―¡Manzanas!
¡Quiero manzanas! Gertrudis, ¿dónde escondiste las manzanas?
Era
caprichoso con ese tema y Gertrudis estaba cansada de servirlo. Por supuesto,
Isaac jamás la tuvo en cuenta ni le dio un “gracias”. Cuando él gritaba así,
ella salía disparada en otra dirección. Se escondía en alguna de las
habitaciones de Woolsthorpe Manor hasta que todo estaba más calmo, y recién ahí
salía.
No
es que el hombre fuese insoportable, aunque lo era. Sino que cuando estaba sin
hacer sus cálculos o cuando algún problema matemático no le salía, el mundo
crujía con sus demandas y sus gritos.
Ya
había perdido a varias mucamas y otros tantos empleados. Que la ropa, que mis
libros, que los zapatos no están bien lustrados. Y por sobre todo, las
manzanas. Ese antojo infantil de comer una manzana cada día de su vida era
insoportable.
Y
justo ese día, ella no logró escapar y tuvo que confesar que no había manzanas.
―Eres
una blasfemia para la humanidad, mujer. Debería despedirte en este instante. Si
no fuera porque…
Isaac
respiró hondo, hizo un respingo y salió caminando al salón con sus cuadernos
bajo el brazo. Gertrudis se quedó mirando el caminar de su amo y cuando se
relajó tan solo un poquito, se escuchó el grito histérico del hombre:
―¡Quiero
mis manzanas ya!
Y
Gertrudis salió corriendo al pueblo para conseguir manzanas. Estaba tan desesperada
la pobre. Es que ella sabía muy bien que
no habría manzanas en todo el pueblo. No era época de cosecha. Las únicas que
quedaban eran para conserva o dulce. Ninguna como le gustaba al señor. Y
llevarle manzanas pasadas, tampoco era una opción.
A
pesar de saber de ante mano con qué se iba a encontrar, Gertrudis recorrió cada
uno de los mercados. Caminó horas enteras buscando la preciada fruta roja y por
supuesto, no encontró nada. En cada lugar el discurso era el mismo: “Señora, no
es época de manzanas”.
Fue
a otro pueblo y a otro más. En cada lugar era lo mismo. Incluso le ofrecían
otros manjares a los que ella se negaba “Mi señor quiere manzanas”. Y así se
encontró en un lugar desconocido.
Gertrudis
se cuestionó si debía volver porque si no encontraba aunque sea una manzana el
hombre seguro la iba a despedir. Entonces, ¿para qué intentarlo siquiera?
En
ese dilema se encontraba cuando, ya cayendo la noche, se topó con un mercado.
Si le preguntaban, Gertrudis no podría decir dónde estaba. Jamás lo había visto
y casi que parecía una visión aparecida solo para ella. Más que eso, era una
respuesta a las plegarias y a la necesidad de seguir teniendo un techo a donde
volver.
Tanto
era lo que había caminado, tan cansada estaba de rogar en todos lados, que cuando
vio el cartel, aun sin saber leer, entendió que conseguiría las benditas
manzanas.
Aunque
no de la manera habitual.
Un
enorme cartel de madera, una manzana tallada y pintada de rojo. Gertrudis se
paró frente a la puerta y dudó de su suerte. Después de todo, si hacía memoria,
jamás había sido una persona afortunada. Estaba sola en el mundo y el único ser
humano que la cobijaba, a la vez la trataba muy mal. Así y todo, necesitaba ser
agradecida, como decía Isaac. “Gertrudis, cualquier otro amo ya te hubiera
echado a patadas”, y tanto repetirle lo mismo, la mujer se dio por creer que no
valía ni un centavo.
Respiró
hondo y entró al lugar. Al abrir la puerta sonaron unas campanitas y, como en
un cuento de fantasía infantil, una mujer se materializó frente a ella. En
realidad estaba oscuro y la mujer pudo estar en cualquier lado sin que
Gertrudis se diera cuenta. Pero ahí estaban ambas, frente a frente.
Se
miraron a los ojos. La joven tenía una mirada penetrante y unos ojos negros.
