lunes, 21 de octubre de 2019

Opopónaco

Estaba casi todo el pueblo frente al televisor de Mou cuando se emitió la noticia: en Chamberlain, una hembra de mapache había arrancado el pene a un ciudadano ruso mientras este la sodomizaba; parece ser que en medio del forcejeo el animal se revolvió colérico y le atizó un salvaje mordisco, luego salió corriendo con el pellejo entre los dientes. El ruso, de cuarenta y cuatro años, se encontraba en esos momentos ingresado en el Miles Memorial de Bristol y, según fuentes hospitalarias, su estado no revestía gravedad, aunque había sido imposible la reconstrucción del falo, puesto que el colgajo fue encontrado unos metros más allá entre espumarajos y a medio masticar al lado de un cubo de basura. No se descartaba, anunciaba este enviado antes de entregar la conexión, que el animal tuviese la rabia.

Chamberlain, con solo noventa habitantes, aparecía con frecuencia en los medios. No hacía mucho había llovido piedras del tamaño de una naranja sobre el tejado de la iglesia de la calle Carlin, mientras en el resto de la aldea lucía un sol vigoroso. Y un poco antes de la mencionada precipitación, un percherón moteado corrió varios kilómetros con un stand de mermeladas de Maine enganchado en la grupa, derribando todo a su paso hasta que se desplomó reventado. Sí, en Chamberlain sucedían cosas de lo más extravagantes,  pero nada parecido a lo ocurrido unos años atrás. Por eso, cuando el enviado entregó la conexión para dar paso a los deportes, en el bar de Mou todos se miraron en silencio.

Tres años antes del asunto del mapache, Donna Phibodeau había encontrado a una de sus ovejas salvajemente mutilada en medio de un charco de espumarajos. La autoridad competente concluyó que bien podría tratarse de algún lobo de los que merodeaban  por la zona y se procedió a su busca y captura, declarando entre tanto el estado de alerta. Unos días después el pequeño Bobby fue encontrado con la yugular destrozada cuando iba camino de la escuela, en mitad de un charco de sangre; también fueron hallados restos espumosos alrededor de las innumerables dentelladas.

Unas semanas antes de la muerte del chiquillo llegó al pueblo Rául Ógar, el conocido y laureado escritor; un tipo guapo, de hablar pausado y maneras muy finas; entre sus innumerables éxitos contaba con algunos best sellers que habían sido llevados a la gran pantalla y un sinfín de larguísimas novelas traducidas a varios idiomas. Su llegada fue un revuelo mediático, todo el mundo quería conocerle, estrechar su mano y tal vez llevarse un ejemplar firmado para colocarlo bien visible sobre la chimenea. Tras la efusiva acogida el tipo bajó al pueblo, compró leña para todo el invierno, suficiente cinta para la Remington y abundante papel de escribir. Luego no asomó más que para abastecerse de nuevos víveres y algo de whisky para calentar el estómago y avivar la imaginación.

Está sucediendo de nuevo —dijo Mou, lapidario, mientras lanzaba vaho a un vaso.

Deberíamos haberlo matado —contestó Melisa suspirando.

Yo no recuerdo nada antes de su llegada —confesó el señor Phibodeau apoyado en la máquina de vinilos. No se decidía entre Love me tender o Suspicious mind—. Es como si antes de ese libro no existiéramos.

Todos hemos leído Opopónaco  —suspiró Mou, comprobando la nitidez de un vaso al trasluz—. Esa novela es un calco de lo que ocurrió aquí aquel invierno. La lluvia de piedras, la muerte de Bobby, la del recién nacido de los Appels, que apareció... bueno, no creo que nadie haya olvidado eso; la vieja Martha, sentada en su mecedora con las mejillas arrancadas, en el porche de su casa. Tu oveja, Frank, partida por la mitad; las patas tras un arbusto, la cabeza en la oscuridad del cobertizo, devorados los ojos y la lengua.

Y las voces... —susurró Melisa vagando de una mesa a otra con los pelos blancos flotando como plumas—. A veces, en las noches heladas, llegaban mezcladas con el viento y se hacían más fuertes al doblar la esquina. Venían de muy lejos. No valía la pena correr ni taparse los oídos; yo las oía hasta durmiendo mientras mi pelo se iba volviendo más y más polvoriento. Opopónaco..., decían invariablemente, alargando la palabra, haciendo énfasis en la tilde y estirando cada O hasta su desaparición.

