Seudónimo: Flander furiosito
Autora: Ángela Eastwood
Con los vellos erizados Ángela lo abrió por la primera página y leyó en silencio:
Autora: Ángela Eastwood
Con los vellos erizados Ángela lo abrió por la primera página y leyó en silencio:
6
de diciembre:
“Mamá
tiene un nuevo novio. A mí no me gusta porque huele demasiado a colonia y siempre
lleva el pelo aplastado; tampoco me gustan esos bigotes tiesos como ratas
muertas. El otro día me mofé de ellos y me arreó un bofetón que me hizo sangrar
los labios. Mamá no estaba, pero hubiera dado igual, ella nunca ve nada porque
solo tiene ojos para su amante. Cuando ella está presente, él me sube sobre su
regazo y me acaricia el pelo, me hace
trenzas y se inventa apodos dulces, que me va susurrando muy bajito al oído.
Pedacito de bizcocho. Pechitos de miel. Mamá nos mira y ríe feliz y enamorada.
Cuánto te quiere, Ángela —me dice—, tu nuevo papá te adora, no sabes la suerte
que tienes. La odio, la odio con toda mi alma porque no quiere ver. Ojalá se
mueran los dos”
—¿Por
qué está aquí tú viejo diario? ¡Ángela! ¡Maldita sea! ¿Qué mierda es esta? ¡Joder!
Carmen
zarandeó a su amiga, pero viendo que no reaccionaba le arrancó el viejo libro
de las manos y continuó leyendo:
“Mamá
ha comprado una vieja mansión con el dinero que nos dejó papá. La llaman la
casa de las muñecas. Dice que es victoriana, hermosa, con una gran fuente de
piedra y que los cristales de las ventanas son de colores; que cuando el sol se
refleja en ellos las estancias parecen irreales, de cuento. Parece que le ha
salido casi regalada. Yo no quiero irme de aquí, donde tan dichosa fui con papá
cuando estaba vivo, pero ella dice que allí seremos muy felices, y que me ha
preparado la mejor habitación, donde podré escribir mis cuentitos sin que nadie
me moleste”.
—¿Tú
viviste aquí? ¿Nos has traído tú a este puto infierno? ¿Tú eres la jodida
escritora que hizo el pacto con la madre de esa víbora? ¡Pero cómo! ¡Si ya
estaba muerta! ¿Y por qué? —Carmen
sintió que se le doblaban las piernas. El efecto de la morfina se iba pasando y
la realidad resultaba espantosa.
Ángela
no contestó. Recordó el día que llegaron a la casa, el frío que sintió al subir
las escaleras que llevaban a aquel cuarto infantil. Su madre le dijo que no
habían querido tocar nada, porque les pareció ideal. La habitación perteneció a
una niña preciosa, llamada Anabel.
Ángela
no vio a Carmen lanzar con rabia el diario y salir renqueando, desesperada. No
vio tampoco como, creyendo a Sergio desahuciado, lo abandonó, medio ciego y
sangrante; ni cómo Raúl, en otro lado,
cubría el cuerpo rígido de Roberto con su chaqueta, para que no tuviera frío
allí donde fuera. No los vio montar en el coche y salir a toda velocidad. Todo
daba igual. El asunto era entre la niña y ella.
La
primera noche en la nueva casa, Ángela no pudo dormir. No temía a los
fantasmas, tampoco a los monstruos, solo rezaba porque aquellos asquerosos
dedos sucios de su padrastro no le arrancaran la manta. Como no creía en los
fantasmas no supo cómo gestionar la aparición de aquella hermosa mujer que se
sentó en el filo de su cama. Brillaba como un ángel.
—Va
a venir, lo sabes —advirtió con una voz que parecía venir de muy lejos—. Llegará
arrastrándose como lo que es: un gusano. Empujará la puerta conteniendo el
aliento para que tu madre no despierte y se acercará luego, sigiloso, para que
no grites. Pero tú ya no gritas ¿Para qué? Si nadie te oye, si nadie quiere
oírte. Luego, apretando su miembro erecto contra la tela de tus braguitas, te
susurrará palabras obscenas al oído mientras busca tus diminutos pechos bajo el
pijama. Aún no se atreve a más, pero lo adivino encendido, casi loco de deseo.
No va a tardar, ya no puede contenerse casi. Pero si haces algo por mí no
vendrá más. Después de prometerlo, chasquearé los dedos y no recordarás nada,
solo mi encargo.
Ángela
escuchó la propuesta y aceptó aquel trato. Luego se acurrucó, tranquila, y por
primera vez en mucho tiempo cerró los ojos sin miedo.
—¡Carmen!