Parecía una gitana y Gertrudis sintió que le hurgaba entre los pensamientos, como
quien se mete en la cabeza y manipula la realidad. Entró en una especie de
trance y en ese viaje, vio a Isaac anotando cálculos en su cuaderno. Lo más
raro era que estaba feliz. Hacía tiempo que Isaac no tenía momentos de inspiración
como esos. Justamente, esos accesos de enojo y capricho tenían que ver con una especie
de estado depresivo por falta de ideas. Eso le faltaba: ideas nuevas.
Gertrudis
lo conocía bien. Al fin y al cabo, era la única que había sobrevivido al
carácter de ese hombre. Era un genio y eso estaba fuera de discusión. Pero no
dejaba de ser un caprichoso y egoísta. Sin embargo, en esa visión estaba
alegre. Con un brillo especial en los ojos. Se notaba que lo que estaba
descubriendo era trascendental. Y seguramente, sería algo importante para la
humanidad. Y como si lo extraño no tuviera límites, en la visión había un
enorme árbol de manzanas que brillaba: era el árbol del conocimiento, con total
seguridad. Isaac tenía conocimiento y manzanas, todo en un mismo sueño místico.
La
gitana de la tienda chasqueó los dedos y la visón se evaporó. Enseguida la
oscuridad reinó otra vez, y Gertrudis quedó muda, sin entender qué había
sucedido. Ahora que miraba bien, la mujer no era tan joven ni sus ojos tan
negros. ¿Sería que al final todo fuese un truco barato? ¿Un estímulo a sus
emociones y deseos, quizás? El encantamiento se había ido de verdad.
―¿Qué
darías a cambio?―preguntó entonces la mujer y Gertrudis enmudeció aún más que
antes.
Gertrudis
salió del lugar y emprendió la vuelta a la casa de su amo. Varias veces miró
para atrás tratando de entender qué había sucedido. ¿Tanto se podía delirar? Ya
a esa hora y luego de semejante día, era probable. Tenía hambre y el cuerpo le
pesaba, pero no había donde descansar.
Caminó
gran parte de la noche. Por momentos casi a ciegas. Incluso pensó en quedarse
en algún rincón, aunque fuese peligroso, tan solo para recuperar el aliento.
Sin embargo, casi al amanecer, llegó. Con un sabor amargo en la boca se fue a
descansar y solo pudo soñar con manzanas. Toneladas de ellas en la casa, en
cada rincón, en los salones y en el jardín, esa planta iluminada por Dios,
donde descansaba el señor. Feliz, y por sobre todas las cosas, inspirado.
―¡Gertrudis!
Ven aquí mujer. ¡Ven de una vez!
Los
gritos de Isaac retumbaron por toda la casa. Había encontrado un frondoso
manzano y estaba seguro que Gertrudis algo tenía que ver.
―¡Gertrudis!
Esto, ¿has sido tú? Si fue así, mereces la recompensa más grande del mundo. Las
tardes que voy a pasar ahí…y ni hablar de las deliciosas manzanas. ¿Las has
probado ya?
Isaac
entró enseguida a la casa a buscar a Gertrudis.
―¿Te
has escondido hoy? Tengo que contarte que mientras miraba tu obsequio, entendí
porqué las cosas caen… Con solo mirar una manzana caer, ¡he descubierto la
gravedad, Gertrudis! Y todo gracias a ti…
El
genio de la física, que no entraba en su propio cuerpo de la felicidad, siguió
buscando por todos los rincones de la casa, sin poder dar con la mujer. Tenía
que encontrarla y abrazarla. Ella lo merecía después de tanto sufrimiento. Gracias
a ella que había traído ese manzanero, había dado un enorme paso para la
ciencia.
Siguió
yendo de cuarto en cuarto, hasta llegar al de Gertrudis. Ahí se frenó. El
decoro estaba por encima de la felicidad. No sería un genio que traspasara los
límites prohibidos de la feminidad. Golpeó suavemente y esperó.
―Gertrudis…por
favor. Sé que no he sido el mejor amo…te pido perdón por toda mi insania…
¡Gertrudis!
Con
lentitud abrió la puerta y ahí la vio, acostada boca arriba, con una manzana
sobre su pecho. Gertrudis ya no iba a contestar.
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