En otro lugar, Yaroslav miraba con horror la sábana blanca que le cubría: el maldito bicho lo había castrado. Ahora, en el centro de su cuerpo, se levantaba una provocadora tienda de campaña sostenida con apósitos; notaba la tensión de los puntos de sutura y la pesada hinchazón de los testículos. Posiblemente aquella rata asquerosa se los hubiera rajado también. Al ruso se le encogía el corazón de dolor cuando recordaba cómo corría la muy hija de puta con la mitad de su polla entre los dientes. ¿Y acaso no era una risa lo que oyó?

¡Estúpido, estúpido, estúpido! —bramó colérico, dándose sonoras hostias—. ¿Por qué coño no esperaste a terminar el trabajo? Joder, solo tenías que colocar ese último aparato de aire acondicionado, cobrarlo, arrastrar por los pelos a alguna zorra necesitada y follártela bien y luego, con los cojones vacíos, subirte al puto Plymouth y largarte sin más. Pero no, tenías que sujetar a ese bicho inmundo por el pescuezo, arrancarle los cachorros de las tetas e intentar meterle la puta polla, como si no hubieras podido cascártela como tantas veces, para salir del apuro. Y ahora se estarán meando de la risa, ellos acariciándose a escondidas la polla que aún conservan, ellas juntando las rodillas para sujetar la orina. ¿Y sabes que estarán diciendo? Que te está bien empleado, por gilipollas —exclamó tirándose de la cama loco de la ira. La imprudencia hizo que los apósitos se despegaran dejando a la vista la delicada piel anaranjada por el yodo.

A Melisa le vino la regla el mismo día que cumplió ocho años; esa primera sangre corrió por sus muslos y se derramó inocente entre sus zapatitos de color rosa, pero la siguiente se presentó con negros cuajarones y acompañada de horribles visiones; unos meses después ya tenía casi todo el pelo blanco y la mirada errante.

Sus pesadillas a veces no tenían sentido, pero en la carga de horror siempre conseguía ver algún detalle esclarecedor. Anoche, después de apagar la luz y cuando ya llegaba el sueño con sus jirones de niebla, algo apoyó su mejilla sobre la de ella, y no sintió terror porque el tacto no era desagradable, pero cuando abrió los ojos se encontró con una enorme boca negra e infecta llena de espumarajos amarillos. Y gritó, gritó con todas sus fuerzas, eso lo recuerda, pero no salió sonido alguno. Cuando encendió la luz supo que no había sido solo un sueño, por el vértigo insoportable de las piernas, por el dolor de la garganta y porque algo le gritaba en su interior que aquello volvía de nuevo, quizá dentro de otro cuerpo y bajo otra forma porque, al fin y al cabo, el mal siempre encuentra la manera y el vehículo.

Yaroslav arrastró su dolorido cuerpo hasta el viejo Plymouth y sonrió dichoso cuando el motor le regaló el viejo ronroneo. Un minuto antes la piel de toro de su asiento había recibido con un amor desmedido los restos del animalillo mutilado. Aquella bruja que se presentó como su enfermera había dado orden de quemar su ropa cuando en los noticieros se habló de un posible contagio de rabia, pero eso no le preocupaba, ahora tenía algo mucho más urgente que hacer: conducir hasta ese estercolero y poner orden hasta que todo el mundo dejara de reírse o hasta que no quedara nadie con boca para hacerlo. Sí, dijo en voz alta, eso es lo que haremos y  sonriendo feliz buscó en la radio su emisora preferida. El rugido de las llantas acelerando se mezcló con un alarido de los AC/DC.

Para un escritor no hay horarios.

