Anabelle tenía una historia común y corriente. Tan aburrida que quiso despertar. ¡Qué estupidez! Se arrepintió enseguida como el pecador que en el umbral de la muerte le permiten la redención y canta las cuarenta, vomitándolas al Diablo.
Dos
días antes decidió unirse a una secta. No era una secta con todas las letras.
Más bien un conjunto de personas bobas y veganas que querían ir al cerro
Uritorco a bailar desnudos y a comer hamburguesas de tofu. Era una buena idea
en ese momento. Una de sus amigas le había traído un folleto y ella se
enganchó. Irían juntas y lo peor que les podría pasar era aburrirse o vomitar
comida rancia.
Para
fines de la semana estaba en pleno cerro, en una carpa pequeña, sola. Su amiga
la había abandonado por el primer musculoso y sin cerebro que encontró. Sin
embargo, Anabelle se convenció a sí misma, de que esto sería una aventura
personal. Un viaje al autodescubrimiento y todas esas cosas estúpidas que se
dice la gente para tomar coraje ante una situación de porquería.
Ni
siquiera le gustaba la naturaleza. Nunca antes había estado en un cerro y mucho
menos sola. Y no porque así lo hubiera decidido. Más bien era consecuencia de
su forma de ser, de ir por la vida de esa manera. Y así siempre tuvo quien la
aconsejara, quien la desanimara ante situaciones riesgosas. Quien le diera
opinión sin pedirlo.
Pero
ahora eran ella y esa gente en medio de un cerro.
Intentó
dormir aunque era difícil conciliar el sueño, sobre todo por las historias. Los
ovnis, los avistamientos, las criaturas. Todo un folclore local del que ella
descreía pero que, en la oscuridad cerrada, con el ruido de la naturaleza de
fondo, cobró un sentido diferente. Y los fantasmas se agolparon en su cabeza.
Abrió
la carpa y miró alrededor; el resto del grupo ya descansaba. El silencio era
penetrante aunque fue inspirador. Salió nerviosa, con un nudo en el estómago,
con la libertad erizada en la piel. La luna en lo alto, las estrellas como
millones de faros en el cielo. Todo estaba azulino y parecía mágico. Se rió de
ese pensamiento, pero era una sensación que no se iba desde que había llegado:
todo tenía un tinte fantástico, como de otro mundo. Era difícil de explicar,
aunque se sentía bien.
Podría
haber vuelto enseguida, podría haberse quedado mirando el cielo desde la carpita.
Sin embargo y como sucede en las malas historias, en esas películas baratas de
Hollywood, algo apareció. Una serie de pequeñas luces a la distancia. A unos
cuantos metros nomás.
Si,
podría haber vuelto, pero decidió investigar. Las luces parecían luciérnagas,
aunque levitaban a un metro exacto del suelo. El color rosado de algunas y
lilas de otras era un espectáculo extravagante. Antinatural. El cerro era
famoso por el show de luces y no podía perdérselas.
Caminó
detrás de ellas durante un rato. Bosque adentro, casi como en un cuento de
hadas, se encontró rodeada de la espesura de una vegetación oscura. La luna ya
no alumbraba y sin embargo, las pequeñas luces marcaban un camino. Estúpida
como estaba por el cansancio y el sueño, siguió adelante. ¿Qué otra opción
tendría? Ya no había retorno, ya no había vuelta atrás. No había linterna: la
había dejado en la carpita.
Se
adentró en esa espesura. El barro se apoderó de sus piernas y le fue difícil
caminar. El cuerpo le temblaba por el frío húmedo. Extrañó su carpa y al grupo
por más ridículo que fuera. Maldijo a su amiga que la había abandonado. Que la
había dejado sola y a la deriva, entre extraños. Un paso en falso, un tropiezo
y el suelo de golpe. Su cabeza golpeó contra una raíz y todo se tornó oscuro.
Despertó
quien sabe cuándo. Su cuerpo había sido movido y se encontraba en un claro, en
medio del bosque. Una tormenta se acercaba y la podía oler. Los refucilos en el
manto oscuro del cielo tornaban la noche en día de a ratos. Quiso levantarse
pero no pudo. El cansancio, el propio cuerpo, el dolor en una de sus piernas.
Sintió en los huesos el frío húmedo del suelo. Había animales cerca, los
sentía. Estaban a la espera, olían su miedo, su carne. Intentó sentarse una vez
más y no pudo.
De
nada le sirvió gritar. El eco de sus súplicas se perdía entre los árboles. Se
disipaba en la noche. Las luces ya no estaban y dudaba si alguna vez habían
sido reales. Quizás todo era un delirio, quizás era un sueño, pero el dolor en
las piernas y en los brazos era muy real. Mientras maldecía al universo todo,
sintió que la observaban. Alguien o algo, detrás de un enorme árbol, más allá
de los animales. Podía escuchar esa respiración ronca, casi como un gruñido. El
terror le sofocó el llanto. Su corazón acelerado no la dejaba escuchar bien.
Todo le retumbaba.
La
respiración entrecortada, las palpitaciones, ¿cuánto se puede estar así en
alerta?, pensó. Con el cuerpo tenso a la espera ¿de qué? La desesperación se
apoderó de ella y más aún cuando eso que la observaba escondida se apareció de
pronto y se abalanzó sobre ella. No pudo identificarlo bien. El terror la
nubló.
Despertó
en un lugar diferente, de golpe. Le costó darse cuenta, pero ahora estaba en
una cueva. Le ardían las piernas y sangraba por algún lugar. Podía sentir el
olor a sangre coagulada y estaba muy segura que era de ella. La habían
arrastrado sin compasión entre ramas y piedras o algún animal la había
desgarrado intentando comerla. El dolor de las heridas era insoportable. El
cuerpo estaba fláccido pero ahora se podía mover.
Aún
era de noche, como una sentencia perpetua e inquietante. Estaba descolocada y
ya no entendía qué pasaba. No podía dimensionar esta realidad que se
transformaba en una suerte de retorcido hechizo del Uritorco. Cabía la
posibilidad de estar muerta o incluso inconsciente. Quizás aún se encontraba
tirada por ahí. Se sacudió de estupideces y saló de la cueva, pero al
incorporarse un colgajo de músculo se le separó de una de sus piernas. Y ahí,
blanco y manchado de sangre, pudo ver el hueso. Apenas contuvo un grito
desgarrador. No era momento de alertar a su captor. Incluso a algún animal que
podría alimentarse de ella. Debía escapar.
Llorando
en silencio, buscó un palo para usarlo de bastón. Con un pedazo de su remera se
vendó la pierna y con dificultad comenzó a moverse. El dolor era inaguantable
pero el miedo a morir era peor. Fue para donde consideró que estaban las
carpas. Caminó rengueando entre árboles y casi a tientas. Enseguida sintió que
la seguían.
Aceleró
el paso tanto como pudo. Correr quedaba en una dimensión imposible por el dolor
y el cansancio. Una batalla perdida. Pero si se detenía era peor. Quien la
seguía tenía pasos amplios y pesados y nada lo detenía. Trató de correr, una
vez más, mientras las ramas la arañaron la cara. El monstruo depredador seguía
detrás de ella, constante, sin vacilar.
Un
trueno y la lluvia. La tormenta se desató con una violencia extrema. Anabelle
entendió que estaba transitando sus últimos momentos. El cazador apareció
detrás de ella y la atrapó. La levantó como si fuera una pluma y la metió en un
saco de arpillera. La tiró al suelo y la recorrió como lo haría un animal
salvaje. Llegó a la herida de su pierna y presionó obligándola a gritar. Entre
los hilos de la tela Anabelle veía un bulto ir venir. Una enormidad oscura y
maloliente. Sin vacilar, la bestia la agarró de las piernas y la arrastró de
vuelta a la cueva. Ahí, nuevamente se desmayó.
Un
rayo de luz la despertó. Ya demasiado débil como para correr, aunque con la
fuerza suficiente como para escapar. El captor no estaba y ahora, podía
encontrar algún camino.
La
pierna le dolía de forma espantosa y ya comenzaba a oler mal. Estaba segura de
que él volvería y haría de ella cualquier cosa. Se tenía que ir de ese lugar
cuanto antes. Era su última oportunidad y lo sabía muy bien.
Caminó
como pudo durante largo rato. Dolor, hambre, debilidad. Otra vez, todo se
sucedía como si estuviera atrapada en una matrix: el juego se reiniciaba una y
otra vez. El captor otra vez detrás de ella con paso firme. Aun si verlo, podía
sentirlo detrás. Constante. Anabelle siguió sin detenerse y allá a lo lejos
divisó una casa. Sintió esperanza en su pecho y una oleada de energía la
invadió. Alguien estaría ahí. Alguien que podría ayudarla. Se apuró,
arrastrando la pierna. Si, quizás habría alguien.
El
monstruo detrás de ella, con paso firme, acelerado ahora. Como un enorme
animal, avanzaba llevándose por delante todo lo que encontraba en su camino.
Anabelle corrió como pudo, sin mirar atrás. Avanzó entre varios montículos de
tierra, y pidió ayuda con la voz ahogada. Se tropezó y cayó en el barro, pero
alguien la escuchó y abrió la puerta. Si, ya la iban a ayudar. Se intentó
incorporar pero su mano se enterró en uno de los montículos. Trató de
incorporarse pero se encontró con algo en el fondo del barro. Algo sólido,
aunque suave. Lo desenterró y horrorizada vio un hueso enorme y largo. A metros
nomás, alguien apareció. El monstruo, entendiendo que hasta ahí podía llegar de
forma segura, se frenó. El hombre, con una escopeta en su mano observó a
Anabelle.
―Siempre
llegan hasta acá―, dijo sonriente.
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