domingo, 20 de octubre de 2019

Al otro lado

Emma caminó por el largo corredor de piso ajedrezado, su paso era extraño, como si se deslizara. Su vestido de tafetán de seda oscura, que casi rozaba el piso, hacía que la ilusión óptica fuera perfecta. Se dirigía hacia los jardines del palacio, en donde Arthur, todas las tardes esperaba por ella.
Algunas veces hablaban sobre los chismes que circulaban por el palacio y otras tantas, la mayoría, se leían mutuamente los mejores libros que llegaban del exterior. El que habían leído ayer se titulaba "Smoking Dead", del gran autor Sergio Bonavida Ponce, un libro tan apasionante que devoraron en una tarde.
Si Arthur se encontraba ansioso era porque ayer, al terminar la lectura, y caer en cuenta que ya no quedaban libros para leer, Emma le había confesado que tenía un secreto y que la tarde siguiente se lo contaría. Él, que estaba perdidamente enamorado de ella desde la infancia, supuso que quizás Emma querría declarársele, cosa que él aún no se animaba a hacer; pero al indagarle al respecto, ella le respondió que había encontrado algo y mañana se lo mostraría. Eso lo dejó tranquilo, porque como cualquier caballero de la corte, quería ser él el que diera ese primer paso. Entonces, ¿qué había encontrado Emma y por qué tanto misterio?
Emma llegó sonriente, con su diadema sujetando su largo cabello y su brazalete de oro que encandilaba al mismo sol.
—¡Hola, Arthur! ¿Cómo estás, hoy? —preguntó Emma.
—Muy bien, querida Emma. En verdad, algo ansioso. Ayer me dejaste con una intriga que no me dejó dormir —respondió sonriéndole.
—¡No era para tanto, querido Arthur! ¿O tal vez sí? —dijo Emma entre carcajadas.
—¿Vas a contarme tu secreto o vas a reírte de mí toda la tarde? —respondió serio.
—Está bien, no te enojes. Pero antes de mostrártelo tenemos que hablar —concluyó Emma.
Se dirigieron hacia un claro en medio del bosque, se sentaron sobre un árbol caído y Emma comenzó a hablar.
—¿Recuerdas a finales del pasado año, cuando practicabas con la ballesta? Yo ya estaba aburrida de verte y me fui a caminar mientras recogía flores silvestres. Sin darme cuenta terminé del otro lado del palacio, al que tenemos prohibido ir —contó Emma.
—¡Oh, Emma! ¡Ese lugar es espantoso, jamás penetra el sol! ¡Y encima es peligroso! —exclamó Arthur.
—¿Vas a gritar como una niñita o vas a escucharme?
—Lo siento, continúa Emma... Es que ahí es donde se encuentran las habitaciones de... Flavius —respondió mientras con una mano se santiguaba y con la otra entrecruzaba los dedos índice y superior.  
Flavius era el hechicero de la corte. Todos le temían, excepto el rey Peter, quizás, aunque eso nadie lo podía asegurar. Como su concejero, estaba inmiscuido en todos los asuntos del reino. Todos sabían de sus poderes para profetizar y que rara vez fallaba, también de sus habilidades sobrenaturales y su interminable magia, pero lo más intimidante era el halo de oscuridad que emanaba de él.
Todos en el palacio bebían de sus pócimas, Arthur y Emma desde pequeños habían sido acostumbrados a beberlas a diario. Un brebaje inmundo que siempre iba acompañado de una extraña cápsula que debían tragar. La pócima de Arthur era para que en un futuro fuera un príncipe valiente capaz de sustituir a su padre, el rey. La de Emma, en un principio, era para que superara la muerte de sus padres, primos segundos del rey, que habían sido cruelmente envenenados cuando ella solo tenía tres años. El rey Peter la había recuperado de las cavernas donde se ocultaban los insurgentes que la habían secuestrado y la adoptó pensando que en un futuro sería una digna consorte para su Arthur. La pócima actual era para que fuese una princesa digna de él.
—A mí también me da miedo Flavius, pero lo vi salir con su maleta de piel oscura, la que lleva cuando atiende asuntos fuera de los límites del palacio. Cada vez que hace eso, regresa al otro día. Entonces decidí espiar, en ese momento pareció una buena idea —explicó con una sonrisa Emma.  
—¿Y lo fue? —preguntó inocente Arthur.
—Ya verás que sí. Hace casi un año que voy a escondidas cuando él sale y nunca me pasó nada.
La cara de sorpresa y miedo de Arthur lo decía todo, entonces Emma se apresuró a hablar antes que el "valiente" príncipe perdiera su valentía.
—Vamos yendo, Flavius se fue hoy al mediodía. No hay peligro —aclaró Emma.
Caminaron por los bosques circundando el palacio para no ser vistos. Cuando llegaron al lado prohibido, Emma se adelantó y extrajo una llave antiquísima, oculta entre las piedras del muro. Arthur la miró interrogativamente.
—Lo vi hacerlo mil veces —dijo.
 Entraron. Lo que más sorprendió a Arthur fueron las grandes diferencias con el resto del palacio, todo era oscuro y húmedo; un olor nauseabundo impregnaba el lugar y no había ninguna abertura que permitiera el ingreso de la luz del sol. El corredor estaba iluminado por antorchas hábilmente esparcidas, para dar la sensación de poca luz y mucha oscuridad, ¿y quién sabía que podía acechar en esas tinieblas? La respuesta era simple, nadie.
—¿Cómo hiciste para entrar aquí sola? —preguntó melindroso Arthur.
—¡Shhhhhhhhh!
Caminaron de la mano por un largo rato, Arthur notó que ese corredor iba en descenso.
—¿Notas que vamos bajando? —preguntó en susurros.
—Sí, Arthur. Ya falta poco.
Llegaron hasta una enorme puerta de madera bruñida, cuando Emma apoyó su mano en el pomo, Arthur imaginó el sonido que emitiría al ser abierta y no se equivocó. Parecía el grito agónico de una mujer a punto de ser asesinada por una bestia inenarrable.
Entraron a los aposentos de Flavius. El hedor parecía emanar de las mismas paredes. Distintos artefactos exóticos abarrotaban el lugar dándole un aspecto sucio y descuidado. La mesa de trabajo estaba repleta de pócimas, seguramente algunas eran las que ellos mismos bebían a diario. Arthur se estremeció. Emma se dirigió hacia un recodo al final de la estancia, allí había una pequeña puerta entreabierta y pasaron como si fuera su casa.
—¡Por Dios bendito y todos los Santos del cielo! —exclamó Arthur palideciendo.
—Tranquilo, Arthur, que es muy bueno. Mira —dijo acercándose Emma.
El dragón ocupaba casi toda la estancia. Descansaba apoyando su cabeza sobre las patas delanteras. Emma lo acarició en el hocico y una voluta de humo salió de uno de sus orificios nasales; al abrir los ojos y reconocerla, sacó su enorme lengua y lamió su mano.
—Ven Arthur, acércate que no muerde —pidió Emma.
—Mientras no me queme —murmuró.
Arthur se acercó, levantó su mano y con la punta de sus dedos lo rozó.
—Se alegra de verte, créeme. Ahora, Zu, muéstrale a Arthur lo que eres capaz de hacer —pidió Emma emocionada, por fin alguien más que ella podría verlo.
En ese momento, se oyó el ruido de la puerta al abrirse y un grito descomunal colmó el recinto.
—¿Quién ha osado entrar a mis aposentos? —rugió Flavius, lleno de cólera.
Emma y Arthur quedaron paralizados por el miedo. Entonces, Emma dijo:
—¡Rápido, Zu! ¡Envuélvenos y llévanos!  
Un sonido, como de papel al arrugarse, inundó el lugar cuando Zu, el dragón, desplegó sus enormes alas y las cerró en torno a ellos. Emma y Arthur se abrazaron y quedaron bajo una membrana de piel sin escamas. Al principio, solo había oscuridad acompañada de un olor acre que les hacía cosquillear la nariz, luego, como si estuvieran dentro de un caleidoscopio, muchos colores danzaron entre ellos y un aroma, extremadamente rico y dulzón, los envolvió. Cuando Zu abrió sus alas se encontraron ante un paraíso difícil de describir. Un jardín de una extensión inmensa los rodeaba, millones de flores diferentes, árboles frutales y animales de distintas especies convivían amigablemente. Varios dragones sobrevolaban el lugar. Algunas mujeres recolectaban frutas, mientras los hombres sostenían la cesta. Todo era perfecto y mágico.
Un camino de piedra bordeaba un caudaloso río, Arthur tomó a Emma de la mano y juntos empezaron a recorrer lo que sería una hermosa travesía…