¡No podemos dejar a Sergio allí! Demos la vuelta —exclamó Raúl, arrepentido.
—¡Maldita
sea, Raúl! Ángela es la culpable de todo, Roberto a muerto por su culpa y
Sergio agonizaba. La lucha es entre ellas dos. No arriesgaré mi vida por una
par de culebras venenosas.
Ajeno
a la lucha interna de sus amigos huidos, Sergio se incorporó muy despacio
conteniendo las náuseas. Le dolía horrores la cabeza. Se tocó el rostro y allí
seguía el jodido lápiz. Recordó cómo ella lo había hundido un poco más y no
entendía cómo podía aún seguir vivo. Una carcajada le hizo estremecer. ¡La niña!
Ya conocía demasiado su risa. ¿A quién le hablaba? Se acercó despacio a la
habitación infantil y miró con su único ojo ¡Dios! Las piernas le temblaron y
contuvo un sollozo. Su amiga, con la ropa hecha jirones, colgaba de la pared.
Grandes clavos en sus palmas la mantenían sujeta y la sangre brotaba a borbotones
bajando hasta sus pies desnudos. La niña del lazo azul, sentadita en el suelo,
la miraba divertida.
—Ahora,
así quietecita, me contarás con detalle qué diablos te dijo mi madre. Por cada
mentira que me cuentes obtendrás, como premio, otro clavo.
—Tu
madre era mala, del mismo modo que la mía era sorda y ciega, Anabel —alcanzó a
susurrar Ángela, con las escasas fuerzas de que disponía—. Yo solo quería dormir
tranquila. Ella confesó que tú la mataste de una forma salvaje y después, lejos
de sentir algún tipo de remordimiento seguiste viviendo ajena al mal causado.
No pagaste por el crimen. Me dijo: cuenta la historia de Anabel. Atrápala entre
tus letras para que no pueda descansar en paz y te juro que ese padrastro tuyo
jamás pondrá de nuevo los dedos sobre ti. Hazlo. Escríbelo, sin miedo, sin remordimientos. No
te preocupes: luego lo olvidarás todo, pensarás que es una historia salida de
tu imaginación de escritora.
Sergio
abrió la boca de puro pasmo. “Sin remordimientos”. Ese era el título de un
libro que Ángela llevaba siempre en su maleta. Debía pensar, rápido. Abajo se
escucharon pasos e intuyó que sus amigos habían vuelto. ¡Debía avisarles!
—¡El
libro! —exclamó cuando estuvieron juntos—. ¡La niña está encerrada entre sus
letras! Esas que Ángela escribió bajo un seudónimo. Hay que buscarlo y
destruirlo. Si lo hacemos, la niña, que no es más que un personaje,
desaparecerá.
La
cabeza de Anabel giró ciento ochenta grados. Olió el peligro y se levantó de un
salto. Encontró a Sergio agonizando en el suelo y le hundió el lápiz hasta el
fondo. Plop. Luego corrió escaleras abajo, oteando el aire como un perro que
busca su presa. Carmen y Raúl registraban furiosos la maleta de su amiga.
¿Dónde estaba el maldito libro? Raúl sacó su navaja y rajó la maleta y un
volumen manoseado cayó al suelo. “Sin remordimientos”, firmado por F.F.
—¡Aquí
está! —aulló de alegría.
—Déjamelo
a mí, por favor —suplicó Carmen, con los
ojos enfebrecidos de dolor.
La
primera hoja arrancada hizo retroceder a la niña. En sus ojos se adivinó de
pronto un espanto desconocido. La segunda borró un poco sus mejillas y
desdibujó sus labios. La tercera logró hacer tambalear sus piernas y la cuarta
la hizo caer al suelo. Carmen arrancó una más y la niña gritó de dolor. Una
mano desapareció. Otra hoja y la otra mano. Luego sus zapatitos de charol.
Carmen arrancó otra más y la estrujó entre sus dedos, con rabia, con un placer
fiero. La niña se llevó las manos al corazón, sintiendo justo allí las uñas de
Carmen. Carmen, que sonreía y sonreía a medida que arrancaba las páginas de
aquel libro, que no era un libro, sino una cárcel.
—¿Quieres
poner el punto final, Raúl? —preguntó socarrona.
—Será
un placer —dijo Raúl.
Raúl
miró la última página. La acarició con los dedos y comenzó a romperla muy
despacio, mirando a la niña a los ojos, sin parpadear. Cuando la página quedó
totalmente desprendida, un lazo azul realizó una graciosa maniobra en el aire,
para posarse, al fin, delicadamente en el suelo.
—Chicas —dijo
Raúl conduciendo—, no más casas
encantadas ¿De acuerdo? Al menos en un tiempo.
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