El primero en llegar a la meta fue el joven Oedipus. Sus padres y cientos de espectadores aclamaban desde el graderío. Logró la medalla de oro para los suyos y estalló en júbilo la corte del rey en el palco de honor, así como todos sus súbditos. Caían de su frente gotas diminutas apelotonadas. Él reflexionaba. Habían pasado muchos años desde que decidiera entrenarse para competir en las olimpiadas. Por el camino, tuvo que saltar muchos obstáculos; renunciar a los pequeños placeres y regocijos a los que tienen acceso otros mortales; sacrificarse en pro de su carrera. Pero ahora recogería los frutos. Al fin lograba alcanzar su objetivo.
Oedipus se arrodilló y, con los ojos desencajados, miraba al cielo. Sus perseguidores, habiendo cruzado también la meta, levantaban polvo en derredor de su figura al pasar trotando, aminorando la marcha sin detenerse. Sus ojos se tornaron blancos. Su pulso temblaba mientras la algarabía crecía y crecía sin cesar. En sus mientes todo circulaba a la velocidad de la luz. Una voz ronca y profunda irrumpió entonces en su pensamiento: —volver a empezar es tu única meta... —decía.
El joven, exhausto, mordió el polvo.
Tal fue el golpe, que perdió varios incisivos. Se lo llevaron los servicios de
urgencias. Despertó por completo dos días después y aún somnoliento, dijo a sus
padres haber tomado la decisión de irse al extranjero para afianzar, quizá,
alguna otra dedicación más allá de sus dotes deportivos.
—Madre: con el dinero
que he ganado, tendré suficiente para iniciar una nueva vida. Tienes que
comprender que es algo que necesito. Llevo meditando esto mucho tiempo... Cuando
terminé la carrera lo vi claro. Debo iniciar una nueva andadura. Os escribiré a
menudo, lo juro. Vendré todos los años. Padre: ¿recuerdas que siempre me decías
que las estrellas brillan porque no se detienen?
—Lo recuerdo, hijo.
—Pues debo brillar. Os
quiero y por ello debo brillar.
—Lo comprendemos, hijo. Te echaremos mucho de menos...
Tuvieron emotivos abrazos tras la
recuperación del atleta. Su madre preparó
pastel de ciruela para despedirlo. Es su favorito. En casa, todo quedó
más grande sin Oedipus. Ambos viejos, lo despidieron en la estación. Tuvieron
una larga charla llena de incertidumbres tras su partida. Recuerdan con cierto
temor, que aquella criatura apareció en sus vidas cuando la soledad los
devoraba.
—Tal vez debimos
habérselo dicho, querido...
—¿Para qué? Es nuestro único hijo, eso no cambiará nunca.
El tren llegó a su destino. No tardó, el joven atleta, en encontrar un enclave adecuado para vivir de forma provisional mientras ordenaba sus ideas. Pagó seis meses de arrendamiento. Adquirió un sillón de tres plazas, muy cómodo, y lo colocó delante de un ventanal de doble hoja que daba luz a la estancia, en el salón de estar. Al otro lado se divisaba, abajo, un jardín florido. Era privado. Oedipus no tardó en percatarse de que allí regaba y cuidaba las flores una hermosa mujer de pelo negro y anchas caderas. Cada mañana la espiaba desde un lateral del ventanal, mientras sujetaba y tomaba su café. Se convirtió tal cosa en una rutina, igual que el salir a buscar trabajo sin éxito, o leer el periódico al atardecer.
Aquella mujer morena sufría de
insomnio. Algunas noches salía al jardín mientras su cruel marido roncaba.
Fumaba cigarrillos largos y el vientecillo nocturno acariciaba sus piernas bajo
el camisón. La tarde en que el atleta Oedipus encontró trabajo fue a
celebrarlo. Se bebió él solo media botella de ginebra mientras disparaba dardos
en un viejo antro de la calle paralela. Al pasar junto al jardín, llamó su
atención el olor a dama de noche y tabaco. Se percató, mirando entre las
rendijas, de que la mujer que a menudo espiaba por su ventana estaba allí
sentada, sola. Tuvo el impulso de llamar su atención. Y lo hizo:
—Hola... Vivo aquí al
lado.
—Hola... No sé quién eres, pero tu carita de ángel me transmite confianza.
Rápidamente, se dio cuenta, tras una breve conversación, de que la mujer que observaba con ojos ardientes tenía algún tipo de trastorno. Pero eso despertaba más aún su curiosidad y su lascivo discurrir. Cambió su rutina. En lugar de espiarla, ahora saldría todas las noches a pasear junto al jardín para intentar encontrarse con ella. Y ella, atenta cada noche, lo recibía. Se compró incluso nuevos blusones, sensuales y diminutos. Era consciente de que un joven así, atractivo y esbelto, no se interesaría por ella tan fácilmente, una mujer que le doblaba en edad y no tenía relaciones sociales en absoluto.
