Seudónimo: Raskólnikov
Autora: Yol Anda
El rostro de Ángela sufrió una transformación repentina. Donde antes reinaba una piel suave y pálida que recordaba a la de una geisha, ahora aparecía un cutis amarillento marcado por el acné. Pequeñas cicatrices comenzaron a invadir las mejillas y la frente, mientras que otras se abrieron paso por el párpado izquierdo. La sonrisa se ramificó y se tornó maléfica. Pero lo que definitivamente aterró a Carmen fueron los ojos. Unos ojos negros, oscuros como el pozo donde habitan las alimañas del infierno; ojos como abismos inánimes, indómitos, abismales.
Autora: Yol Anda
El rostro de Ángela sufrió una transformación repentina. Donde antes reinaba una piel suave y pálida que recordaba a la de una geisha, ahora aparecía un cutis amarillento marcado por el acné. Pequeñas cicatrices comenzaron a invadir las mejillas y la frente, mientras que otras se abrieron paso por el párpado izquierdo. La sonrisa se ramificó y se tornó maléfica. Pero lo que definitivamente aterró a Carmen fueron los ojos. Unos ojos negros, oscuros como el pozo donde habitan las alimañas del infierno; ojos como abismos inánimes, indómitos, abismales.
—Sí,
aquí estás, pequeño. Mi antiguo diario, mi remanso de paz. Aquí yacen mis
recuerdos más sórdidos y las confesiones más íntimas. —La voz de Ángela ya no
era armoniosa. Ni siquiera parecía la de un ser humano.
—Ángela,
por favor… —suplicó Carmen al borde del infarto. Al oírla, su amiga torció el cuello
en un giro imposible produciendo un crujido espantoso. Se miraron a los ojos.
—Hola,
querida —dijo sonriendo—. ¿Sabes, por casualidad, dónde está Raúl?
—Ángela,
no chingues. Suelta eso. ¡Suelta el diario! Es la niña, sólo puede ser eso. ¡Sal
de su cuerpo, hija de puta! —Las lágrimas afloraron y, con las manos temblando,
Carmen intentó arrebatar sin éxito el minúsculo librito que Ángela había
encontrado en la casa de muñecas.
—¡Ja,
ja, ja! Eres más estúpida de lo que creía, Carmencita… ¿Vas a darme órdenes
ahora? Ven, te diré lo que vamos a hacer. Vas a decirme dónde está el puto Raúl,
el creador de esta infamia que ves delante; la obra de un demente. Vas a
portarte bien, amor, si no quieres que te haga daño. Sí, soy un monstruo; y no,
no tengo corazón.
En
ese instante, Carmen recordó los ojos verdes de Ángela. Ese par de ventanas al
mar donde uno podía estar horas y horas contemplando las distintas emociones
que pasaban por ellos mientras contaba ensimismada el personaje femenino que
había creado para su nueva novela o la lúgubre cabaña de madera donde
sucederían los más insólitos acontecimientos. Un ser así era imprescindible en
su vida, pensó Carmen. «Pues yo no soy un monstruo y, por supuesto, no me voy a
rendir».
—¡Vete
al infierno! —espetó.
Comenzó
a correr por el pasillo en busca de sus amigos. ¿Dónde se habrían metido?
*** (...) ***
«Los criados han traído venado para cenar. Desde que
él se fue, mamá está triste y muy distante. Ya no toma decisiones y he sido yo
quien ha ordenado al servicio que sirviera la cabeza del animal en una fuente
aparte. Cuando ha preguntado qué era semejante propuesta, la he invitado a que
levantara el cubre platos. El grito ha sido descomunal. ¡Ja, ja, ja! Qué
ingenua es. A mamá, la engaña cualquiera. Incluso una niña como la que pretende
que yo sea. Creía que con librarme de él cambiaría de actitud y comenzaría a
centrarse en mí, su única hija. A quitarme por fin estos lazos y ataduras y a
tratarme como a una jovencita delante de la gente. Pero sigue igual, empeñada
en vestirme como un puto pastel de fresa.
Fue fácil atraerlo a mi habitación con la excusa de
necesitar ayuda para montar la casita de muñecas. Cada pieza debía estar en su
lugar, pues era una réplica exacta de nuestra casa. Cuando le llamé desde
arriba de la escalera con mi vocecita, acudió enseguida. Quería tenerme
contenta. A medida que íbamos inspeccionando las miniaturas y el lugar adecuado
para ellas, comencé a quitarme ropa aludiendo al calor que hacía ese verano.
Bastó que soltara una sonora carcajada para atraer a mamá a mi habitación y
lanzarme a los brazos de él en cuanto la vi entrar por la puerta. Fue realmente
divertido. Además, mis manitas de niña palparon por primera vez lo que es un
hombre».
*** (...) ***
—¡Socorro!
¡Ayuda! —gritaba Carmen corriendo por el pasillo de la tercera planta. A medida
que inspeccionaba cada una de las habitaciones, no perdía de vista su espalda por
si se acercaba Ángela—. ¿Roberto? ¿Sergio?
