A
veces pienso que ser el único superviviente de mi raza, en este planeta, tiene
sus ventajas. Y en otras tantas maldigo mi suerte. Todo depende del pie con el
que me levante por la mañana. De todas maneras, ya sea en un día optimista o en
uno de perros, el exceso de tiempo junto con el aburrimiento hace que mi memoria
se regodee en el pasado sin poder evitarlo.
En
mis recuerdos, nos veo llegando a la Tierra. Todavía resuenan en mis oídos las
risas que nos echamos cuando, a mi capitán, se le ocurrió presentarnos ante los
terrícolas adoptando su misma fisionomía. Además, pensó que sería gracioso que lo
primero que dijésemos al aterrizar fuera que veníamos en son de paz. ¡Como se
lo tragaron! Al posar nuestras naves en cada una de sus capitales, sus líderes,
al oír nuestro mensaje, ansiosos por recibirnos y no morir en el intento, se
mostraron solícitos y amables, cubriendo cada una de nuestras necesidades como
pago de una futura colaboración interestelar que les beneficiaría en todos los
aspectos. Debimos acabar con ellos en ese mismo instante, pero nos apetecía
jugar un poco. Ese fue nuestro mayor error.
Todo
fue diversión en los primeros días. Los siete que formábamos la tripulación de
cada nave disfrutamos como crías recién nacidas. Eso duró hasta que nos aburrimos
y nuestra naturaleza guerrera nos incitó al Armagedón. Pensamos que, uniendo
nuestro avanzado arsenal destructivo con nuestra poderosa forma original, esa a
la que ellos llaman “de dragón”, vencer sería coser y cantar. No fue así. Subestimamos
su capacidad de contraataque. Cierto es que la información que nos facilitaron nuestros
antiguos exploradores, esos que vinieron a esta bola de barro hace siglos, había
quedado obsoleta. Pronto supimos que las lanzas y espadas a las que ellos se
enfrentaron en aquella primera visita habían evolucionado hacia armas más sofisticadas,
pero creímos que aun así no eran una seria amenaza ante nuestra manifiesta superioridad.
Por eso nos lanzamos, sin miedo, a un ataque total. Y ante esa invasión, ellos respondieron
con sus armas nucleares. Todo se fue al traste. Lo que creímos que iba a ser un
trámite se convirtió en una pesadilla.
Al
final vencimos, pero pagamos un precio demasiado alto. De toda la flota estelar
solo quedamos en pie mi nave y yo. Y no en muy buenas condiciones. Yo, con mi
sangre envenenada y mi nave con todos los sistemas de comunicación fritos y sin
posibilidad de remontar el vuelo. Menos mal que el soporte vital, ese que desarrollé
para mantener a raya la infección radioactiva que invade mi cuerpo, durará
eones. Una pena que no llegara a tiempo para salvar a mis compañeros. Y no
puedo quejarme, ya que no extinguimos a todos los humanos. Han quedado los
suficientes como para no pasar hambre. Además, ya no suponen una amenaza. Han
involucionado hasta su Edad Media. Ahora son esclavos de sus miedos más
ancestrales y me rinden pleitesía. Como hoy, que es uno de esos días por los
que merece la pena seguir viviendo.
Ya
oigo como se acercan. Vienen cantando alabanzas a su señor en un tono que deja
claro que me temen y me odian a partes iguales. Me asomo al gran ventanal de mi
sala de control y, desde las alturas, los veo peregrinar hacía mis dominios. Al
frente de la comitiva, el presidente, un títere en mis manos. Detrás de él
viene mi ofrenda, diez chicos y chicas vírgenes. Y en la retaguardia, sus familiares
van llorando y suplicando ya que saben lo que les espera. Ya están a las puertas
de mi fortaleza. Es hora de que comience el espectáculo. Abro la escotilla y salto
al vacío. Sé que están deseando mi fallo y que acabe espachurrado contra el
suelo. No les voy a dar ese gusto. Tras una grácil voltereta, se presenta ante
ellos la bestia que domina sus pesadillas, veinte toneladas de puro músculo y
maldad. Solo por reírme un rato, agito mis alas y los derribo a todos. El presidente,
desde el suelo, intenta hablar. El sonido de su tartamudeo acaba con mi buen
rollo. Con un gesto que no admite discusión, lo hago callar. No tengo ganas de
lameculos.
