Emma caminó por el largo corredor de piso
ajedrezado, su paso era extraño, como si se deslizara. Su vestido de tafetán de
seda oscura, que casi rozaba el piso, hacía que la ilusión óptica fuera
perfecta. Se dirigía hacia los jardines del palacio, en donde Arthur, todas las
tardes esperaba por ella.
Algunas veces hablaban sobre los chismes que
circulaban por el palacio y otras tantas, la mayoría, se leían mutuamente los
mejores libros que llegaban del exterior. El que habían leído ayer se titulaba
"Smoking Dead", del gran autor Sergio Bonavida Ponce, un libro tan
apasionante que devoraron en una tarde.
Si Arthur se encontraba ansioso era porque
ayer, al terminar la lectura, y caer en cuenta que ya no quedaban libros para
leer, Emma le había confesado que tenía un secreto y que la tarde siguiente se
lo contaría. Él, que estaba perdidamente enamorado de ella desde la infancia,
supuso que quizás Emma querría declarársele, cosa que él aún no se animaba a
hacer; pero al indagarle al respecto, ella le respondió que había encontrado
algo y mañana se lo mostraría. Eso lo dejó tranquilo, porque como cualquier
caballero de la corte, quería ser él el que diera ese primer paso. Entonces,
¿qué había encontrado Emma y por qué tanto misterio?
Emma llegó sonriente, con su diadema
sujetando su largo cabello y su brazalete de oro que encandilaba al mismo sol.
—¡Hola, Arthur! ¿Cómo estás, hoy? —preguntó
Emma.
—Muy bien, querida Emma. En verdad, algo
ansioso. Ayer me dejaste con una intriga que no me dejó dormir —respondió
sonriéndole.
—¡No era para tanto, querido Arthur! ¿O tal
vez sí? —dijo Emma entre carcajadas.
—¿Vas a contarme tu secreto o vas a reírte de
mí toda la tarde? —respondió serio.
—Está bien, no te enojes. Pero antes de
mostrártelo tenemos que hablar —concluyó Emma.
Se dirigieron hacia un claro en medio del
bosque, se sentaron sobre un árbol caído y Emma comenzó a hablar.
—¿Recuerdas a finales del pasado año, cuando
practicabas con la ballesta? Yo ya estaba aburrida de verte y me fui a caminar
mientras recogía flores silvestres. Sin darme cuenta terminé del otro lado del
palacio, al que tenemos prohibido ir —contó Emma.
—¡Oh, Emma! ¡Ese lugar es espantoso, jamás
penetra el sol! ¡Y encima es peligroso! —exclamó Arthur.
—¿Vas a gritar como una niñita o vas a
escucharme?
—Lo siento, continúa Emma... Es que ahí es
donde se encuentran las habitaciones de... Flavius —respondió mientras con una
mano se santiguaba y con la otra entrecruzaba los dedos índice y superior.
Flavius era el hechicero de la corte. Todos
le temían, excepto el rey Peter, quizás, aunque eso nadie lo podía asegurar.
Como su concejero, estaba inmiscuido en todos los asuntos del reino. Todos
sabían de sus poderes para profetizar y que rara vez fallaba, también de sus
habilidades sobrenaturales y su interminable magia, pero lo más intimidante era
el halo de oscuridad que emanaba de él.
Todos en el palacio bebían de sus pócimas,
Arthur y Emma desde pequeños habían sido acostumbrados a beberlas a diario. Un
brebaje inmundo que siempre iba acompañado de una extraña cápsula que debían
tragar. La pócima de Arthur era para que en un futuro fuera un príncipe
valiente capaz de sustituir a su padre, el rey. La de Emma, en un principio,
era para que superara la muerte de sus padres, primos segundos del rey, que
habían sido cruelmente envenenados cuando ella solo tenía tres años. El rey
Peter la había recuperado de las cavernas donde se ocultaban los insurgentes
que la habían secuestrado y la adoptó pensando que en un futuro sería una digna
consorte para su Arthur. La pócima actual era para que fuese una princesa digna
de él.
—A mí también me da miedo Flavius, pero lo vi
salir con su maleta de piel oscura, la que lleva cuando atiende asuntos fuera
de los límites del palacio. Cada vez que hace eso, regresa al otro día.
Entonces decidí espiar, en ese momento pareció una buena idea —explicó con una
sonrisa Emma.
—¿Y lo fue? —preguntó inocente Arthur.
—Ya verás que sí. Hace casi un año que voy a
escondidas cuando él sale y nunca me pasó nada.
La cara de sorpresa y miedo de Arthur lo
decía todo, entonces Emma se apresuró a hablar antes que el
"valiente" príncipe perdiera su valentía.
—Vamos yendo, Flavius se fue hoy al mediodía.
No hay peligro —aclaró Emma.
Caminaron por los bosques circundando el
palacio para no ser vistos. Cuando llegaron al lado prohibido, Emma se adelantó
y extrajo una llave antiquísima, oculta entre las piedras del muro. Arthur la
miró interrogativamente.
—Lo vi hacerlo mil veces —dijo.
