Brígida llegó a nuestra casa en otoño para ayudar en las tareas de cocina. Venía recomendada por las trinitarias y madre la recibió con la misma indiferencia con que recibía todo lo referente al trabajo doméstico. Desde el primer momento su visión me produjo un fuerte impacto. No era bella, pero sus enormes ojos melancólicos y el aire casi fantasmal que la rodeaba me fueron calando más, día a día. Pude haber intentado algún avance con ella; era lo más común entre nuestros conocidos que los patrones recibieran ese tipo de favores del servicio. Pero las ideas que pululaban por los pasillos de las universidades y por las tertulias de los jóvenes intelectuales habían introducido nuevos conceptos sobre el sentido de la igualdad social, con los que yo mismo estaba de acuerdo. Además, el carácter inocente de Brígida aumentaba mis pruritos al respecto. En poco tiempo se transformó en el centro de mis pensamientos. Sin que ella se diera cuenta, mis ojos la seguían por la casa, atesorando cada gesto, cada movimiento de sus gráciles miembros. No; yo no podía albergar hacia ella afanes de baja estofa.
Fue precisamente esa enamorada vigilancia
a que me había entregado, lo que me hizo descubrir algo que me produjo a la vez
estupor y una vaga incomodidad, como si una nota discordante se hubiera colado
en una armonía orquestal perfecta, enturbiándola. Cierta noche de verano,
después de la cena me quedé fumando en el salón ya a oscuras, esperando por si
la veía al terminar su tarea en la cocina, ya que a veces hacía una recorrida
final para comprobar que todo estuviera en orden. Esa noche no vino; pero desde
la ventana del salón la vi salir subrepticiamente, por la puerta de servicio,
hacia la calle. La sorpresa me dejó helado. ¿Una muchacha saliendo sola y a
escondidas por la noche? Mis celos me hicieron pensar mil cosas, todas
desagradables, y decidí esperarla hasta que regresase. Lo hizo un par de horas
después, o poco más, con el mismo sigilo. Mi frustración no me permitió dormir,
y al día siguiente, el rostro inmutable de Brígida me puso de un humor peor.
Actuaba con la misma lejana y dócil cortesía de siempre.
De más está decir que empecé a acecharla
cada noche. Por unos días, todo permaneció tranquilo. Pero a la semana
siguiente… ¡otra vez presencié su escapada desde mi atalaya invisible! Jueves,
como la vez anterior… ¿Qué pasaba los jueves? ¿Adónde iba? Es huérfana, así que
resultaba improbable que se tratara de una visita familiar, que por otra parte
no tendría por qué ser oculta. Decidí entonces que yo tenía que saber, y esperé
con ansiedad los días siguientes.
Finalmente llegó la noche del jueves. Me
aposté con tiempo en el jardín delantero, inmóvil y oculto por las ramas
generosas del jazmín, que en esa época del año lucía frondoso y constelado de
pequeñas flores blancas cuya fragancia penetrante me mareaba hasta el vértigo.
La vi salir cautelosamente, cruzar el portón de hierro y detenerse un instante para mirar por encima
del hombro a uno y otro lado. Y entonces partió. Su paso se me antojó que se volvía
extrañamente elástico y decidido, ajeno a la timidez vacilante, casi etérea que
acostumbraba mostrar. Cuando estuvo a prudente distancia salí a mi vez,
parapetándome en los umbrales y salientes de las casas del vecindario. Por
suerte no volteó la vista; de haberlo hecho, podría haber descubierto mi
persecución y no podía ni imaginar la vergüenza que eso me habría producido,
amén de que nuestro trato diario, ya bastante estricto y lejano de por sí, se
habría convertido en demasiado molesto. Quizá hasta dejara de trabajar en casa
a causa de lo retorcido que mi conducta le resultaría. Aunque sabía que era muy
pobre y seguramente necesitaba la paga…
Cruzó media ciudad sin la menor
vacilación, siempre conmigo detrás. En algún momento topó con un chiquillo
astroso que corría en sentido contrario. El encontronazo le hizo caer el
sombrero y bajo la luz mezquina de un farol, vi la llamarada de un mechón rojo,
escapado del ceñido rodete. Mi corazón se disparó; volví a pensar que era el
cabello más hermoso que había visto en mi vida. Ella se apresuró a recoger el
sombrero y colocárselo, acomodando la guedeja que tanto me había maravillado.
