lunes, 10 de mayo de 2021

Hijos del verbo matar

 

Concentrado, grabo como Borja cae al vacío y recorre los doce pisos que nos separan del suelo. Se aleja de mí a una velocidad endiablada mientras lanza a cámara una mirada que muestra, sin tapujos, como se siente. Al mismo tiempo, pronuncia la maldición, esa que no debería pero que me afecta en lo más profundo ya que sé lo que significa. Tanto él, que era mi amigo, como yo sabíamos lo que nos jugábamos: el as de tréboles marcó su destino. En esta fiesta un Blackjack significaba muerte.

El golpe brutal de su cuerpo contra la piscina del hotel hace que decenas de gordos ingleses levanten sus culos grasientos de las hamacas y busquen refugio en todas direcciones. Al fijarme bien puedo distinguir, entre ellos, a los primeros frikis que han descifrado nuestro enigma. Esa es la señal de que debo prepararme. Aun así, dedico un breve vistazo al último de los caídos y desde esta altura, con la vista nublada por el alcohol, veo como la sangre huye de él y se diluye en el agua clorada. Recojo tanto la carta que ha caído al suelo como la pistola que traje por si alguno se descontrolaba y entro en el apartamento.

La luz del día que entra por el ventanal calienta mi espalda. Respiro por la boca ya que el olor a palmeral, que inunda la atmósfera viciada del interior, no consigue enmascarar el hedor a quemado que fluye de la habitación situada a mi izquierda. Acuciado por vagos remordimientos me dispongo a presentar mis respetos a otra de las víctimas. Al volver a enfrentarme al espectáculo dantesco que dejé atrás no hace mucho, mi mano se crispa alrededor de la culata del revólver. Con el valor que me infunde ir armado, cruzo el dintel dispuesto a coger el segundo naipe.

Obcecado, reviso la habitación buscándolo, aunque pienso que tal vez haya ardido en el fuego purificador. Concentrado en el amasijo de restos que aun humean en mitad del cuarto, intento recordar la secuencia de acontecimientos. Mi memoria se aclara lo suficiente como para recordar a Marco ofreciendo un gran espectáculo incluso en sus últimos momentos. Él, el que se llevaba a todas las chicas de calle, ahora solo es un guiñapo carbonizado. Al recordar como tiró, con un elegante movimiento teatral, el as de corazones sobre la cama consigo encontrarlo escondido entre las sábanas que aun huelen a su última conquista. Me pongo los calzoncillos y el pantalón y guardo las dos cartas en mi bolsillo trasero.

Bajo la alarma de incendios, que anulé con maestría, está lo que queda de mi colega. Y justo delante de él contemplo la mesa camilla que ejerció de barra improvisada. Retorcida en un ángulo inverosímil aún sigue en pie. Los vasos de chupito que estaban sobre ella han estallado debido al calor. Decenas de pequeños cristales han salpicado las dos sillas que conseguimos salvar antes de que Borja apagase el fuego con el extintor que habíamos robado del vestíbulo. Frente a ellas están Marco y su silla convertidos en un solo y ennegrecido ente. El olor a carne y plástico quemado me produce arcadas. Al sentir como todo el alcohol que llena mi estómago pugna por escapar de mi cuerpo, salgo a la carrera del cuarto.

Ya fuera de la habitación, apoyado en la pared, oigo como el ascensor sube. Desde siempre ha sido un sonido que me ha sacado de mis casillas así que me agarro la cabeza con ambas manos rezando para que se detenga. Cuando el silencio vuelve, me acerco a la entrada. Estoy seguro de que vienen a por mí, por lo que echo el pestillo aun creyendo que no servirá de mucho. Miro a mi alrededor y cojo un jarrón recio y horrible para aporrear con saña el lector de llaves que hay en el pomo de mi lado de la puerta. No puedo dejar que entren antes de terminar lo que empecé. Mientras echo un vistazo por la mirilla y compruebo que aún no hay nadie en el pasillo noto una mirada clavada en mi cuello y se me pone la piel de gallina. Aun sabiendo lo que me voy a encontrar giro acojonado la cabeza. Frente a mí, Luis me observa con sus hermosos ojos verdes que parecen querer escapar de sus órbitas. Él también lanzó el juramento, al igual que los otros compañeros, justo antes de morir. Veremos cómo acaba todo.

Para empezar, desearía que dejase de mirarme así. Quiero cerrarle los ojos, pero la bolsa de plástico transparente atada a su cuello me lo impide. Además, no creo oportuno quitársela, sé que no es bueno molestar a los muertos. Si algo me sobra es educación, para algo mis padres me pagaron los estudios en aquel prestigioso internado suizo donde todos nos conocimos. Hemos estado juntos durante cinco años y ahora todo ha terminado con Luis, muerto, sentado en la mesa del comedor con un as de picas entre los dedos. Tratando de no rozarle, se lo quito y lo pongo junto a los otros. Como a los demás, a él también le tocó la carta perfecta.