Entraron. Lo que más sorprendió a
Arthur fueron las grandes diferencias con el resto del palacio, todo era oscuro
y húmedo; un olor nauseabundo impregnaba el lugar y no había ninguna abertura
que permitiera el ingreso de la luz del sol. El corredor estaba iluminado por
antorchas hábilmente esparcidas, para dar la sensación de poca luz y mucha
oscuridad, ¿y quién sabía que podía acechar en esas tinieblas? La respuesta era
simple, nadie.
—¿Cómo hiciste para entrar aquí sola?
—preguntó melindroso Arthur.
—¡Shhhhhhhhh!
Caminaron de la mano por un largo rato,
Arthur notó que ese corredor iba en descenso.
—¿Notas que vamos bajando? —preguntó en
susurros.
—Sí, Arthur. Ya falta poco.
Llegaron hasta una enorme puerta de madera
bruñida, cuando Emma apoyó su mano en el pomo, Arthur imaginó el sonido que
emitiría al ser abierta y no se equivocó. Parecía el grito agónico de una mujer
a punto de ser asesinada por una bestia inenarrable.
Entraron a los aposentos de Flavius. El hedor
parecía emanar de las mismas paredes. Distintos artefactos exóticos abarrotaban
el lugar dándole un aspecto sucio y descuidado. La mesa de trabajo estaba
repleta de pócimas, seguramente algunas eran las que ellos mismos bebían a
diario. Arthur se estremeció. Emma se dirigió hacia un recodo al final de la
estancia, allí había una pequeña puerta entreabierta y pasaron como si fuera su
casa.
—¡Por Dios bendito y todos los Santos del
cielo! —exclamó Arthur palideciendo.
—Tranquilo, Arthur, que es muy bueno. Mira
—dijo acercándose Emma.
El dragón ocupaba casi toda la estancia.
Descansaba apoyando su cabeza sobre las patas delanteras. Emma lo acarició en
el hocico y una voluta de humo salió de uno de sus orificios nasales; al abrir
los ojos y reconocerla, sacó su enorme lengua y lamió su mano.
—Ven Arthur, acércate que no muerde —pidió
Emma.
—Mientras no me queme —murmuró.
Arthur se acercó, levantó su mano y con la
punta de sus dedos lo rozó.
—Se alegra de verte, créeme. Ahora, Zu,
muéstrale a Arthur lo que eres capaz de hacer —pidió Emma emocionada, por fin
alguien más que ella podría verlo.
En ese momento, se oyó el ruido de la puerta
al abrirse y un grito descomunal colmó el recinto.
—¿Quién ha osado entrar a mis aposentos?
—rugió Flavius, lleno de cólera.
Emma y Arthur quedaron paralizados por el
miedo. Entonces, Emma dijo:
—¡Rápido, Zu! ¡Envuélvenos y llévanos!
Un sonido, como de papel al arrugarse, inundó
el lugar cuando Zu, el dragón, desplegó sus enormes alas y las cerró en torno a
ellos. Emma y Arthur se abrazaron y quedaron bajo una membrana de piel sin
escamas. Al principio, solo había oscuridad acompañada de un olor acre que les
hacía cosquillear la nariz, luego, como si estuvieran dentro de un
caleidoscopio, muchos colores danzaron entre ellos y un aroma, extremadamente rico
y dulzón, los envolvió. Cuando Zu abrió sus alas se encontraron ante un paraíso
difícil de describir. Un jardín de una extensión inmensa los rodeaba, millones
de flores diferentes, árboles frutales y animales de distintas especies
convivían amigablemente. Varios dragones sobrevolaban el lugar. Algunas mujeres
recolectaban frutas, mientras los hombres sostenían la cesta. Todo era perfecto
y mágico.
Un camino de piedra bordeaba un caudaloso
río, Arthur tomó a Emma de la mano y juntos empezaron a recorrer lo que sería
una hermosa travesía…
Flavio Magnani, el enfermero a cargo del
pabellón, dio el aviso inmediatamente después de ver a dos internos escapar por
los sótanos del neuropsiquiátrico. Se activó el protocolo de evasión. Aunque
los había visto desde lejos, estaba seguro que se trataba de Ema Ramírez y de
Arturo Puerta, así se lo comunicó a Pedro Uriarte, el director.
—¿Alcanzó a darles la medicación, al menos?
—interrogó irritado el director. Odiaba que pasaran estas cosas y más estando
él en funciones.
—No, señor. A eso iba al sótano, a preparar
la medicación de los internos, entonces fue cuando oí voces que venían desde la
plataforma de carga. Fui corriendo pero ya era tarde, los vi saliendo
—respondió intranquilo Flavio. Sabía que lo culparían a él por su fama de
maltratar a los internos, pero este mequetrefe de director jamás se había
quejado y no lo haría ahora.
—¿Está seguro, usted, que eran ellos?
—preguntó el director.
—Podría jurarlo, señor. Si me quedaba alguna
duda la descarté cuando encontré esto, es lo que siempre llevaba Ema Ramírez
donde quiera que fuera, seguro se le cayó y al verme ya no pudo volver por él
—respondió Flavio.
Adelantó su mano y en ella sostenía un pequeño dragón de felpa
multicolor.
Consigna: Texto
sobre imagen adjunta, mencionar la novela Smoking
Dead de Sergio Bonavida Ponce.
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