Las palabras que intercambiaban poco
a poco fueron acercándose hasta que ambas bocas se juntaron una madrugada,
entre los barrotes del enrejado. Oedipus saltó, haciendo gala de su magnánimo
estado de forma.
—No sé tu nombre,
mujer, pero sé que necesito amarte— le dijo mientras acariciaba con extrema
excitación sus piernas. Cayeron a la húmeda hierba.
—Mi nombre es Yocasta...
Noche tras noche, los amantes se encontraban. Él, posaba desnudo cuando ella se lo permitía, a sabiendas de que su marido estaba de viaje. Como una escultura griega, lucía sus atributos entre jazmines y coníferas. Ella retozaba cual tierna manceba y lamía su falo hasta que se endurecía. El atleta la embestía con todo su potencial. Yocasta, a veces sumisa y otras dominante, supo seducirlo profundamente.
En una ocasión, algo rompió la
rutina. Oedipus salía saltando la valla como casi siempre, cerca de las cuatro
de la mañana. Y se encontró de frente con un hombre uniformado, de estatura
media y ojos de asalto.
—¡Hijo de puta! ¡Te voy
a matar!— dijo el tipo al ver saltar al muchacho.
—Sal de mi camino, aparta. Ni tus armas ni tus emblemas podrán detenerme. Soy maratoniano y tú un general despreciable que no sabe reinar ni en su propia casa.
La batalla era inminente. Layo, que así se llamaba aquel hombre, que estaba casado con la morena de anchas caderas, sacó de su funda una pistola. De nada le sirvió. El joven Oedipus fue raudo y le propinó un puñetazo en la mejilla desviando sus brazos. Y el arma cayó al suelo disparándose sin blanco alguno. Los siguientes golpes lo dejaron inconsciente. La sangre dibujó un río que nacía de los oídos de Layo y desembocaba en una alcantarilla próxima a la disputa. Cuando Oedipus se dio cuenta de que lo había matado, quedó paralizado. De rodillas, igual que en aquella ocasión ante el graderío, tuvo la misma sensación. Una voz le susurraba adentro: —volver a empezar es tu única meta.
A la mañana siguiente, despertó sobresaltado. Se había quedado dormido en el sillón del salón de casa. Sus manos y su camisa estaban manchadas de sangre ya seca. Tuvo que limpiar todo y ducharse varias veces. Pasaron dos días tras el incidente. Se había recluido en casa, aturdido. Sonó la puerta. Era el cartero. En la misiva, pudo leer una trágica noticia: su padre había fallecido. No podía creerlo. Apenas hacía un año de su marcha.
“El postrero atardecer nos espera
siempre”, escribió en una nota y, antes de irse para asistir al funeral de su
padre, la introdujo en el buzón de la casa de Yocasta. Ella no estaba en ese
momento. Precisamente, presenciaba cómo enterraban al hombre que una vez la
desposó. En mitad del funeral no se pudo contener y estalló. Sufrió una crisis
nerviosa:
—¡Bastardo! ¡Perdí a mi
hijo por tu culpa! ¡Púdrete en el infierno!— gritaba Yocasta ante las atónitas
miradas de los asistentes.
Un amigo de la víctima intentó calmarla. Ella confesó que su difunto marido, Layo, dio a su único hijo en adopción. Que nunca nadie supo de él.
Mientras, lejos de allí, tras la
ceremonia por la muerte de su padre, Oedipus era informado por su madre de que
sus verdaderos padres lo dieron en adopción veinte años atrás. Él estaba
consternado. Se giró, serio, cabizbajo por una vez en la vida. Y volvió a
sentir la voz ronca y profunda de su desvarío: —volver a empezar es tu única
meta...— decía.
—He permanecido ciego durante harto tiempo. Ahora quiero abrir los ojos y encontrar a mis padres biológicos— dijo a su madre adoptiva.
El chico regresó en busca de Yocasta.
Le contó que deseaba encontrar a sus verdaderos padres y que quería contar con
ella; que la amaba. Y ella le contó que Layo había sido asesinado. Que no
habían dado con el asesino todavía.
—Mi padre adoptivo me
ha dejado en herencia un capital inmenso. Viviremos como reyes, querida
Yocasta.
—Oedipus: debo decirte algo más importante que todo lo acontecido hasta la fecha en nuestras vidas. Estoy embarazada...
Pasó el tiempo, ligero como la brisa. Cuatro hijos fueron concebidos y todo parecía seguir un orden establecido, calmo y recto. Pero el destino atrapa a todo el que lo mira. Y la voz ronca y honda que acosó en el pasado al joven Oedipus, volvió para gritarle insistente: —¡Edipo, maldito y despreciable ser! Tu madre es tu esposa. Has profanado a la mujer que te dio la vida y derramaste la sangre de tu padre. Sin piedad lo mataste—. Y dicho esto por el propio Oedipus en mitad de un trance, y escuchado por Yocasta, se hizo un silencio atroz y denso; angustioso. Ella, se ahorcó. Él, se arrancó los ojos con sus propias manos.
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