“Los antibióticos me mantienen viva, ahora que
todos los que amo han muerto”
Poppy – Meat
El
cercado donde nos tienen hacinados por docenas apesta a meados, heces y miedo.
Porque el miedo también huele. Se extiende por la piel, en minúsculas gotas de
sudor, como esporas que flotan en el aire. El miedo es un estado físico que se
impone sobre todo lo demás, adueñándose de la voluntad, convirtiéndonos en
marionetas. Lo veo en los ojos de cada persona que está a mi lado. Se abrazan a
sí mismos, en una acción repetitiva,
como si en ese movimiento calculado se impregnaran de esperanza. Lo veo en sus
caras, amorfas, sin facciones. Porque el miedo consigue que todos tengamos los
mismos rostros.
Un
escalofrío nos recorre la médula espinal cuando reanudan la faena en las naves
del piso superior. El sonido de las sierras mecánicas en cierto modo ahoga los
alaridos. Pero, de vez en vez, las maquinas parecen sincronizarse y por un
segundo se detienen. Es en ese preciso momento cuando los gritos desgarradores
entran en nuestros oídos y se instalan en nuestras almas para siempre… La mujer
de mi derecha se lo hace encima mientras aprieta mi mano con fuerza. Solo puedo
mirarla, no sé que verá en mis pupilas.
Quisiera no tener lengua, para
no gritar, no darles la satisfacción
de oír mi terror cuando me despellejen y me cuelguen de uno de esos lacerantes
ganchos antes de que me suelten sobre las últimas cintas de selección… No
escatiman en recursos médicos para mantenernos en un estado óptimo de consumo.
Del techo cuelgan unos goteros que suministran las medicinas en nuestros
brazos, una eficiente maquina de alimentación a la cual estamos enchufados.
Pero la voluntad humana es frágil y ellos lo saben. Los fármacos nos ayudan a
que la energía llegue a cada parte de nuestros cuerpos… Han diseñado un plan
viable, donde no dejan nada al azar. Muelen a los enfermos en uno de los sectores
de las gigantescas salas. Los convierten en unas tabletas de un color marrón,
que tiene un cierto parecido al sabor del chocolate. Al principio cuando me
llevaba a la boca una de esas asquerosas porciones vomitaba al instante. Incluso
presencié como un hombre se suicidaba con las gomas de su propio gotero ante la
certeza de que estaba consumiendo, quizá, la carne de sus padres o abuelos.
Pero el hambre y ese instinto de supervivencia que nos domina, son más fuertes
que cualquiera de los prejuicios morales que gobiernan nuestra conducta.
Recuerdo perfectamente cuando llegaron. Fue
mi hermano mayor el que me advirtió desde su bicicleta de montaña. Yo me giré y
perpleja vi como aparecieron del cenit del cielo. Eran gigantescas naves
rectangulares, del tamaño de dos campos de futbol. Había cientos de ellas.
Estaban envueltas en unas nubes violáceas y su textura metálica y lisa
recordaba a las estructuras de las fábricas. No hacían ruido alguno y muy despacio se posaron sobre la
tierra. Desde aquel carril entre los montes cercanos a nuestro hogar, detenidos
y atónitos, consultábamos nuestros móviles para descubrir que aquello estaba
sucediendo de forma global… Fue entonces, solo un día después, cuando salieron
en bandadas al exterior y comenzaron los comandos de caza.
Escogen
a las parejas más jóvenes y fértiles para procrear en cautiverio. Los tienen encerrados
en jaulas por parejas. En su alimentación les administran drogas que activan la
libido y si algún osado se niega a copular le sobreviene la muerte. El hecho de
que aquello les de algunos días extras de vida les entrega a unir sus cuerpos.
Miedo y deseo se mezclan para satisfacción de aquellos seres innominables.
Cuando se embarazan se llevan a las hembras y cuando dan a luz las eliminan. No
quieren cuerpos castigados, baja la calidad de la carne… Los bebés son
etiquetados con la marca de “Grados superiores orgánicos”. Las piezas más
cotizadas… Solo algunos bebes agraciados
se escapan de la selección y los crían en corrales, apartados de los adultos en
el momento que pueden alimentarse por sí solos. Todo es eficiente, no se rompe
la cadena de producción.
El
objetivo de aquellos seres estuvo claro desde el principio. Habían venido a
recolectarnos. Estábamos en el último escalón alimenticio. Por unos instantes
pensé en lo que hacíamos con los animales en las industrias cárnicas. Ahora el
destino nos cambiaba de lugar y nosotros éramos el ganado, el karma nos
abofeteaba en la cara sin remordimientos. Me preguntaba cuantos planetas habían
arrasado, si nosotros, los humanos, éramos los últimos o aún quedaban en el
espacio más sistemas con vida donde ellos pudieran saciar su hambre infinita.
Mi hermano y yo pudimos escapar por el
balcón. Echaron la puerta abajo con un disparo de sus avanzadas armas. Era como
si una onda de sonido se concentrara en un punto y estallara de forma violenta.
Recuerdo como mi padre se interpuso entre ellos y mi asustada madre esgrimiendo
un enorme cuchillo de cocina. Uno de sus asquerosos tentáculos se aferró al
brazo de mi padre. Escuché un sonido seco, como algo que se rompía y después un
fuerte alarido. Mi padre volvió su mirada hacia nosotros y con los ojos
angustiados señaló la ventana. Las
últimas palabras que escuchemos de su boca fueron:
−
¡Corred insensatos!
En el corral, el día a día es rutinario y
doloroso. Intentamos hacer ejercicio
moviéndonos en círculos, procurando que las gomas de los goteros no se enreden
unas con otras. Las piernas duelen, y ulceras con pus nos salen en las
articulaciones de brazos, piernas e ingle por el escaso movimiento y aseo. Una
vez a la semana nos limpian con grandes gomas de agua. Los fuertes chorros
hacen daño y nuestras heridas sangran. Después nos espolvorean con unos polvos
que escuecen como sal y vinagre. Grandes aparatos de aire acondicionado refrigeran los corrales y consiguen en parte
que el hedor a sudor, a bestias encerradas, se disipe por la nave y el hecho de
respirar sea un acto más benévolo… En el corral apenas hablamos entre nosotros.
Hace tiempo que hemos perdido esa cualidad humana de la comunicación… Algunos
murmuran de los libres, dicen que resisten debajo de las alcantarillas.
Colonias de humanos mezcladas con ratas y cucarachas. No sé si creerlo,
quedaban muy pocos cuando me atraparon. Siempre he pensado que mi hermano está
junto a ellos...
Supe
que era estéril cuando me llevaron y regresé al poco tiempo de una habitación
que olía amoniaco y oxido. Un miedo indecible se apoderó de cada uno de mis
órganos vitales. No me resistí, solo pensé que mis yagas de pus e infecciones
estallaran en sus bocas cuando me devoraran, que mi sangre fuera veneno que les
hiciera reventar por dentro… pero aquello no sucedió, aún no… Me tendieron en
una camilla metálica. Había dos de aquellos engendros que me ataron de muñecas
y tobillos. Ahíta de pavor pude
comprobar como portaban instrumental médico entre sus tentáculos babosos.
Profanaron mi cuerpo desnudo cogiendo muestras citológicas. Lloré hasta que una
nebulosa se apoderó de mí… Supe que por aquel trance pasaban todas las mujeres
y hombres jóvenes que cazaban… Había algunas que no volvían al corral y las
juntaban por parejas con los varones para que se aparearan…Si yo seguía en el
corral, junto aquellos infelices era porque algo fallaba en mi cuerpo. No era
apta para concebir niños al mundo. Una profunda tristeza se apoderó de mí al
pensar en mi lecho yermo. Sin embargo el mero hecho de que no pudiera traer al
mundo un bebé para que fuera devorado como plato estrella del menú de aquellos
entes, me daba un cierto alivio. No podía ni pensar en el terrible dolor de
todas aquellas madres cuando eran separadas de sus hijos nada más traerlos al
mundo. Esa agonía no era comparable a ninguno de los sufrimientos que
padecíamos en el corral.
El chirrido de los ganchos nos despertó del
sopor en el que nos encontrábamos, porque nunca se dormía plenamente en aquel
lugar. Comenzaron a bajar violentamente con un silbido que olía a moho. El
acero se clavaba en la carne lacerando sin piedad. A algunos los enganchaban
por la espalda y el mecanismo se los llevaba hacia las alturas mientras movían
manos y pies desesperadamente. A otros, los ganchos, les cogían por los brazos, o por el vientre,
las piernas. Parecían insectos que movían sus patitas. Igual que esas
colecciones que hacen los niños sobre cartulinas, exponiendo con una sonrisa
cruel sus trofeos… Los gritos eran
ensordecedores. A lo lejos veía como las poleas lacerantes bajaban con los
cuerpos y los depositaban en las múltiples cintas, que con parsimonia avanzaban
hasta que se perdían de mi vista… El gancho se clavó en mi hombro izquierdo, me
elevó por los aires mientras sentía como se desgarraban carne y huesos. Poco
antes de que aterrizara sobre una de aquellas anchas correas, mi único
pensamiento fue que uno de mis tendones o huesos atragantara a uno de aquellos
seres, que mi carne se revelara en sus gargantas y los asfixiara hasta la
muerte…
Después ya no volví a pensar, todo se fue
transformando del color rojo intenso al fundido a blanco… mis gritos no me
dejaron…
No hay comentarios:
Publicar un comentario