Él fue siempre el pejiguero del grupo, de su boca solo oíamos quejas y problemas, jamás paraba de pincharnos. Nunca nos brindó ni una palabra amable ni un elogio. Entró en la cuadrilla porque en su día nos pilló con la guardia baja y la regla era que una vez que formabas parte del círculo jamás salías de él. Pero todos teníamos claro que, con esa cara y esos ojos, él podría haberlo tenido todo, pero ser insufrible era un repelente demasiado poderoso. Nadie lo aguantaba, ni siquiera alguna pobre chica desesperada. Ahora que lo pienso, tal vez fuera virgen, aunque ahora me quedaré siempre con la duda. Lo miro esperando que de sus labios, detenidos en un rictus agónico, se oiga de nuevo el apodo que en su día me puso haciendo una gracia de las suyas: Nanín, me llamaba el cabrón. Ahora de él ya no saldrá nunca nada más. Así que lo dejo como vigía solitario de la puerta y me dirijo a mi habitación. Allí donde empezamos esta historia.

Al entrar, un olor a orina invade mis fosas nasales. Miro a Alberto y el suelo bajo su silla. Jamás pensé que le podría pasar algo así. Sin embargo, el inmenso charco amarillento a sus pies es la prueba irrefutable de que, en su hora final, no supo mantener el tipo. Al aproximarme, el aroma nauseabundo del enorme rastro de vómito que baja desde la comisura de sus labios hasta su pecho también se abre paso hasta mi nariz. Por un instante pienso en limpiarlo, pero la expresión de dolor y asco con la que me mira me lo impide, así que dejo mis manos quietas y doy un paso atrás.

Alberto, el más gracioso de todos nosotros, fue el primero en caer y menos mal ya que si no hubiera sido así, tengo claro que todo habría acabado de otra manera. Veo como el as que le tocó descansa en su regazo. Alberto, el más rico de todos, sentenciado por un diamante. Hay que joderse con las ironías de la vida. Para quitarme el mal sabor de boca que llevo, mientras hago un pequeño mazo con las cuatro cartas, lleno con vodka uno de los chupitos que hay sobre la mesa central y me lo bebo. 

Ya un poco mejor, me siento en la cama, alejado lo máximo posible del cadáver y me quito mi cámara GOPRO HERO 7 para mirar al objetivo ya que sé que me están observando. Que esta sea la última cámara que está emitiendo algo interesante es mi mejor baza. Hablo a nuestros followers mientras la venero como lo que es: nuestro legado al mundo en tiempo real. Pregunto de forma clara y directa a los que nos han estado siguiendo desde hace horas si quieren continuar disfrutando del espectáculo. La cascada de comentarios que me brindan me lo deja claro: The show must go on.

Mientras espero el acto final voy a hacer un reaccionando a nuestra propia emisión. Coloco la cámara en posición y me pongo cómodo. Me voy a saltar todo lo que hicimos desde anoche ya que no fue nuestra mejor parranda y solo la emitimos para engañar a los censores de YouTube a fin de poder llegar al máximo número de visualizaciones posibles antes de que, al volverse la cosa salvaje, nos cerrasen el canal. Pero cuando llegó ese momento ya no nos importaba, ya que seguimos subiendo vídeos a través de nuestras páginas web, las cuales habíamos estado anunciando mientras la plataforma todavía nos permitía emitir en directo.

Desde el primer momento los cinco sabíamos a qué nos habíamos comprometido. Éramos una versión maldita de El club de los cinco. Eso sí, a diferencia de ellos que tenían ideales, nosotros únicamente teníamos realidad. Solo buscábamos una escapatoria a nuestra jaula dorada. Un final para la insulsa vida llena de fiestas, alcohol, dinero y mujeres que nos había tocado en suerte.

Teníamos claro que muchos nos envidiaban creyendo que éramos unos ninis privilegiados pero lo que no sabían era que nos sentíamos como si no tuviéramos ni un presente maravilloso ni un futuro dorado. Solo sufríamos un ahora vacuo y repetitivo y un después programado hasta la extenuación en el cual nuestras familias nos obligarían a vivir unas existencias oscuras y superficiales. Estábamos predestinados a ser unos simples autómatas manejados por hilos de indiferencia y perversidad. Frente a eso fui yo el que tuvo la idea de rebelarnos y acabar con todo.

