Llevábamos
planeando aquel viaje más de un año. Por una causa u otra siempre lo posponíamos
para más adelante. Aquello ya resultaba irritante, pero cuadrar el tiempo libre
de cuatro jóvenes era cuanto menos una empresa harto ardua. Pero los astros se
alienaron para que aquel otoño, por fin, viajáramos hasta Irlanda. En la
festividad de todos los santos. O como llaman ahora a estos días, Halloween.
Fiesta importada desde yanquilandia, amén de Papa Noel, las fiestas de
graduación y el Black Friday de las narices que hemos hecho tan nuestras.
Manu
y yo habíamos llegado al aeropuerto de Málaga antes que Silvia y Fer y los
esperábamos tomándonos una cervezas en el bar, que deduje que serían premium,
aunque supieran aguadas, por el sablazo que nos dieron. Les vimos llegar
discutiendo como siempre. Ella no paraba de gesticular, mientras su cara pecosa
conseguía las muecas más extrañas.
—¡Alabados
sean los Dioses!–les dije señalando el reloj de mi muñeca –. Si pasamos más
tiempo aquí íbamos a tener que pedir una hipoteca para pagar otra ronda.
El
camarero me dedicó una sonrisa maliciosa mientras nos dirigíamos a la puerta de
embarque. Yo mentalmente me cagué en todas sus castas, por si acaso.
Llegamos
a Dublín tras hora y media de vuelo. La verdad, que un poco acojonados, por las
turbulencias y por aquel avión que se parecía a una lata de sardinas. Irlanda
nos recibió con bruma y una finísima lluvia. Miré hacia atrás adivinando el
gesto contrariado de Silvia.
—¿A
quien carajo se le ocurrió la ideíta de visitar éste país en otoño? Bramó,
soplando sobre uno de sus mechones mojados.
—Venga
colega, ¿no me digas que esto no es bonito?
—¡Ja!
Si pudiera ver algo.
—¡Touche!
Dijo su novio.
—¡No
seas pelota tío! Le recriminé.
Y
nuestras risas se perdieron en la niebla, mientras penetrábamos en el interior
del aeropuerto. Un luminoso estridente nos dio la bienvenida junto al nombre
del aeropuerto.
Happy
Halloween. the land of witches.
Nuestra
idea era sencilla. Levantarnos a primera hora de la mañana y visitar los
pueblos cercanos a la capital. Howth, antiguo pueblo pesquero. Malahide, pueblo
que tiene el honor de poseer el castillo más antiguo de Irlanda, habitado según
las leyendas urbanas, por fantasmas. Enniskerry, donde puedes visitar la
hacienda Powerscourt Estate con sus espectaculares jardines y saltos de agua.
Las tardes- noches las dedicaríamos a explorar Dublín y sus numerosos pubs.
Decidimos
empezar la ruta a la mañana siguiente así que nos adentremos en el mítico
barrio cultural de Temple bar después de dejar el equipaje en el hostel.
Temple
bar es uno de los barrios más concurridos de la capital. Aquella hora, sobre
las 3 de la tarde, multitud de personas abarrotaban los cafés y pubs. Había un
mercadillo callejero donde se vendía casi de todo y varios músicos tocaban
sobre las aceras amenizando nuestra ruta. He de decir que solo me acuerdo del
nombre del primer pub. “The bell”, lucia su rótulo negro y verde, antes de que
las cervezas de distintas variedades embotaran mi memoria.
Aquella
mañana, despertado por mis tres amigos, parecía que tenía dentro de mi cabeza a
todos los tambores y gaitas de Irlanda. Juré en silencio que jamás volvería a
tomar cerveza, está vez iba en serio. Aunque una risa lejana, en tono burlón,
me decía en lo recóndito de mi cerebro que no me contara más mentiras.
Cogimos
el primer autobús hacia Howth en la 31/a
en Talbot Stree , después de preguntar a un lugareño con aspecto bonachón por
la ruta y los horarios.
La
carretera era sinuosa y subía por la bahía. El paisaje era tan abrumador que
hasta la resaca nos abandonó. El mar, de un gris intenso, se debatía sobre los
puntiagudos acantilados, mientras un cielo plomizo cercaba el horizonte.
Llegamos
al pequeño pueblo, importante punto pesquero en el pasado, y que ahora se había
transformado más en un pueblo turístico, sobre todo por las focas, simpáticos
animales que te seguían por el puerto a cambio de un trozo de pescado.
Recorrimos el mercado artesanal y dimos cuenta de un exquisito pastel irlandés y
un café delicioso. Tras preguntar por el castillo del pueblo nos indicaron el
camino que recorrimos a pie. Llegamos a las ruinas de St. Mary’s abbey, antiguo
convento de monjes franciscanos. Era un lugar fantástico, aunque la bóveda
estaba derrumbada, aún conservaba los espléndidos muros. Avanzando unos metros se
hallaba el dolmen Aideen. Conocido en el lugar como la tumba de Aideen. Lo
formaban unas piedras enormes, circulares, que rodeaban a un túnel escavado en
la tierra. Se sentía algo extraño allí.