Reanudamos la marcha, ya más calmadas mis aprensiones porque habíamos dejado
atrás la iluminación profusa de las calles del centro, y nos adentrábamos en
arrabales tragados por las sombras ominosas de las últimas callejas. Mi
desconcierto crecía al mismo ritmo de mi excitación. ¿Adónde se dirigía? ¿Qué
situación podría llevarla a esa zona de tugurios inconfesables y peligros
impensados? ¿Quién era esta muchacha cuya presencia había ido colándose hacia
los rincones más desquiciados de mi obsesión?
En un momento dado, apresuró notablemente
el paso y giró en una esquina, desapareciendo de mi vista. Sentí un ramalazo de
pánico. ¿Había advertido acaso mi figura y se había apostado para sorprenderme?
¿Cómo reaccionaría ella ante un eventual reconocimiento de su perseguidor? ¡¿Y
qué haría yo?! Esta idea me hizo detener un breve instante para sopesar la
posibilidad. Pero tenía que arriesgarme, ¡no podía perder ahora su rastro!
Decidí continuar con cautela y llegué finalmente a la esquina, girando a mi vez
en la misma dirección.
Mi desconcierto fue total: ¡había
desaparecido! Alguna que otra luminosidad paupérrima se colaba por las ventanas
de las escasas casuchas miserables, pero nada más. No había movimiento alguno
en la calle; como en sordina, me llegaron ladridos lejanos y la voz ronca de
algún borracho que vociferaba en la distancia. Esforcé la mirada hasta el
límite, casi jadeando; pero en la oscuridad del paraje, cuyos contornos más
notables eran apenas bultos informes contra el azul profundo del cielo
nocturno, su silueta no aparecía.
Un sentimiento de profunda frustración me
hizo maldecir entre dientes. ¡Justo ahora, que estaba a punto de descubrir el
destino de sus escapadas! Me apoyé en el tronco de un árbol y descargué sobre
él mi impotencia en la forma de un puñetazo. El agudo dolor que me produjo en
los nudillos contribuyó a enfriar algo mi ánimo. Encendí entonces un cigarro y
dejé que su humo perfumado corriera por mi pecho. Repasé mentalmente mis
fantasías pasadas sobre confesarle mis sentimientos y aspirar a una vida juntos
contra toda lógica, y me sentí irremediablemente ridículo. ¡Debía estar loco
para haber puesto mis ojos en alguien de tan ínfima categoría! Seguramente
tendría algún noviecito en las orillas, algún pobre patán inferior y
embrutecido; la caminata de esa noche tendría el sórdido y obvio destino de un
encuentro furtivo. “Amoríos de sirvienta”, me repetí amargamente para exacerbar
el profundo desprecio que sentía por mí mismo en ese momento. Terminé de fumar y me disponía a regresar
sobre mis pasos, cuando mis ojos, ya más acostumbrados a las sombras, dieron
azarosamente con algo que me llamó la atención: en diagonal adonde yo estaba,
como a unos treinta metros, se
distinguía vagamente la mole de una casa abandonada donde vi los ojos de
un gato. A pesar de su fugacidad, la imagen me había resultado casi hipnótica.
Obedeciendo a un impulso ciego, sin pensarlo siquiera, me dirigí al lugar.
La construcción era ruinosa. Alguna vez
debió de ser una de esas casas de inquilinato, a juzgar por la cantidad de
habitaciones que parecía tener. La puerta, que carecía de picaporte o
cerradura, se abrió sin dificultad al primer intento. Adentro, a la luz
vacilante de mi yesquero, vi escombros sobre el suelo, que traspuse con
cuidado. Era una habitación amplia y sucia a la que le faltaban partes del
techo. Un olor extraño, entre dulzón y nauseabundo fue envolviéndome; pero eso
no me detuvo. Al contrario, avancé por un pasillo que se abría al fondo de la
estancia, siguiendo el rastro de ese tufo inquietante. Al final del pasadizo,
mi improvisada linterna me mostró una puerta que me detuvo en seco: ¡era nueva!
Quiero decir que estaba en buenas condiciones, con huellas de haber sido
lustrada y conservada con esmero. El olor se había vuelto insoportable, era
evidente que provenía del otro lado de ella. La empujé suavemente y se abrió
sin ruido.
