contra lo que pudo
haber sido. Y más gradualmente todavía, empezó a transferir ese rencor
hacia la persona que tenía más cerca, hasta que se transformó en una sombría
malquerencia. No se daría cuenta de ello
hasta muchos años más tarde, cuando ya ninguna palabra alcanzaba a explicar el
porqué de sus errores.
El muchacho creció pues en un entorno
lleno de turbios desasosiegos y extrañas quietudes hogareñas. Mientras que la
timidez y el apocamiento transfundían poco a poco todas las membranas de su
espíritu. Pasó la juventud sin novia conocida ni amigos. Con veinte años, y
tras un curso básico de administración, encontró trabajo en una modesta
asesoría de Setúbal. Se mudó a la ciudad – huyendo a la vez de su progenitora –
y comenzó una vida monocorde y aislada dedicada a la contabilidad, las novelas
del oeste y los concursos televisivos de la programación nocturna. En la oficina Roberto realizaba sus tareas de
forma concienzuda, sin hablar apenas con nadie. Sus compañeros y las muchachas
de la asesoría no le consideraban ni serio ni aburrido. Simplemente no le
consideraban. Pasaron así más de veinticinco años. La empresa creció, llegaron
los ordenadores, pero él siguió en su escritorio, adaptándose como podía a los
tiempos, con su alma estéril y reseca.
Su muerte fue extraña y accidental. Un
jueves de octubre regresó a la oficina a recoger las llaves, que había olvidado
en un cajón de su escritorio. Encontró a un hombre dentro de la oficina,
intentando abusar de una compañera que se había quedado a hacer horas extras.
Roberto la intento defender. Recibió cuatro puñaladas en el vientre. El dolor
mientras yacía en el suelo de la oficina y luego en la ambulancia fue
insoportable. Llegó cadáver al hospital.
Más
doloroso fue sin embargo lo que encontró al otro lado del portal.
Nunca había sido religioso, pero en ocasiones creyó intuir que existía vida
después de la muerte, y que, en esta, las cosas tal vez serían distintas. Tal
vez serían mejores. En lo primero no se equivocaba. En lo segundo, una vez más,
estaba lejos de acertar.
Una vez abandonado su cuerpo, su alma tuvo
el conocimiento instantáneo de cómo funcionaban las cosas en el más allá. Y la
regla era sencilla. Sólo si has sido particularmente virtuoso, generoso, o
brillante, tienes opciones de alcanzar un paraíso. Pero los espíritus grises
como el suyo, los desheredados de la felicidad, están destinados a un vasto y
penumbroso inframundo, en el que vagar de forma absurda y desesperada por
milenios.
Percibir su nueva realidad fue exasperante
para Roberto. El averno era como un continente en el que el sol hubiera sido
derrotado para siempre. Una casi completa oscuridad inundaba el paisaje. Porque
realmente existía un paisaje: yermo, lleno de ásperos valles grises y negros,
salpicados de extraños esqueletos corroídos y matorrales espinosos. Cada cierto
tiempo se podían percibir las ruinas de extrañas edificaciones, de un
desconocido estilo arquitectónico. Pozos secos y llenos de piedras tachonaban
el paisaje.
En este extraño mundo las ánimas de los
hombres vagaban sin sentido, cavilando una y mil veces sobre los errores
cometidos, sobre cómo volver al mundo terrenal, o al menos escapar de allí. Se
podían comunicar entre sí, y de hecho lo hacían con frecuencia. Pero solo para
contarse sus odios y frustraciones; para enfrentarse entre ellos; o para armar
absurdas conspiraciones contra otros que nunca eran llevadas a cabo. Roberto
supo también que todos tenemos un nombre, nuestro verdadero nombre, con el que
nacemos y que está inscrito en arameo, bantú o griego en la parte interior del
húmero, en caracteres microscópicos. Su enésima decepción fue saber que ese
nombre en su caso era Draul.
Una vez al año, sin embargo, algunas
ánimas elegidas tenían la oportunidad de visitar por algunas horas el mundo que
tanto añoraban. Una noche especial. En la era ancestral, en los países
nórdicos, se conocía como la noche de Walpurgis. En el antiguo Egipto era la
noche de los ancestros. En el mundo actual, había sido banalizada hasta el
extremo por la sociedad consumista occidental, y la habían llamado Halloween a
partir de una denominación de origen celta. No todas las ánimas podían hacer el
tan ansiado tránsito, por supuesto. Debías ser invocado por un mortal. Esta
invocación podía ser intencionada y con un propósito (para hacer mal a alguien,
para una fiesta pagana o una misa negra, etcétera) o, las más de las veces, era
accidental. Un recuerdo de los familiares muertos durante los últimos días de
octubre. Un odio intenso y un deseo de hacer el mal contra otra persona. Hasta
una referencia en una carta a la persona fallecida podía bastar.
Draul tuvo suerte. La muchacha en cuya
defensa encontrara la muerte le solía recordar en el aniversario de aquella
noche. Así que tuvo la oportunidad de regresar por unas horas cada año. No
osaba aparecerse a su involuntaria invocadora. Sabía la impresión que
previsiblemente le causaría. Así que se limitaba a pasear por callejones
marginales de Setúbal, aun así, feliz de poder sentir de nuevo el mundo real.
