Todos los veranos, poco después de terminar las clases, pasamos un par de semanas en casa de la abuela, que vive fuera de la ciudad. El lugar siempre me ha fascinado, con sus altas montañas que se alzan alrededor como encerrándote en un abrazo que nunca llega. El aire es tan puro que con cada suspiro sientes cómo tus pulmones agradecen y por la noche el cielo te recibe con millones de estrellas. Era divertido cuando veníamos años atrás, porque mis primos estaban también con nosotros y los días pasaban volando entre risas y aventuras. Recorríamos los prados que se extendían alrededor de la casa jugando a las escondidas tras los árboles o acostados mirando el cielo hasta que caía la noche y la abuela nos invitaba a cenar desde la ventana.
Mis primos ya no vienen desde que mi tío consiguió
trabajo en otro país, haciendo los veranos en casa de la abuela aburridos y
eternos. Mamá insiste en hacerme venir también, porque le da gusto a la abuela
verme. Lo entiendo, pero tengo diecisiete años y todos mis amigos de la escuela
se han quedado en la ciudad.
—Quiero volver a casa —digo mientras miro con
frustración el desayuno sobre la mesa. Eran wafles, mis favoritos, pero no
logro degustármelos cuánto quisiera.
Ha pasado solo un día desde que llegamos y ya me
quiero ir.
—¿Vas a seguir con
esta historia? —pregunta mamá, apretando con fuerza el cuchillo que tiene en la
mano. ¿Era una amenaza? —¿Es que piensas pasar todas las vacaciones quejándote?
—¡Sí! ¡Al menos hasta que no me muera del
aburrimiento! Quizás allí no vas a tener que escucharme más.
—Ehi, ¿qué coño te pasa? —interviene papá, propinando
un golpe a la mesa con el puño—. No puedes quedarte en casa solo, ya lo
hablamos y no diré nada más al respecto, ¿vale?
La abuela se está acomodando en la mesa y me dedica
una mirada tímida, casi como si me tuviese miedo. Veo que aparece una pequeña y
brillante lágrima de su ojo derecho. Cuando se da cuenta de que está a punto de
comenzar a llorar, desvía la mirada hacia sus wafles.
Un sentimiento de calor combinado con un frío amenazador
me embarga. Casi me dan ganas de llorar a mí también. ¿Por qué tengo que
sentirme en culpa, si solo está dando lástima? Siempre lo ha hecho.
Cojo el último wafle que me queda sobre el plato y me
levanto de la mesa.
—¿Adónde vas? —inquiere mamá frunciendo el ceño.
—¡No lo sé!
Salgo de casa tirando la puerta con tanta fuerza que
por un momento pienso que rompería los vidrios en ella. Empiezo a correr sin
una dirección aparente, dando mordiscos de cuándo en cuándo al wafle que traigo
entre mis dedos. Me giro hacia la casa, limpiándome las lágrimas para poder
verla mejor. Al final se me ha hecho inevitable llorar. La puerta sigue cerrada
como la he dejado, y nadie ha venido tras de mí.
No les importo.
Termino de comer y sigo caminando, bajando por una
colina que lleva hacia el río donde en los días más calurosos lográbamos
bañarnos con mis primos. Sigo caminando, el sendero está tan solitario que solo
la música de los árboles y el agua que corre me acompañan. No tengo ganas de
volver, así que, alcanzado el río, lo atravieso y sigo caminando. «Ya me
preocuparé en volver», me digo.
Llego a una especie de colina en donde en la cima se
alza lo que parece ser un pozo. El pequeño techo de tejas que lo decora está
casi completamente destruido, y un montón de tablas clavadas entre ellas
bloquean el pozo. ¿Cómo es que en todos estos años nunca había llegado hasta
este lugar? ¿Cuánto tiempo llevo caminando? Me he perdido tanto en cavilaciones
que no he parado hasta ahora. Miro alrededor, admirando las montañas que
parecen más lejanas que nunca. No quiero admitirlo, pero estoy desorientado.
Será mejor que vuelva.