Navegando por Internet descubrí, con bastante facilidad, diferentes opciones orientadas al suicidio masivo. Por un lado están los rusos de la Ballena azul pero los rechacé ya que pensé que estaban más enfocados a personas con, digamos, una capacidad intelectual muy limitada. También estaban los japoneses que se matan en grupo inhalando gases de combustión. Esa hubiera sido una buena opción ya que podríamos haber usado los deportivos que Alberto tenía en su garaje para que el monóxido de carbono nos diera una muerte lenta y plácida. Pero llegué a la conclusión de que esas serían unas muertes demasiado tranquilas y que, si nos teníamos que ir, al menos lo haríamos a lo grande. Es por eso por lo que organicé este evento grabándolo para el mundo a través de las diferentes cámaras que llevábamos cada uno y ahora voy a reaccionar a lo subido para deleite de nuestros seguidores.

Como soy el último superviviente voy a ver todo lo grabado desde mi perspectiva. Sé que conforme mis amigos murieron, sus suscriptores fueron emigrando a mi página a fin de seguir nuestras andanzas y ahora todos son míos, así que ejecuto el archivo de vídeo grabado dispuesto a recordar. Los primeros fotogramas nos muestran jugando, esperando la única combinación, el 21 natural, que aceptábamos como ganadora, mientras que con cada cincuenta likes para nuestros videos bebíamos un chupito. Al principio no nos seguía mucha gente. Era entendible, la acción todavía no había comenzado. Pero todo cambió en el momento en el que Alberto fue el primer agraciado con la fortuna. Como un valiente, movió su brazo como una exhalación y agarró el chupito decorado con calaveras mejicanas bebiéndoselo de un solo trago.

El cianuro, mezclado a partes iguales con el vodka, resbaló inexorable por su gaznate mientras, desafiante, gritaba: ¡Si el último se raja, volveremos del infierno a por él! Enseguida el veneno surtió efecto y todos vimos cómo su estómago se contraía con unos estertores brutales que eran como si una mano gigante lo estuviera estrujando con saña y deleite. El olor a almendras amargas mezclado con alcohol fluyó de su boca y nos alcanzó de pleno. Y aunque habíamos jurado quedarnos junto a los agraciados hasta el final, no pudimos soportar verle sufrir y nos largamos pitando.

Ya en el comedor, mientras oíamos como Alberto agonizaba solo y abandonado, comenzamos a preparar el siguiente juego. Yo, como maestro de ceremonias, me dirigí a nuestro público, que aumentaba exponencialmente y les terminé de explicar, a grandes rasgos, lo que iba a suceder. Muchos comentarios aseguraban que todo lo visto era un fake, pero que nos importaba, por fin hacíamos algo real con nuestras vidas.

Me senté junto a mis colegas en la mesa del centro. Aunque ya no se escuchaba a Alberto, su muerte nos había afectado más de lo que esperábamos. Noté que la posibilidad de echarnos atrás era muy real y no podía permitirlo, a esas alturas ya no. Así que serví varios vasos de güisqui y fui el primero en beber. Todos me siguieron hasta apurarlos. Ya más tranquilos cada uno preparó, gracias a un tutorial croata que encontré en la red, una bolsa de plástico con cierre autorregulable y metió su cabeza en ella.

Jugueteando con el nudo corredizo comenzamos la partida. Esta vez no podíamos beber, pero establecimos la regla de que por cada cien me gusta con los que aumentasen nuestras cuentas, cerraríamos cada uno un poco más su lazo. Mientras sacábamos cartas, el aire iba faltando más y más en nuestra pequeña atmósfera particular. Yo no sé qué se les pasaría por la mente a los demás, lo que sí que tengo claro es que yo deseaba ganar la partida para acabar con la posibilidad de decepcionar a mi familia o peor aún, decepcionarme a mí mismo viviendo una farsa inútil y vacía. Las dos opciones eran un infierno peor que la muerte. Y en ese momento supe con certeza que jamás tendría el valor de apostar por la primera opción. Era un cobarde y mis entrañas me lo confirmaron. No pude evitar que una lágrima cayese por mi mejilla mientras el aire pugnaba por entrar en mis pulmones.

Al final fue Luis el que ganó aquella mano. De un tirón cerró el nudo y mientras se ahogaba, yo, tras quitarme mi bolsa, y aún con la mirada desenfocada por la falta de oxígeno, me precipité sobre él y le sujeté las manos. Él me miró agradecido, tal vez porque sabía que en el último momento perdería el valor e intentaría liberarse. Yo lo hice por la deuda que había adquirido con todos ellos. Como su gurú oscuro, debía asegurarme de que cumplieran sus deseos. Con su última bocanada nos recordó que pasaría si el último nos defraudaba. Y yo, tras sentir su muerte a través de mis dedos, lo solté con delicadeza y me giré hacía mis compañeros. Con un simple gesto, señalé hacía la habitación de Marco y hacia allí nos dirigimos.