Durante Halloween, además, las ánimas que
hacían el breve tránsito a la realidad corpórea podían percibir los seres
incorpóreos de una dimensión cercana, pero distinta al inframundo. La de los
espíritus de la naturaleza. Furias, hadas, elfos, ondinas, sílfides, etcétera,
podían acceder igualmente en esa noche (aunque no solo en esa) al mundo
terrenal. Con distintos propósitos, no
todos beneficiosos para los mortales. Draul los observaba con timidez y cierto
temor. La décimo quinta noche de Halloween desde su muerte, estaba disfrutando
de su breve incursión anual por los arrabales setubalenses, cuando oyó un agudo
chillido que llegaba desde lo alto. Buscó el origen del mismo y contempló,
encaramada al borde de una azotea, a un ser femenino, de cabello negro como el
tizón y ojos completamente rojos, en cuclillas.
Una banshee. El espíritu de la naturaleza
más caprichoso y cruel de cuantos existen. Dedicada a anticipar a los hombres
(cuando no causar) la muerte de un ser querido. Respetadas y odiadas por igual.
Draul se quedó inmóvil, lleno de miedo. La banshee giró lentamente la cabeza y
clavó su mirada oscura en él. El mundo pareció detenerse para ambos seres.
Durante unos instantes, algo más que las miradas convergieron. Luego, la
banshee emitió otro de sus chillidos sobrehumanos, y se alejó dando prodigiosos
saltos sobre los edificios.
Durante el año posterior a ese encuentro
Draul no pudo evitar pensar una y otra vez en lo sucedido. Algo había pasado y
no acertaba a definir qué era. No tenía experiencia al respecto, claro. En la
siguiente noche de Halloween accedió de nuevo a la realidad setubalense ,con la
oscura aspiración de volver a ver a la banshee. Tuvieron que pasar quince años
para que eso ocurriera. En esa ocasión era la banshee quien le estaba
esperando, amenazante y con aire perverso, en un recodo del callejón. Draul se
topó con ella de forma sorpresiva (había perdido ya las esperanzas). La banshee
le contempló con oscura curiosidad. Luego soltó otro de sus chillidos (que casi
disuelve a Draul) y se alejó.
Al año siguiente, Draul, que de nuevo había
sido convocado por el recuerdo de la muchacha a la que salvara, llegó al mismo
callejón que el año anterior, con cierta ansiedad. Percibió a la banshee nada
más llegar. Percibió también su extrema debilidad. Porque no estaba sola. Tres
hombres la rodeaban. Habían dibujado un pentagrama con tiza en el suelo, en
medio del cual estaba el espíritu femenino, en posición fetal y temblando. La
observaban con calma mientras susurraban extrañas palabras en lengua árabe. Un
conjuro maligno. Hecho para someter y esclavizar para siempre al ente invocado.
Para esclavizar a la banshee el resto de su existencia.
Todos los temores que habían mediatizado a
Roberto/ Draul durante sus dos vidas volvieron, multiplicados, a su espíritu. Y
le decían que huyera de allí. Que no se metiera, que podía salir perjudicado,
que podía sufrir, una vez más. Draul recordó a su madre. Recordó su existencia
terrenal entre balances contables y facturas, entre novelas del oeste y
estúpidos concursos televisivos. Y
evocó, por fin, la mirada oscura e inquisidora de la banshee el Halloween
anterior. La única mirada que en toda su existencia había apelado a su ser más
íntimo. Eso le decidió a dar el paso. Se concentró para hacerse más visible a
los mortales. Y entonces les enfrentó.
El resultado fue un poco distinto de lo
esperado. Los tres sujetos se dieron cuenta de su presencia. Pero, en vez de
contemplar a un terrorífico y enojado espectro, lo que vieron fue una figura
translúcida con traje barato de oficinista y un libro de contabilidad en la
mano derecha. Tras unos segundos de perplejidad, los tres, que tenían
experiencia en este tipo de encuentros, comenzaron a carcajearse al unísono.
Nunca habían visto algo tan ridículo.
Draul se quedó inmóvil y dubitativo. Empezó a tener miedo. Pero las carcajadas
habían interrumpido el flujo de palabras que conformaban el hechizo. La
banshee, todavía temblorosa, pudo entonces incorporarse un poco hasta ponerse
de rodillas. Sus ojos rojos refulgieron. Levantó la mirada al infinito y emitió
un chillido sobrenatural y estentóreo, que cubría todo el espectro de ondas
sonoras e infrasonoras a la vez. Lo primero que rompió fue los tímpanos de los
tres mortales. Luego su hipotálamo colapsó y se empezó a disolver. Para
entonces ya estaban por el suelo, agonizantes. Finalmente, sus cerebros se
convirtieron en una papilla gris que se derramó pastosamente por sus oídos y
sus cavidades oculares.
Los ecos del alarido todavía resonaron
durante varios segundos entre los viejos edificios del arrabal. Draul estaba
encogido, intentando no disolverse también él. Logró recuperarse y mirar a la
banshee. Fue entonces testigo de algo que muy pocos seres de este y de los
otros mundos han podido contemplar. La sonrisa de una banshee.
Desde entonces la existencia de Draul
cambió para mejor. El inframundo seguía siendo tan frío y cruel como siempre.
Pero él había iniciado, por fin, una relación. Extraña e inaudita, pero que le
haría conocer aspectos de la existencia que nunca antes pudo experimentar.
Y así, cada año, por Halloween, el ánima Draul y la banshee Sidh’ell se encontraban, sin falta, en un oscuro y sucio callejón de Setúbal.
Por los siglos de los siglos.
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