Raúl miró el reloj:  las dos de la madrugada. Levantó las manos de la vieja y engrasada Remington y se dirigió a los altos ventanales extrayendo un cigarrillo del paquete abandonado sobre la mesa de caoba. Más allá una botella de Jack Daniels medio vacía, y más allá los huecos de las fotos de los hijos que no tenía. Acarició de pasada sus libros. Tantos ya. Cincuenta, sin contar los guiones, algún ensayo o esas milongas escritas para los aficionados de la escritura, donde aconsejaba mil chorradas en las que no creía. Escribir sale de dentro, pensó palpando la frialdad de los cristales, a escribir no se aprende ni se enseña. Dio una larga calada y el humo se estrelló contra la imagen que le devolvía el cristal.

Le fue bien con Opopónaco. Aquel lugar tenía una atmósfera onírica e irreal y la historia llegó rodando sin esfuerzo. Una mañana al abrir la puerta para ir en busca de leña se encontró con una ciclópea bestia echada sobre los tablones del porche. Estaba cubierta de barro, su respiración era sibilante y tenía pedazos de carne desprendida por todo el cuerpo, fruto tal vez del enfrentamiento con otra fiera. Conmovido, abrió la nevera y tomó una bandeja con pollo y patatas de la noche anterior y la empujó con el pie, precavido. El animal se acercó pesado y sin apartar los ojos ensangrentados del escritor, hundió las fauces en el plato. Al amparo del dintel, Raúl lo contempló fascinado mientras molía sin esfuerzo aquellos huesos y los tragaba con ansia entre gruñidos de placer. Cuando intentó recuperar el plato para ponerle más, el animal retrocedió y le enseñó los colmillos. Complacido, atrancó la puerta, sonriendo; le emocionaba hasta límites insospechados la honradez de ese odio endemoniado. 
Con el dinero de la primera tirada se compró una casa victoriana. Luego viajó un poco de aquí para allá, dio alguna conferencia, un par de charlas en distintas universidades  y escribió algunos relatos de terror que se vendieron muy bien. Así, de este modo, fueron pasando los meses, hasta que una noche Ed Coleman, su editor, lo llamó por teléfono para citarlo al día siguiente en su casita de la playa.
Querido, ha ocurrido una desgracia tremenda —declamó despacio, dramatizando mientras daba un sorbo a su Martini—: En Sidewinder, Colorado, un pueblo del tamaño de una de esas cajas donde mean los gatos, se han quedado sin ejemplares de Opopónaco. Yo no conozco ese meadero, de hecho si cayera un meteorito me importaría una mierda, pero ellos te adoran y reclaman más ejemplares. Pero yo he pensado algo mucho mejor: vamos a darle una segunda parte  —dijo Ed soltando el humo de su puro muy despacio, el Martini en la mano gordezuela, la cara roja, el botón del pantalón a punto de salir volando—. Y esta vez vamos a ir más allá. ¡Oye! No sé si has oído la historia esa del ruso. Al muy hijo de puta le ha arrancado la polla una hembra de mapache cuando intentaba follársela y parece ser que el bicho tenía la rabia. Ahora imagina: un paleto, que además está como una puta cabra, se despierta en una cama de hospital, intenta rascarse la polla y se da cuenta que no tiene, loco de furia y lanzando espumarajos se levanta, arrastra los güevos doloridos hasta el coche y sale zumbando. Por el camino, mientras la ira se va inflamando, adquiere unos cuantos "juguetitos" y mucha mucha munición. ¿Lo tienes? Pues a esto le añades rocanrol del bueno, unos cuantos kilos de psicología barata de la que le gusta al público, un poco de sexo sucio y lo agitas como tú sabes. Ah y esta vez si vas a meter alguna lluvia, que sea de sangre. El rojo es tan sensual...
Raúl lo miró divertido, sin perder de vista ese botón que bien podría ser letal como una bala si al final lograba desprenderse; como siempre desde hacía tantos años, escuchaba las manidas ideas de el bueno de Ed,  aunque la mayoría de las veces las desechaba sin prestarles atención, pero, joder, esto del ruso le gustaba mucho. Casi le parecía ver la sangre caer sobre las sábanas blancas de Melisa y al fondo, acercándose por el camino de tierra, el viejo Plymouth color verde ciprés. Tragando saliva sacó su libreta y comenzó a escribir de forma furiosa. Ya tenía un inicio.

Consigna principal: Escribir un relato basándose en la noticia del mapache.
Consigna secundaria: Hacer mención al libro Opopónaco de Raúl Ógar.

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