Lo que allí vi se ha transformado en el
centro de todas mis maquinaciones, de todas mis visiones y pesadillas, que
cercan no sólo mis sueños sino también mis afiebradas vigilias. Sobre una
especie de lecho, una… cosa enorme se movía con espasmos gelatinosos y verdes,
en medio de una fosforescencia alucinante. Todo el ámbito de la cámara parecía
latir en monstruosa sintonía con esa masa informe, de donde emergían algo como
brazos o tentáculos que dibujaban arabescos de pesadilla en el aire casi
líquido que la envolvía. Entre ellos, desnuda y a horcajadas, Brígida (¡mi
Brígida!) cabalgaba en un frenesí lento y enloquecedor. La cabellera, ahora
completamente suelta, era un mar embravecido de ondulante cobre sobre su grupa
blanquísima. Sentí que la eternidad era un tren que pasaba raudamente por
encima de mí, aplastándome, impidiéndome el menor movimiento. Y entonces,
“ellos” me advirtieron simultáneamente. Hubo como un tris en que el universo
pareció detenerse mientras la muchacha giraba la cabeza sobre su hombro para clavarme
los ojos, y juro que la mirada que depositó sobre mí era la más tierna, la más
inocente y sencilla mirada que alguien pueda jamás ofrecer. Hubo entre sus
piernas como un temblor convulso y escapó de aquella mole infernal, un
gorgorito ronco e hilarante, y el ritual retomó su ritmo llevando a la cópula a
su punto más frenético. En el rostro transfigurado de Brígida pude leer la
dimensión de un placer insoportable, más allá de todo lo imaginable, de todo lo
verosímil.
La primera arcada me dobló, quebrando el
hechizo. Salí del lugar como loco, y corrí, corrí sin sentir mi cuerpo. Sólo
percibía las imágenes raudas de la calle que se desplazaban vertiginosamente
hacia atrás, deformándose en estirados jirones de oscuridad. Llegué a mi casa
en un estado terrible. Me faltaba el aire y me tomaba la cabeza, sacudiéndola,
tratando de no pensar. ¡No pensar!
Al día siguiente amanecí con fiebre y
llamaron al médico. Madre me miraba desconcertada; era difícil entrever si su
desconcierto era de temor por el hijo enfermo (padre había fallecido de unas
fiebres tercianas unos años antes), o por no saber qué se esperaba de ella en
situaciones como ésa. Como fuere, el buen doctor, sin poder explicarse el
origen del mal, recetó reposo, dieta estricta y unas gotas de láudano para
conciliar el sueño. Al mediodía, unos golpes tímidos en mi puerta me hicieron
dar un nervioso respingo. Era Brígida que traía un cazo de caldo y algo de
queso y pan para el enfermo. Sentí que el pánico me agarrotaba la garganta y la
miré, creo que desorbitado. Pero ella pareció no advertirlo, y me ofreció la
vianda con naturalidad imperturbable. Mi cuerpo quedó repentinamente laxo y
comí como un autómata. Los días siguientes fueron parecidos; yo en reposo y
Brígida trayendo puntualmente mi comida.
Hacia el lunes la fiebre había pasado y
una invencible necesidad de salir de mi inmovilidad me sacó de la cama pese a
las protestas de madre y del médico. Pero ya estaba suficiente.
He tratado, en esos días subsiguientes, de
no pensar en nada que no sea lo “normal”: leer, salir a caminar por el bulevar
para reponer fuerzas, recibir a un par de amigos, reintegrarme a la mesa
familiar. Pero por las noches… ¡ah, las noches! Apenas lograba cerrar los ojos
con la pesadez del láudano en los párpados, las imágenes volvían en torbellino
tomándome brutalmente por asalto. En mi mente alucinada surgía de nuevo la casa
abandonada donde había visto unos ojos de gato, y ahora sentía que era la casa
la que me miraba a mí. Y otra vez ahí, el rostro angelical de Brígida
trascendiendo hacia ese estado de absoluta lubricidad, hundiéndose
–hundiéndome- en ese pozo de oscuridad vertiginosa. Contemplaba mis pies justo
al borde de ese abismo que era a la vez objeto de terror indecible y de impulso
palpitante. ¿Qué inefables horrores habría ahí abajo? ¿Qué fronteras de lo
infranatural franqueaba la criatura que acudía a su potente llamado? ¡Y de
nuevo se me figuraba el rostro amado, desfigurado de placer, poblando o mejor
aún reinando desde el centro mismo de la abyección!
Hoy es jueves nuevamente y durante la
cena, Brígida, por primera vez desde el incidente, me ha mirado a los ojos y lo
ha hecho con la misma mirada de infinita inocencia con que me miró y ató mi
vida aquella noche. Creí adivinar que me sonreía desde adentro, sin necesidad
de mover un solo músculo. Y supe lo que va a suceder. Lo supe con lucidez
absoluta, con la claridad y precisión que despejan toda duda, toda vacilación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario