La guardia pretoriana lo escoltó hasta donde estaba el resto de prisioneros. Caía ya la noche romana y el cielo, ensangrentado, se derramaba sobre el mármol del anfiteatro, dándole un brillo de muerte. El leve empujón de un soldado bastó para hacerlo caer de bruces a los pies de uno de los sentenciados a morir en la arena. El preso lo miró y le dijo: qué poca carne tienes, hijo mio, los leones se van a morir de hambre contigo. Espero que, al menos, tus piernas sean ágiles para correr, ya que de otro modo, poco espectáculo vas a ofrecer. Jesús, casi desnudo, se levantó del suelo y buscó un lugar dónde sentarse. La conversación con el emperador había resultado muy amena, aunque infructuosa, pero, durante un momento, los dos hombres se habían acariciado el alma. De algún modo, sus intelectos, aún divergiendo en lo básico, se habían rozado el uno al otro. No hubo falta de respeto, no se desentendieron, por el contrario la conversación fluyó rica y no dejó de notar el reo cierta admiración en los ojos del emperador, más al final este hizo lo que tenía que hacer y lavándose las manos, como parecía ser la costumbre del lugar, lo mandó apresar.
La
noche antes del espectáculo, tanto los sentenciados a muerte, como los
gladiadores, abandonaban la oscura humedad de las mazmorras subterráneas y eran
agasajados con una suculenta cena libera. Esto venía sucediendo así. A
Jesús, la idea de una última cena le gustó y lloró de emoción. El esclavo
negro, viéndole llorar, le puso una mano sobre el hombro y le dijo que no
hiciera eso porque no servía para nada, que disfrutara del luminoso fulgor de
las estrellas y que comiera todo lo que se le antojara, que pensara en los
pobres animales pues su carne era lo único que iban a probar antes de ser
abatidos. Que no te vean gemir como una mujer, rubio, muéstrate como un
valiente, le dijo y añadió: ahora, cuando subamos, la gente acudirá para vernos
de cerca; algunos se aproximarán para examinarnos los dientes y palparnos el
músculo y aprovecharán luego para hacer sus apuestas, pero no les odies, son
así. No les odio, respondió Jesús, no sé hacerlo, por el contrario, amo a toda
la humanidad entera, así me lo enseñó mi padre, dueño y hacedor de todo lo que
nos rodea. Amar de ese modo está bien, contestó el esclavo, yo amaba a los míos
más que al cielo que nos cubre y por intentar vengarlos, cuando fueron
masacrados, me veo aquí. La venganza envenena la sangre y el espíritu, dijo
Jesús ofreciéndole la mano a modo de consuelo. Eres zurdo, exclamó el esclavo,
sonriendo. ¿Y qué tendrá eso que ver?, preguntó el nazareno sorprendido. Mucho,
te lo explicaría ahora, pero es mejor que duermas, dijo el esclavo, te va a
hacer falta, los combates son muy largos. Pero yo no voy a combatir, exclamó
Jesús, de hecho yo no debería estar aquí, no es mi tiempo, ya me fui. Nunca se
va uno del todo, dijo el esclavo antes de cerrar los ojos.
Los
días previos a los combates, la fiesta era anunciada con sugestivas pintadas en
las fachadas, en los edificios, incluso en las tumbas. El anfiteatro lucía
hermoso, el sol arrancaba destellos de oro en el suave bronce que unía las
piedras de toba, y a primera hora de la mañana las gradas ya estaban a
reventar. El emperador, los senadores y los magistrados, abajo, en el podium,
los demás, dependiendo del rango, un poco más arriba, los pobres al final, como
siempre. Venían de todos los confines del mundo a ver el espectáculo del más
hermoso óvalo de piedra construido, enclavado donde se hallara antes la antigua
Domus Aurea de Nerón y su coloso de bronce. Britanos, tracios, etíopes,
egipcios, sármatas y hasta árabes, acudían a ver el glorioso espectáculo del
que se hablaría eternamente. Cuando sonaban las trompetas el griterío callaba,
y la masa, sobrecogida por la excitación, veía con sus propios ojos las fieras
más exóticas, los más extraños animales, animales que, en ocasiones, eran
atados con la misma cuerda y azuzados a luchar entre ellos. El programa de ese
día comenzaba con una cacería. A continuación, retirados los cadáveres de las
bestias, saldrían los sentenciados a
muerte que lucharían con nuevas fieras, leones, tigres, tal vez un toro, o un
oso. Luego llegarían los gladiadores, que eran el plato fuerte.