Flavio Magnani, el enfermero a cargo del pabellón, dio el aviso inmediatamente después de ver a dos internos escapar por los sótanos del neuropsiquiátrico. Se activó el protocolo de evasión. Aunque los había visto desde lejos, estaba seguro que se trataba de Ema Ramírez y de Arturo Puerta, así se lo comunicó a Pedro Uriarte, el director.
—¿Alcanzó a darles la medicación, al menos? —interrogó irritado el director. Odiaba que pasaran estas cosas y más estando él en funciones.
—No, señor. A eso iba al sótano, a preparar la medicación de los internos, entonces fue cuando oí voces que venían desde la plataforma de carga. Fui corriendo pero ya era tarde, los vi saliendo —respondió intranquilo Flavio. Sabía que lo culparían a él por su fama de maltratar a los internos, pero este mequetrefe de director jamás se había quejado y no lo haría ahora.
—¿Está seguro, usted, que eran ellos? —preguntó el director.
—Podría jurarlo, señor. Si me quedaba alguna duda la descarté cuando encontré esto, es lo que siempre llevaba Ema Ramírez donde quiera que fuera, seguro se le cayó y al verme ya no pudo volver por él —respondió Flavio.
Adelantó su mano y en ella sostenía un pequeño dragón de felpa multicolor.

Consigna: Texto sobre imagen adjunta, mencionar la novela Smoking Dead de Sergio Bonavida Ponce.

No hay comentarios:

Publicar un comentario