Fue entonces cuando YouTube cortó la emisión, pero enseguida todos los espectadores acudieron en masa a nuestras webs y los contadores volvieron a echar chispas. No dejaban de entrar comentarios en los foros. En ellos, miles nos jaleaban, otros más nos maldecían, incluso había quienes subían grabaciones con sus propios juegos de la muerte, siguiendo nuestros pasos al pie de la letra o simplemente saltando al vacío desde sus casas. También teníamos fanáticos que habían iniciado un juego detectivesco en busca de ser el primero en encontrarnos deseando formar parte del challenge original. Ahora que lo pienso, así será como nos han encontrado. En algún momento habremos enseñado algo que haya dado la clave para deducir nuestra ubicación. Da igual. Todos teníamos claro que Internet nos quería. Éramos las estrellas del momento.

Y por eso fue a Borja a quien se le ocurrió parar un poco buscando crear más expectación. Por curiosidad pusimos la televisión y todos los canales emitían informativos especiales hablando de nosotros. Las mentes pensantes de los magazines matutinos se devanaban los sesos intentando justificar nuestra actitud, querían desentrañar nuestros secretos. No entendían que solo nosotros podríamos explicar lo que pasaba por nuestras cabezas. Aun así la máquina televisiva había comenzado a rodar y engullía todo a su paso. En el canal más visceral de todos habían conseguido, incluso, tener a nuestros padres en directo. Vimos a nuestras madres llorar y a nuestros padres suplicar. Todo era falso. En sus ojos se veía la cruda verdad. Aquella que mostraba a unos carceleros inmisericordes que solo estaban preocupados por el que dirán. Asqueados por lo que veíamos y escuchábamos, apagamos el televisor.

De pronto oigo como llaman a la puerta de forma insistente. Ya están aquí. El tono de voz que se oye fuera aún es amable y neutral pero seguro que, conforme pasen los minutos y yo no abra, se irá convirtiendo en urgente y crispado. No tardaran en ver que trastear con la llave maestra no sirve de nada. Sé que, ya sea de un modo u otro, conseguirán entrar, pero no es hora de ponerme nervioso ya que el final está cerca, así que sigo mirando la película.

En ella, ya dentro de la otra habitación, veo como nos sentamos alrededor de una mesa sobre la cual descansaban tres vasos de chupito y dos botes de líquido altamente inflamable. Para dar un poco más de morbo nos despojamos de nuestras ropas caras y nos quedamos en pelotas. Queríamos que nuestra piel fuera la única barrera entre el mundo y nuestro interior atormentado. En esta nueva partida, por cada quinientos likes bebíamos un chupito y nos rociábamos el cuerpo con un chorro generoso de combustible. Esta vez la partida se alargó y acabamos bien bañados en alcohol tanto por dentro como por fuera. Marco ganó y, tras recitar el mantra escogido por todos, cogió con vehemencia su Zippo edición limitada y se inmoló sin rechistar.

Un fuego instantáneo y fulgurante prendió su cuerpo, lamiendo cada centímetro de su piel, tal y como muchas chicas guapas habían hecho antes. He de reconocer que no pude evitar excitarme el pensar en ello. Luego, desde el quicio de la puerta le vimos mantenerse erguido mientras emitía gritos atronadores. Tras verlo caer desplomado sobre la silla, como un ninot en la noche de San José, procedimos a apagar las llamas. Una vez controlado el incendio, salimos al balcón para jugar la partida final.

Allí, Borja, plantado frente a mí, me estrechó la mano mientras nos deseábamos suerte. Él, con la agilidad de sus años de atleta, se encaramó a la balaustrada del balcón. Yo, con la torpeza propia del que no ha movido un solo músculo en su vida, hice lo mismo con bastante dificultad. En precario y ebrio equilibrio, comenzó el último juego. Duró poco. Borja siempre fue el más afortunado de todos y esta vez no iba a ser diferente. Nada más sacar el as, me miró y saltó sin dudarlo ni un segundo. Siempre quisimos volar alto y libres pero no nos dejaron. Al menos él se fue sintiéndose como un pájaro.

Es en esa última instantánea cuando detengo el video. En la imagen congelada lo veo caer mientras sonríe y mira a cámara. De pronto un golpe seco y un crujir de goznes me avisan de que la puerta ha perdido la batalla. Solo quedan unos segundos y tengo la pistola en mis manos. Apoyo el cañón en la sien, sintiendo su frío contacto. Sería tan fácil escapar. Pero no puedo. Hicimos un pacto y lo he de cumplir. Antes de que la policía entre en la habitación, con la mano izquierda abro en abanico los cuatro ases, en recuerdo de mis colegas y con la mano derecha apunto a la cámara que aún me sigue grabando y, de un disparo, la destrozo. Después, condenado a vivir, dejo todo junto a mí y levanto las manos para no oponer resistencia.

Y es que ya se sabe que en todo juego siempre debe haber un perdedor.

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