Jesús se encontraba en el grupo segundo, el que
iba a formar parte de la damnatio ad bestias. Sería sacado por la
guardia como el resto y atado a un poste en mitad de la arena, luego, desvalido
y expuesto, se convertiría en el alimento de la fiera de turno. Y así es como
casi llegó ocurrir, porque de camino al poste donde iba a ser atado, Jesús
levantó los ojos hacia el cielo, tal vez invocando el cálido aliento del padre
o su mirada bendecidora, mas solo encontró la del emperador, que, fascinado por
la áurea imagen de aquel hombre buscando allí donde no parecía haber nada, lo
mandó llamar. Guardia, traedme a ese preso ahora mismo, ordenó, y cuando Jesús
estuvo ante él le habló así: predicador, te voy a dar la oportunidad de que
pelees por tu vida. Si no accedes serás devorado irremediablemente. No me da
miedo la muerte, respondió el nazareno mirándolo de frente, ya me he muerto
muchas veces, tengo costumbre. No quiero que sea así, no me gusta, refunfuñó
fastidiado el emperador, y se veía sincero. Óyeme, si lo dejo en manos del
público será peor, insistió, porque no
sé si lo sabes pero la gente puede
llegar a ser muy cruel. No me dices nada nuevo, dijo Jesús, pero yo les
perdono. Mira, si me levanto y consulto este dilema, el circo entero dirá que
sí entre escalofríos de placer y no podrás negarte, porque inventarán alguna
trampa.
El
pueblo, a la pregunta del emperador, obviamente dijo que sí, que sí, por
Júpiter, Marte y Quirino, que sí. ¡Menudo espectáculo! Un rebelde, un loco
soñador, un charlatán itinerante, contra un sentenciado musculoso, vengativo y
cruel. La multitud babeó de gusto y alguien lanzó, desde algún lugar de la
grada superior, una espada que se clavó en la arena. Cógela, ordenó el
emperador, y Jesús así lo hizo. ¡Es zurdo!, aulló alguien entre el público y a
este grito se sumaron otros. ¡Que luche! ¡Que luche, que los zurdos traen
suerte! No lo haré, dijo el reo, obstinado, no combatiré, porque le podría
matar sin querer y matar es un pecado y como tal me lo enseñó mi padre. Tú lo
que eres es un cobarde y un afeminado, gritó alguien desde la parte superior.
Si no luchas es que eres un mariquita, vocearon de más allá.
Un
poco más lejos, los animales, ajenos al drama que se vivía en ese momento entre
los indecisos humanos, se rugían entre sí, ya fuera por miedo o por hambre, o
se tumbaban al sol, aburridos, a lamerse el hermoso pelaje los que tenían pelo
o a acicalarse las plumas con el pico los que tenían pluma. No se habían
escatimado gastos y desde lugares remotos se habían traído hermosos tigres de
Hircania, leopardos de Libia y Getulia, leones de Mesopotamia, salvajes perros
de Escocia, osos de Dalmacia, las más socarronas hienas del sur de África,
avestruces gigantes y elefantes de la India.
¿Permitimos,
pues, que lo devoren las fieras?, preguntó el emperador con las palmas alzadas,
vuelta la cara a su pueblo. A veces, cuando acababa la fiesta, alguno de los
espectadores se acercaba a preguntar si estaban a la venta las tripas del oso,
pues dentro, caliente y palpitante, se hallaba parte de un pecho, la carne
tierna de la mejilla, los dedos de una mano o un pedazo de nalga, aún a medio
digerir. ¿Qué decís?, gritó el emperador.
No,
no, que luche, sentenció el pueblo unido. ¿Y si no quiere?, bromeó el
emperador. ¿Cómo obligar al que dice haber muerto tantas veces por vuestra
salvación?, aclaró el emperador. A mi me importa un rábano, dijo uno, la vida
de su contrario, gritó otro, si no accede que ejecuten a su contrario, así la
culpa será suya. Menudo dilema, esto no había pasado nunca. El emperador,
lobuno, sopesó la idea y el resultado de la balanza le pareció glorioso. Sí, ya
le parecía verlo, pasaría a la posteridad como uno de los grandes
acontecimientos y su nombre, Tito, hijo de Vespasiano, rezaría al lado del
hecho insólito, pues había sucedido bajo su mandato y por su mano. Ya lo has oído, nazareno, si no quieres
pelear la muerte de tu adversario recaerá sobre tu espalda, como una cruz.