El
terror marcaba sus inseguros pasos y sus aspavientos buscando torpemente al
resto de los compañeros por las habitaciones de la mansión, hasta que dio con
el cuerpo de Sergio flotando en su propia sangre en una de ellas. «¡Por Quetzalcóatl!
¡Líbranos
del mal!», gritó Carmen para sus adentros paralizada por el espanto. ¿Qué era
aquello? Le entró una risita estúpida e incontrolable al recordar esa especie
de grito de guerra del que tanto solían reírse los demás. Risita que se mezcló
con el temblor de sus labios al descubrir…
—¿Rober?
¿Roberto? ¿Eres tú? —Una masa deforme se movió en la oscuridad.
—Hu…
Huye… —acertó a decir Roberto escupiendo sangre. Permanecía atado de pies y
manos. No se distinguía si le faltaba algún miembro.
—No,
no voy a hacer eso. ¿Y Sergio? ¿Está bien?—preguntó desesperada mientras se
acuclillaba a su vera—. ¿Es ella? ¿Es el espíritu de la niña asesina?
La
mirada de Roberto lo dijo todo, especialmente cuando la alzó por encima de la
cabeza de su amiga hacia la puerta.
—¿Qui…
Quién?
*** (...)
***
«”Te he traído ropa nueva, mi niñita”,
ha comentado mamá cuando ha llegado a casa. “Te va a encantar, ya verás”, ha
dicho como si estuviera drogada. “El próximo día tenemos que ir de compras
juntas. Nos lo pasaremos chupi, mi niñita”. Mi niñita. Cómo la odio. Esto va de
mal en peor. Me han entrado ganas de vomitar. Mañana cumplo veintiún años y mi
regalo será un periquito, unos zapatos de charol nuevos y un juego de lazos
azules.
No
sé que ha estado haciendo durante toda la mañana además de ir de compras, pero
de su bolso asomaba un papel viejo y amarillento con letras de un alfabeto extraño.
Acabo de ir a su cuarto y he descubierto, guardada en el armario, una bolsita
llena de piedras negras, una pluma de escribir muy antigua y uno de mis lazos
azules. Odio el azul».
*** (...)
***
Ángela
respiraba con furia en el umbral de la puerta. Alzó las manos, y aparecieron huesudas
y arrugadas con las uñas retorcidas. Tanto Roberto como Carmen permanecieron en
silencio pensando a una velocidad de vértigo qué decir y cómo rescatar lo que
quedaba de ella. No hizo falta.
—¡Estoy
aquí, malparida! —contestó una voz desde el pasillo. Y, seguidamente, propinó un machetazo en la pierna al engendro.
—¡No!
¡Raúl, qué estás haciendo! —gritó Carmen—. ¡Es Ángela!
—Sólo
es una pierna, no te preocupes. Se recuperará cuando logremos sacar a este ser
infernal de su cuerpo. ¡Rápido! Necesito algunos objetos para el ritual.
—¿Qué
ritual? —inquirió Carmen azorada.
Ángela
gruñía en el suelo. La herida del muslo sangraba profusamente y aguantaba el
dolor como podía retorciéndose en el suelo del estrecho corredor.
—Voy
a enmendar el error que un día cometió mi tatarabuela y, después, yo. —Ángela
continuaba maldiciendo con una voz chirriante que dañaba los oídos. Hasta la
mansión parecía temblar—. Rápido, coloca las piedras alrededor de su cuerpo formando
un círculo. Y el lazo azul, tráelo.
Carmen
siguió las indicaciones de Raúl, que comenzó a recitar en un idioma desconocido
una extraña letanía. Su voz se alzó por encima de los alaridos de Ángela y,
cuando descendió para susurrarle unas palabras al oído, esta le agarró
fuertemente la mano. Quedaron unidos unos segundos hasta que, acto seguido,
Ángela se fue calmando y, entre estertores, pareció volver en sí.
—¿Ángela?
¡Ángela! ¿Eres tú? —preguntó Carmen
arrodillada frente a ella.
Solo
pudo toser, pero su rostro comenzó a cambiar mientras su cuerpo retornaba a su
estado original. Se abrazaron con fervor mientras Roberto suspiraba aliviado. Ninguno
se dio cuenta de que Raúl había salido corriendo por el pasillo hasta que escucharon
cómo se rompía uno de los ventanales al atravesarlo y el golpe seco al
estrellarse contra el suelo. Lo que no llegaron a divisar fue cómo un periquito
se posaba encima del cuerpo inerte de Raúl y husmeaba con su piquito un pequeño
libro parecido a un diario. Acto seguido, comenzó a piar sin descanso y alzó el
vuelo hacia la buhardilla de la mansión.
*** (...) ***
«La
muerte de mamá ha sido realmente agónica. Ha confesado que, mediante un ritual
satánico, voy a ser inmortal. Nunca podré morir. Nunca. ¡Bastarda! ¡Mala
pécora! ¡Es el peor castigo que pudiste ofrecerme! ¡Vivir para siempre
encerrada en esta mansión! Siempre».
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