martes, 1 de junio de 2021

Pulp Challenge

 

—¡Hostia puta! ¡Joder! —Vincent se levanta de la silla y la lanza contra las cuerdas del ring con furia.

—Joder, tío, no te pongas así. A un hombre puede que no le guste el Blackjack, que lo considere un juego para chusma poco inteligente que solo busca ganar dinero sin pensar demasiado. Puede pensar que consiste en un par de sumas, no pasarse y…, ¡listo! Pero ese hombre está equivocado, amigo mío. Hay todo un mundo a su alrededor. Qué digo un mundo. Hay todo un puto universo de estudios sobre las probabilidades...

—Cierra tu jodida boca —interrumpe Mia—. Me va a estallar la cabeza, Jules —añade mientras esnifa otra raya de coca de rodillas.

—Coño, tío, ¿qué quieres que te diga? —contesta obviándola y dirigiéndose a Vincent—. Dios es así, amigo. A veces te da y a veces te quita. ¿Has dejado de leer la Biblia? No, no me contestes, no abras tu sucia y apestosa boca de bailarín de tres al cuarto y apoya tu culo gordo en la puta silla. Y escucha, joder, escucha, que aunque vengas de Amsterdam veo que solo sigues siendo un blanco que no tiene ni zorra idea.

Vincent, resoplando, recoge la silla tirada en la lona y se sienta en ella de mala gana. Enciende un cigarrillo y lanza el Zippo hacia la cabeza de Butch, que permanecía inconsciente hasta ese momento. Se despierta dolorido tras el golpe, pero tan solo es capaz de girarse hacia Mia y llamarla mi caramelito mientras vomita en sus pies.

De pronto, la gente de las gradas del recinto donde se encuentran esos cuatro infelices se levanta y aplaude como loca al ver entrar la enorme figura de Marsellus Wallace en el recinto. La chusma está entusiasmada con el espectáculo que a continuación va a presenciar. El ruido de sus gritos es ensordecedor y Marsellus pide silencio alzando los brazos hacia ellos, pero consiguiendo el efecto contrario. Los más de mil espectadores gritan como una masa embravecida en busca de sangre y muerte.

 —¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte! —comienzan a vocear babeando como seres infectos.

—¡Tranquilos, amigos! ¡Tranquilos! —intenta calmar Marsellus—. Aquí estoy. Hemos venido para poner en orden nuestra conciencia y nuestra propia vida. Como os prometí, hoy tendréis espectáculo garantizado en este ring de boxeo donde comencé. Ah..., ya sabéis que llegué a la ciudad sin un miserable dólar en el bolsillo y ahora soy el puto amo. ¡El puto amo! —La masa, enardecida, clama su nombre con furia y comienzan a caer cigarrillos y latas de cerveza al ring. —Y, ¿de qué me sirve eso? ¿Eh? Calmaos, amigos. Habrá tiempo para que manifestéis si os está gustando o no el espectáculo. No os preocupéis por eso y guardad la munición. Y, recordad, ¡solo puede quedar uno! —finaliza dirigiéndose hacia sus compañeros de juego.

Tras un último chillido pidiendo muerte, los espectadores se sientan en sus respectivos asientos y se van calmando poco a poco. Las voces callan y las ansias de muerte crecen.

—Bien, comencemos —dice Jules a Marsellus mientras este toma asiento en la sucia plancha de acero que han colocado como mesa de juego.

—Marsellus... —saluda Butch frotándose los ojos—. Comencemos... —añade mirando la hora en el reloj que le regaló su padre.

Mia se limita a mirarlo con profundo odio. Su propio marido se ha visto abocado a esto. El mafioso más temido de la ciudad celebra su ocaso. Y ella con él. ¿Para qué seguir viviendo así? ¿Para qué continuar con una vida tan aburrida en la que nada ya te seduce ni te sorprende? Cuando lo tienes todo, lo único que te hace sentir vivo es el miedo a perderlo. Y a eso han ido.

—Vincent, ¿ni siquiera saludas? —inquiere Marsellus—. Venga, tío, es un juego tan elegante como cualquier otro. No me vengas con esas, te lo estoy viendo en la cara. Mira, una vez estuve en Kansas City, fui por negocios. Me metí en un casino mientras esperaba que me entregaran cierta mercancía y, ¿sabes dónde estaban sentados todos los culos blancos y ricachones que había allí metidos? Exacto. ¿Sabes a qué apostaban sus jodidos billetes perfumados con Paco Rabanne? Apoyaban sus manos llenas de pulseras y anillos de oro macizo en esa puta mesa. En la del Blackjack. Así que no me vengas con que es un juego para ineptos mongolos. ¿De acuerdo? ¿Me oyes?

—Lo que tú digas, hermano… —murmura Vincent apagando el cigarrillo en la plancha de acero—. ¿Empezamos ya, negro? ¿O qué?

—Un momento, un momento —interrumpe de pronto Butch—. ¿Has dicho Rabanne? ¿Te refieres al perfume? ¿Al de Paco Rabanne? ¿Tú crees, Marsellus que ese es un perfume elegante? Mira, te diré una cosa, ese perfume lo usaba mi cuñado.

—¿Tu cuñado, Butch? ¿El gilipollas de Jimmy? —pregunta cabreado Jules.

—Ese mismo, tío. ¿Tú dirías que Jimmy es un tipo elegante? —interroga Butch incriminando con la mirada a Marsellus.

—Diría que Jimmy es todo menos elegante, joder. Es la puta cosa opuesta a la elegancia, mierda. Eso que quede claro.

—Pues os digo, par de mamones, que allí había pasta. Pasta de los que están forrados desde que nacen, ¿entendido? Y allí estaban jugando al Veintiuno. El Veintiuno al que tú llamas basura, Vincent.

—¡Queréis callaros de una jodida vez! —grita Mia de pronto—. Me trae sin cuidado quién jugaba en un casino de paletos de Kansas City, ¿comprendéis? Los casinos de nivel están en Las Vegas, como todo americano sabe. Igual que sabe que las mejores hamburguesas son las de Juliani’s. ¿Estamos? Así que callad, estáis aburriendo al público. ¿Queréis seguir con esta cháchara mientras vienen todos a jodernos vivos con sus botellas de cristal y sus machetes? Hemos venido a morir dignamente. Así que me cago en todo lo que se menea. Punto final. ¡Mierda!

Los jugadores callan y asienten. Dan la razón a Mia. La plebe está comenzando a aburrirse y eso no lo pueden permitir.

—¡Amigos! —interviene Vincent esta vez—. ¿Queréis saber cómo morirá el ganador de la primera ronda? —Extrae del bolsillo de su camisa una pequeña botella de cianuro y la pone en la mesa. ¡Así!

Los espectadores comienzan a hacer sus apuestas entre ellos, el ambiente empieza a caldearse y al grito unísono de ¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte! ondean camisetas sudadas y otros harapos al viento.

Juegan la primera mano. El agraciado es el propio Marsellus.

—¡Hostia puta! —grita al conseguir el veintiuno con el as de diamantes.

Sin pensarlo, sin dirigir la mirada ni a su propia esposa, se echa un chupito de veneno y hace el ademán de brindar con sus compañeros. Los cuatro restantes llenan sus vasos con güisqui y brindan ceremoniosamente con él. La gente aguarda en silencio. Se puede palpar la tensión.

—¡Si el último se raja, volveremos del infierno a por él! ¿Me habéis oído bien? Si el último huye y se esconde en Indochina, saldrá un puto negro de su bol de arroz para pegarle un tiro—  grita con furia mientras suelta una carcajada enfermiza.

Se bebe el chupito de un trago. Los demás hacen lo mismo y apartan la mirada disimuladamente cuando Marsellus comienza a toser y a atragantarse. Se retuerce en la silla y cae al suelo como un plomo. Allí, continúa sufriendo mientras el cianuro paraliza poco a poco todos los órganos de su cuerpo. Por fin deja de latir el corazón.

—¡Uohhhhhhhh! —El alarido es bestial. Las gradas echan humo y celebran a golpes contra el suelo del recinto. Lanzan desesperados botellas de cerveza, güisqui y vodka al ring donde los jugadores se escabullen como pueden.

—Bien, bien, bien —canturrea Mia—, veo que os gusta lo que veis, jodidos psicópatas. ¿No es así? —pregunta mientras su marido todavía agoniza echando espuma por la boca—. Claro que sí. Así me gusta. Ahora tomo el mando yo y os voy a proponer el siguiente juego. ¿Estáis preparados?

—¡Síiii! —El grito es atronador.

—Bien, malditos bastardos. Aquí lo vais a flipar —grita enseñándoles cuatro bolsas de plástico con nudos corredizos—. Sí, es lo que estáis pensando. Nos pondremos cada uno una bolsa en la cabeza y cuanto más os guste el espectáculo, más apretaremos los nudos. ¿Estamos, escoria? —Vuelven a berrear como animales enjaulados—. Lanzad todo lo que se os ocurra, así sabremos que os estáis corriendo de gusto.

Comienza el espectáculo. La lluvia de botellas vacías empieza casi tímidamente mientras los jugadores van cerrando poco a poco sus bolsas a medida que juegan. De pronto, alguien lanza un artefacto que casi destroza la mesa de juego y peligra la operación.