Siempre puedes dejarte matar, sugirió el emperador, encogiéndose de hombros.
Unas horas antes habían conversado estos hombres de otros muchos temas que no
tenían nada que ver con lo presente, coincidiendo en alguno, como coinciden los
líderes, a veces.
El
adversario elegido no era otro que el que lo había acogido tan bien a su
llegada al hipogeo helado. Parece que tenemos mala suerte, dijo el negro, pero
si lo hacemos bien al menos sufriremos poco. No sé cómo, dijo el nazareno. Sí
lo sabes, tu forma de tomar la espada me dice que sí, que ya lo has hecho. Y
tus ojos, añadió, tus ojos son honrados, sé que no me darás una muerte mala.
Mis ojos lo han visto todo, dijo Jesús. Ahora demosle a esta chusma un buen
espectáculo, dijo el esclavo negro, que el pan ya se lo han dado nada más
llegar.
La
plebe, cuando vio a los dos hombres, tapadas nada más que las vergüenzas,
moviéndose en círculos, rompió a reír, pues la imagen de los dos tan desiguales
resultaba, como poco, pintoresca. Pero se apagó la carcajada cuando las espadas
restallaron en lo alto, cuando el choque brutal arrancó reflejos cegadores. Ah,
cómo se miraban los contendientes, con qué sabiduría, cómo se vigilaban,
ligeramente agachados, rodeándose el uno al otro, esquivando con audacia el
filo de la espada, saltando sobre ella en un salto limpio el esclavo, rodando
sobre la tierra para ponerse en pie como un leopardo entrenado el otro, el
charlatán embaucador. El sol se estrellaba contra los escudos ornamentados y en
las gradas los jaleaban a los dos: ¡El zurdo, el zurdo! Que alguien le tire un
escudo, que no tiene, y una lanza y lo mismo para el otro. El emperador
suspiró, satisfecho.
Pasado
el tiempo, y como no moría ninguno, el público comenzó a ponerse nervioso.
Aquello era inconcebible, ¿cómo podía ser? El primer número y se estaba
haciendo eterno. Se había pospuesto la damnatio ad bestias y nada había
más entretenido que ver a aquellos pobres diablos encadenados al poste, aullando de terror ante las fauces abiertas
del león o las del oso. Pero sobre todo ya tenían muchas ganas de ver a los
gladiadores, esos colosos tan admirados por el pueblo de Roma, que aparecían a
veces, dependiendo del estatus, subidos a la esplendorosa cuadríga de los
desfiles o a una veloz biga tirada por dos caballos.
El
sol comenzó a proyectar sombras en la arena, ¿atardecía acaso? Y aquellos
desgraciados aún luchando, deshidratados, resoplando, sujetándose el uno al otro
a veces para no caer, limpiándose el sudor de los ojos y la baba. ¿Hasta dónde
eran capaces de llegar?, pensó el emperador, fascinado, y de pronto se le
ocurrió algo maravilloso, algo que declamarían todos los poetas en los siglos
venideros: los iba a perdonar. A los dos. Les iba a conmutar la pena. Esto ya
se venía practicando con los heroicos gladiadores derrotados, por aquello de
recompensar su valentía y su fiereza, pero con sentenciados a muerte, casi
siempre traidores o gente de baja estofa, asesinos, sacrílegos o estafadores,
¡ah!, con ellos no se había hecho nunca, pero estos dos... ¡Qué gran idea! Si,
eso iba a hacer, se pondría en pie y
mandaría callar a la marabunta, luego se llevaría la palma a la boca como
meditando profundamente y después de una eternidad se daría la vuelta y, en
medio de un espeso silencio, levantaría muy despacio los pulgares hacia ese
cielo que se ensombrecía ya, sorprendiendo con este gesto inesperado a su
pueblo, porque, al fin y al cabo, ordenar la muerte de alguien puede ser asunto
fácil, basta un encogimiento de hombros o mirar hacia otro lado, pero
perdonarlos, ¡ah!, perdonar una vida, dos en este caso, para eso hacía falta
una brillantísima inteligencia, una bondad de corazón, una elegancia en la
forma de pensar y actuar, que no todos los dirigentes poseían.
Sí,
este gesto suyo, tan inusual, lo cantarían luego los poetas por los caminos de
Roma, que eran muchos y llegaban a todas partes, e iría de boca en boca y no se
olvidaría jamás, porque muchas historias, incluso las más fantásticas, se han
forjado y mantenido así, de una boca a la otra.
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