Fue
entonces cuando me percaté de lo que estaba haciendo Manu.
El
tío, con toda la parsimonia, se había sacado la minga fuera y estaba meando
sobre uno de las gigantescos bloques de granito.
—¿Pero
que cojones estás haciendo imbécil? Le increpé.
—¡Eh,
eh, eh! ¡Tampoco te pongas así, carajo, es sólo una piedra. Me contestó
impávido aún con el miembro fuera.
—Venga
tío, es un lugar sagrado. Le recordó Silvia.
—¡Guárdate
eso ya en los pantalones hombreee! Que mi chica no tiene que verte el pingajo. Bramó
Fer cabreado.
—¡Buenoooo!
Pesados sois. ¡Qué estamos de vacaciones! Dijo, escupiendo sobre el monolito.
Abandonamos
el Dolmen y subimos el camino hacia el castillo, que aunque ahora era una
escuela de cocina se podía visitar. Hasta ese preciso instante no nos
percatamos de que una extraña anciana, de riguroso luto, nos había estado
observando todo ese tiempo. Cuando pasamos a su altura, se acercó hasta Manu
desde las lindes del camino y le habló en una extraña lengua.
—Rinn
thu eucoir air na seanairean. Thoir an aire, thu fhèin agus do charaidean, bho
bhith a’ coiseachd sìos meadhan an rathaid air an Oidhche Oidhche Shamhna seo,
Oidhche All Souls. Tha acras air na h-anaman airson solas.(1)
—¿Pero
qué dice está señora, joder? Que yuyu me está dando. Dijo Manu mirándonos a todos.
La
vieja se quedó un largo rato frente a nuestro amigo, hasta que de repente
desapareció entre la espesa y verde maleza.
Durante
lo que restó del día no se habló más de aquel incidente. Estuvimos disfrutando
del hermoso castillo de Howth y de las excelentes viandas que nos ofrecieron
por un módico precio.
Tras una larga y benefactora sobremesa y
observando que la tarde avanzaba imparable dispusimos el regreso. El crepúsculo
había ganado terreno, la noche extendía sus dominios. Una niebla pegajosa y
espesa comenzó a subir desde los acantilados. Primero había devorado el
puerto lentamente, pero inmisericorde,
avanzaba por las calles adoquinadas del pueblo, engullendo las pequeñas casas
de colores. Tragándose la luz mortecina de las farolas. Cuando nos quisimos dar
cuenta, la niebla, como un ser vivo, nos había rodeado. Fue entonces cuando lo
oímos. Al principio parecía como el rumor de las olas, opacadas por la bruma,
pero después comprendimos que aquel sonido no era de este mundo. Se asemejaba a
un lamento, arcano, antiguo, innominable… En aquel instante aparecieron de
entre la calígine. Eran como formas humanas, pero desgarradas, como si el
viento las hubiera hecho girones. Sus rostros lánguidos, y, sus ojos, aquellos terribles
ojos.
Corrimos
el camino andado sobre aquella senda de tierra. Nuestras pisadas sonaban
amortiguadas y las voces de mis amigos muy lejanas, a pesar de que estaban cerca
de mí. Aquella compaña nos seguía imperturbable, empujada por la niebla. El
rumor ahora era mucho más intenso. Adueñándose de cada sonido del entorno.
Vimos las ruinas de la abadía de Santa María y por instinto nos refugiamos allí.
El ser humano siempre recurre a fuentes divinas cuando lo demás se derrumba...
Entre
los cuatro conseguimos cerrar el pórtico de madera hinchada, tras limpiar el
suelo de piedras y hierbas salvajes. Nos apretujamos junto al altar, sudando y
tiritando de frío al unísono. Una extraña claridad se colaba por las pequeñas ventanas
y el techo derrumbado.
Entonces
el rumor cesó. Un silencio plomizo se adueñó de aquella creciente noche. Era
como si todos los sonidos y ruidos del mundo se hubieran detenido de repente.
Fue Silvia, la que temblando, señaló hacia arriba. Por la bóveda rota, como si
derramaran desde el cenit del cielo un líquido cenagoso, la niebla iridiscente
comenzó a bajar hacia nosotros, y, dentro de ella... Ellos... Observamos como
se apagaba nuestra luz, para entrar en otra aún más intensa.
Llevamos
intentando bajar al pueblo para marcharnos infinidad de veces. Pero siempre nos
perdemos en la espesa niebla, que, como una runa ancestral, alberga el rumor de
aquel lamento y sus impenetrables rostros. Fue una percepción, pequeña, pero ya
no nos parecían tan amenazantes.
(1) En gaélico: Ofendiste a los antiguos. Guardaos tus amigos y tú de caminar por el centro de la calzada en esta noche de todos los Santos, vísperas de todos los Difuntos. Las ánimas tienen hambre de luz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario