Era muy chico para comprender la delicada situación por la que pasaba la familia. Pero ahora empiezo a armar el rompecabezas de nuestras vidas, y créanme, es digno de un cuento de terror.
Vivíamos en casa de la tía Alberta porque a nosotros nos habían embargado nuestro departamento, entonces mamá y yo nos mudamos. Será por una temporada, decía mamá, y sólo es para cuidarla, porque tu tía no está bien de la cabeza, después nos largamos a un mejor lugar. Esa vivienda enorme era vieja y apestaba, las paredes estaban húmedas y casi siempre estábamos a oscuras. Yo tenía pánico ir al baño, ya que tenía que recorrer un largo pasillo que parecía un túnel sin salida.
—¿Puedo encender el foco, mamá?
—No, hijo. Tu tía se puede alterar. A ella déjala en paz.
—¿Por qué?
—Ella no está bien de sus facultades mentales, sólo falta esperar a que se…
Mamá cerró la boca, se arrepintió de lo que estaba por decir, pero imaginé el final de aquella frase.
—¿Esperar qué cosa, mamá?
—A que se duerma.
Una noche pasé por la alcoba de la tía y noté que estaba prendida una lámpara. Sentí miedo, pero seguí andando. Tenía curiosidad, también.
—Germán, Germán —me habló la tía—, ven un momento, por favor.
Dudé unos momentos y me apoyé en el marco de la puerta.
—¿Qué pasa? —Apenas me salía la voz.
Ella me mostró un papel arrugado.
—¿Me puedes traer estos medicamentos? Los necesito con urgencia. Ten la receta.
—Yo, yo… yo no sé llegar a la tienda. Le voy a decir a mamá.
—No, no le digas nada. Ya le dije y no me hizo caso. Ella me quiere matar.
—Perdón, tía. No sé lo que me quiere decir.
Ella se miraba consternada. Ya no le tenía miedo, más bien sentí lástima por ella.
—¿Podrías llamarle a tu tío José Mario?
—Es que no sé su número.
—Consígueme un teléfono, por favor, necesito ir a un hospital.
Mamá me tomó de brazo por sorpresa y me regresó a la habitación. Me regañó y casi me pega una bofetada.
—Necesito ir al baño, mamá.
—No, no, tú te quedas aquí castigado por no hacerme caso. Te dije que no entraras a ese dormitorio.
—¿Qué tiene mi tía?
—Está loca, ya te dije. Ella necesita estar sola.
Esa noche casi no pude dormir, porque estuve pensando en mi tía y porque me estaba orinando.
—¡Ayuda! —Los gritos que pedían auxilio venían de la habitación de la tía—. Necesito ver a un médico.
—¡Ya cállate! —contestó mamá—. ¡No dejas dormir, vieja loca!
Pasó alrededor de una hora y los alaridos cesaron. Cerré los ojos y dormí unos minutos. Luego volví a despertar. Escuché ruidos, algo parecido a unos susurros y enseguida quejidos. Me puse las sandalias y salí. Caminé por aquel pasillo largo y tenebroso. Una luz opaca y amarilla emergía del cuarto de la tía. No sé por qué, pero seguí andando. Asomé la cabeza por la puerta y vi los pies de la tía que se mecían, parecía que estaba flotando. No alcancé a ver su cara, luego sentí unos terribles escalofríos, sudé a mares y caí de espaldas.
Cuando desperté, unos hombres vestidos de blanco se llevaban el cadáver en una camilla. Ella estaba cubierta de pies a cabeza. Uno de los señores dijo que la tía se había colgado de una viga. Mamá estaba ocupada hablando con un oficial. Mamá lloraba, pero su cara no tenía una sola lágrima. Volví al cuarto de la tía y vi una cuerda que descendía del techo. Estaba muy pequeño y no captaba. No sabía lo que era el suicidio.
—Hijo, ven, no entres a ese cuarto. Y no llores, Germán.
—¿Qué le pasó a la tía? Vi sus pies, parecía que estaba flotando. ¿Ella se murió?
—Viste sus pies porque ella se estaba yendo al cielo… con Dios.
—¿Y cómo hizo para pasar el techo?
—Ay, cariño, hay cosas que jamás entenderás.
Cosas que ya de grande logré comprender, aunque no quería creerlo, por lo menos no del todo.
De pronto mamá se quedó pensativa. Sonrió.
—¿Mamá?
Ella no contestó, seguía abstraída.
—Madre…
Respiró profundamente.
—Era lo mejor para todos —dijo en voz baja—. Ya se estaba tardando la vieja loca.
—Mamá, ¿qué dices?
—Nada, nada. Son cosas que nunca entenderás.
Mamá se quedó con todas las propiedades de la tía y vivimos muchos años en aquella casa. Mamá cerró la alcoba de la tía con tablas y clavos y me prohibió que me acercara. En una ocasión le comenté a mamá que quizá lo que me ella necesitaba era un doctor, sus medicamentos y un poco de cariño.
—No digas tonterías, hijo. Yo creo que te estás volviendo loco como tu tía.
Años más tarde, mamá no aguantó sus pensamientos y sus malos actos. Empezó a desvariar y a decir cosas extrañas. Tan mal se puso que tuve que internarla en un hospital psiquiátrico, ya que yo no podía cuidarla las 24 horas. Una tarde que logré liberarme del trabajo fui a verla y ella me pidió una soga.
—Eso es imposible, mamá.
—Por favor —insistió—, es urgente, ya no puedo más.
—No. Aquí te vas a curar y pronto te llevaré a casa de la tía.
—Esa casa es mía. —Mamá golpeó la mesa con los dos puños.
—Disculpa, mamá. La casa fue una herencia y es tuya.
Me levanté de la silla. Ya no lograba entablar una conversación con ella.
—Te voy a decir lo que es una herencia, hijo querido.
—¿Qué?
—La locura de nuestra familia es hereditaria. Tu tía también fue maldita como no tienes una idea… Tenemos una maldición.
—Descansa, madre. Nos vemos la semana que viene.
—Únicamente hay una manera de descansar, yo lo sé, el abuelo lo supo, la tía la sabía muy bien y después tú lo sabrás.
—Adiós, vieja loca. Después veo la manera de meter una cuerda a este hospital.
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