Veo
como la mayoría caminan hacia su destino como si fueran al patíbulo. Los surcos
que van dejando en la tierra son la huella de su profunda desesperación. Solo una
de las chicas avanza con la cabeza erguida. Me gusta. Vestida con una falda
negra y un corpiño verde oscuro que se pega a sus magníficas curvas, el
resplandor del sol en sus joyas hace que parezca que flote en un aura mística. Su
cabeza, tocada con una tiara de hermosas filigranas, mira, desafiante, al
frente. Acciono el control remoto y comienza a escucharse un lejano bombeo. La
verdad es que todo es un paripé. Nunca he dejado nada al azar. La última vez
elegí a un hermoso joven alto y musculado. Suerte que, al ser hermafroditas,
cuando ya ha comenzado la transformación, podemos retozar con ambos sexos. Lástima
que no aguantó lo suficiente. Veremos si hoy tengo más suerte. Ya sale el verde
líquido por el caño que está frente a la muchacha. El resto de los candidatos,
al ver que no han sido elegidos, intentan huir.
Antes
de que puedan dar cinco pasos, en cualquier dirección, los ataco. Con un giro
de ciento ochenta grados parto a tres con mi cola. Al mismo tiempo, con un
movimiento de vaivén, lanzo un par de bocados con los que arranco la cabeza a
dos de ellos. Que hermosa visión es ver como siguen andando, como pollos sin
cabeza, antes de caer de bruces. A los cuatro últimos les arranco el corazón
con mis garras sin pensármelo dos veces. Tan ocupado me ha tenido la masacre
que las autoridades y familiares se han marchado sin despedirse. No pasa nada, ya
volverán.
Al
fin estamos solos la chica y yo. Es la hora del baile. Nos miramos a la cara.
En sus reptilianos ojos puedo ver que ya está haciendo efecto la pócima. Cada
poro de su piel exhuma deseo y lujuria. Acaricia mi cara y el contacto de sus
dedos con mis escamas despierta a la bestia sexual que late en mi interior. Aun
así, permanezco expectante. Las otras veces, a estas alturas, enormes protuberancias
aparecían en sus cabezas para, a continuación, provocar el estallido de sus
cráneos. Pero ella aguanta y entra en el exclusivo grupo de terrícolas que sobrevivieron
al cambio. Quiero disfrutar de ello.
Para
poder penetrarla, ya que la transformación completa todavía tardará en producirse,
y yo ya no puedo aguantar más, me transformo en hombre y la poseo sobre los
restos y la sangre de sus compañeros caídos. Por lo que transmite con sus
jadeos, no parece que le importe lo más mínimo. Su cuerpo se acopla al mío
respondiendo a mis empellones y mordiscos, llegando juntos al clímax. Tal es mi
excitación que vuelvo a mi forma original de forma incontrolada. Ella, agotada,
se deja caer en mis brazos. El éxtasis que ha sentido en esta su primera, y
única vez, ha sido maravilloso. Lo sé. Lo veo en la pasional mirada que me
brinda. Sin duda ella es diferente. Y por eso, antes de que se convierta en un
ser tan poderoso como yo, la rajo de arriba abajo con mi garra derecha. Sin comprender
nada, me mira con una expresión de sorpresa que me hace sonreír.
— ¿De verdad creías que compartiría este
planeta con alguien que en cualquier momento podría destruirme? Puede que la desidia me deprima un poco de
vez en cuando, pero luego pienso que soy el puto amo de este planeta y se me
pasa. Te doy las gracias, no sabes lo jodido que es que solo con los de nuestra
especie podamos tener un orgasmo. Por eso todo este teatro. Bueno, te concedo
que mueras en paz.
Agarro
una pierna de uno de los chicos y comienzo a mordisquearla mientras veo cómo ella
boquea desesperada. Dura más de lo que esperaba. Me ha dado tiempo a comerme cuerpo
y medio. Una vez saciado, me llevo los despojos que quedan a mi nave para
almacenarlos. Tras terminar esta dura jornada de trabajo, es hora de relajarse.
Me dirijo a mi antiguo camarote, ese que he convertido en una biblioteca hecha
a la medida humana, y me transformo de nuevo ya que es más cómodo coger los
libros con manos que con garras. Tras sentarme en mi sillón favorito, retomo la
lectura de “Smoking Dead”.
No hay duda de que en materia tecnológica no nos
llegaban ni a la suela de los zapatos, pero en cuanto a literatura, nos pegaban
mil patadas. Me ha costado pillarles el tranquillo, pero al final disfruto mucho
con sus relatos. Y he de decir que este libro, en particular, está muy bien. La
pena es que su autor, Sergio B. Ponce, esté tan muerto como, creo, casi todos
los demás escritores de la historia. En fin, hasta que llegamos nosotros tuvieron
tiempo de escribir mucho. No creo que me acabe todos estos libros en los mil
años que calculo tardarán los míos en venir a rematar la faena.
Consigna: Texto
sobre imagen adjunta, mencionar la novela Smoking
Dead de Sergio Bonavida Ponce.
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