Escucho una risa, como la de un bebé, o una niña; no
logro descifrarlo.
—¿Hay alguien ahí?
Nadie responde.
Me doy la vuelta y empiezo a caminar cuando de pronto
caigo. Pero no es como una caída por no haber visto un escalón, o un tropiezo
inconsciente; estoy realmente cayendo. Me golpeo en varias partes mientras la
oscuridad me envuelve por completo hasta que el agujero se hace tan estrecho
que mi cuerpo se detiene.
El corazón da fuertes golpes en mi pecho. Mis pulmones
me duelen por el esfuerzo de recuperar el aire que perdí, así como mis brazos,
que siento raspados y calientes como si estuviesen sangrando. Además, noto un
dolor punzante en mi pie derecho (¿o tal vez el izquierdo?). Creo que me he
roto algo.
¿Dónde estoy? Haciendo un esfuerzo alzo la cabeza y
veo un punto de luz, tan lejano que no logro distinguir qué forma tiene y a qué
distancia está. He caído demasiado. ¿Cómo ha podido suceder? El pozo estaba
cerrado, y sé que no he caído en él.
—¡Ayuda! —grito, pero mi voz retumba en mis
oídos provocándome dolor de cabeza.
Intento moverme, pero apenas logro estirar un par de
músculos. Estoy completamente atrapado. Alguien tendrá que encontrarme. Tarde o
temprano mis padres se darán cuenta de que no he vuelto. ¿Pero cuándo será eso?
Pueden pasar demasiadas horas aún y yo ya quiero salir de aquí, porque empiezo
a volverme loco.
Se hace insoportable estar inmovilizado. La idea de
ser salvado me parece un sueño así que empiezo a pensar en la única salvación:
morir. Pero si voy a morir aquí, ¿cuánto tiempo pasará para eso? No estoy lo
suficientemente herido como para desangrarme, me falta el aire, me cuesta
respirar, pero aún así me queda oxígeno como para no morir asfixiado en las
próximas horas. ¿Cuánto tiempo puede estar el cuerpo humano sin comer y beber?
Demasiado, lo he visto en un documental hace tiempo y no entiendo…
—¡Ayu…!
No, no puedo
gritar… me duele. Me duele toda el alma, todo el cuerpo. Mi cabeza, pero no
bastará para morir. Empiezo a mover la cabeza de un lado a otro, chocando con
las paredes de tierra húmeda. Me pica la nariz. ¡Me pica la nariz, coño! Mis
manos están inmovilizadas bajo mi propio cuerpo. Intento moverme de nuevo y
caigo un poco más. Un par de centímetros, un par de metros. Quién sabe. Quizás
nadie. Porque nadie me encontrará aquí dentro.
Nunca me había sentido tan desesperado en toda mi
vida. Si nadie me salvará en los próximos diez minutos podría volverme loco. Y
me pregunto: ¿puede morirse uno por la desesperación? ¿Puede morirse uno de
locura? No… al menos no de inmediato. Así que ¿cuánto pasará hasta que todo
esto acabe?
Perdónenme, padres, no sé defenderme solo.
Se me hace cada vez más difícil respirar. No veo nada,
pero siento cómo poco a poco mi cabeza cae. Sí… estoy muriendo… que sea
rápido, por favor.
Respiro de nuevo. Siento mi corazón latir con fuerza,
siento el movimiento de mis ojos que buscan algo sin éxito porque no solo sigue
todo oscuro, sino que también estoy vivo. Me he desmayado nada más.
Sigo aquí. Tengo la boca seca, ¿estaré cerca de
morirme de sed? No, no parece. La desesperación vuelve a mí, recorriendo todo
mi cuerpo como si un rayo me hubiese caído encima. Nadie va a sacarme de aquí,
nadie va a sacarme de aquí, nadie…
Shh.
Alguien me susurra al oído. Una voz que parece tan
lejana como mis posibilidades de sobrevivir. Viene de todas partes, pero invade
mi cabeza, pasando por cada recodo de la locura que me está matando. Pero no
estoy muerto aún.
—Nadie sale de aquí.
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