—¡Cabronazo! ¿Quién ha sido el pedazo de mamón que ha lanzado esto? —aúlla Butch señalando parte del manillar y el faro de una moto—. ¿Quién huevos ha lanzado esta motocicleta? —pregunta cabreado empañando su bolsa de plástico.

—No es una motocicleta, idiota, es una jodida Chopper, ¡mola lo que estáis haciendo! ¡Estáis pirados, colegas! —vocea alguien desde la grada.

Algo alterados, ajustan las bolsas a sus cuellos ante tal muestra de gratitud mientras decenas de objetos se estrellan contra el suelo. Por fin, Butch consigue ganar la partida al extraer el as de picas. Se hace el silencio. Butch, impertérrito, ajusta de un brusco tirón su bolsa y comienza a respirar violentamente. Mia, maldiciendo la suerte que ha tenido su compañero por ser el siguiente en poner fin a su insulsa existencia, le sujeta los brazos como a ella le hubiera gustado para impedir que se la quite en un momento de debilidad. Desde que se conocieron en aquella ciudad habían vivido a lo grande. Lujos, sexo, drogas. Estaban hartos de todo eso y habían decidido acabar con ello.

—Sigamos, amigos, antes de que la pasma llegue —anima Vincent mientras se quita la bolsa de plástico de la cabeza—. Ahora empieza lo bueno, cabrones —añade mostrando dos garrafas de gasolina al público—. Sí, lo sé, lo sé. Yo también me muero por un buen filete a la brasa—. Ríe estrepitosamente mientras la grada aplaude la gracia.

Los tres jugadores restantes se recolocan en la mesa de juego y van rociándose por turnos con la gasolina a medida que beben güisqui. La partida se alarga y el público se desespera imaginando cuál de los tres, Vincent, Jules o Mia, arderá próximamente en vivo. Excitados, continúan lanzando todo tipo de objetos al ring. Un machete acaba clavado en el trasero del ya fallecido Marsellus.

—¡Yo! ¡Gané! —vocifera Vincent fuera de sí—. Por fin. Aquí está mi as de corazones.

Agarra su propio encendedor y, arropado por los insultos del público, se prende fuego inmediatamente. Lo último que sus propios alaridos le permiten escuchar son las sirenas de la policía que se acercan al local. Los demás observan la macabra danza que está llevando a cabo mientras arde y se excitan pensando que ellos mismos podrían haber sido los afortunados.

Ahora solo queda una prueba. Jules y Mia, codo con codo, echan a correr por la escalera hacia la azotea del edificio al oír las sirenas. Les siguen como una masa deforme de zombis todos los espectadores. No se lo pueden perder. La turba llega al terrado y les observa dejando una distancia prudencial. Ante todo, les respetan. Son sus ídolos. Las apuestan bullen, ¿quién será el próximo en morir?

—¿Leéis la Biblia? —pregunta de pronto Jules dirigiéndose a sus seguidores mientras se sienta en el borde de la terraza.

Tras unos segundos de silencio, se oye una voz.

—Últimamente no mucho —contesta alguien con sinceridad.

—Pues prestad atención a Ezequiel 25:17, porque el camino del hombre recto... —Una voz metálica procedente de un megáfono le interrumpe.

—Será mejor que permanezcan con las manos en alto. Repito, colaboren y nadie saldrá herido.

—No empecemos a chuparnos las pollas todavía, cabrón. Hagámoslo ya, Mia. —Y comienzan a jugar.

El público espera en silencio. Jules y Mia permanecen sentados con las piernas colgando por la fachada y ven desde arriba cómo la policía intenta tirar la puerta del edificio. Juegan la partida y...

—Joder, lo sabía. Jules, siempre has tenido una suerte del carajo —sonríe Mia.

—Dios mío, ¡gracias! —exclama él llorando de la emoción. Mira al vacío y se lanza sin pensárselo dos veces mientras sentencia—: ¡Y sabrás que mi nombre es Yahvé cuando caiga mi cólera caerá sobre ti!

Mia se encoge de hombros y mira tras ella. Allí, agazapados los unos entre los otros, boquiabiertos, aguardan sus seguidores. Al oír los golpes de la policía corren como ratas escurridizas por todos los rincones. Unos saltan a la terraza contigua, otros bajan despeñándose por la escalera de incendios y algunos desandan el camino que hicieron con las manos en alto sabiendo lo que se van a encontrar.

Solo Mia permanece completamente quieta y en silencio. Saca un cigarrillo y lo enciende. Podría huir, pero sabe cuál es el castigo sagrado para quien logra sobrevivir al juego: seguir haciéndolo.

 

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