—¡Hostia
puta! ¡Joder! —Vincent se levanta de la silla y la lanza contra las cuerdas del
ring con furia.
—Joder,
tío, no te pongas así. A un hombre puede que no le guste el Blackjack, que lo
considere un juego para chusma poco inteligente que solo busca ganar dinero sin
pensar demasiado. Puede pensar que consiste en un par de sumas, no pasarse y…,
¡listo! Pero ese hombre está equivocado, amigo mío. Hay todo un mundo a su
alrededor. Qué digo un mundo. Hay todo un puto universo de estudios sobre las
probabilidades...
—Cierra
tu jodida boca —interrumpe Mia—. Me va a estallar la cabeza, Jules —añade
mientras esnifa otra raya de coca de rodillas.
—Coño,
tío, ¿qué quieres que te diga? —contesta obviándola y dirigiéndose a Vincent—.
Dios es así, amigo. A veces te da y a veces te quita. ¿Has dejado de leer la
Biblia? No, no me contestes, no abras tu sucia y apestosa boca de bailarín de
tres al cuarto y apoya tu culo gordo en la puta silla. Y escucha, joder,
escucha, que aunque vengas de Amsterdam veo que solo sigues siendo un blanco
que no tiene ni zorra idea.
Vincent,
resoplando, recoge la silla tirada en la lona y se sienta en ella de mala gana.
Enciende un cigarrillo y lanza el Zippo hacia la cabeza de Butch, que
permanecía inconsciente hasta ese momento. Se despierta dolorido tras el golpe,
pero tan solo es capaz de girarse hacia Mia y llamarla mi caramelito mientras vomita en sus pies.
De
pronto, la gente de las gradas del recinto donde se encuentran esos cuatro
infelices se levanta y aplaude como loca al ver entrar la enorme figura de
Marsellus Wallace en el recinto. La chusma está entusiasmada con el espectáculo
que a continuación va a presenciar. El ruido de sus gritos es ensordecedor y
Marsellus pide silencio alzando los brazos hacia ellos, pero consiguiendo el
efecto contrario. Los más de mil espectadores gritan como una masa embravecida
en busca de sangre y muerte.
—¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte! —comienzan a
vocear babeando como seres infectos.
—¡Tranquilos,
amigos! ¡Tranquilos! —intenta calmar Marsellus—. Aquí estoy. Hemos venido para
poner en orden nuestra conciencia y nuestra propia vida. Como os prometí, hoy
tendréis espectáculo garantizado en este ring
de boxeo donde comencé. Ah..., ya sabéis que llegué a la ciudad sin un miserable
dólar en el bolsillo y ahora soy el puto amo. ¡El puto amo! —La masa,
enardecida, clama su nombre con furia y comienzan a caer cigarrillos y latas de
cerveza al ring. —Y, ¿de qué me sirve
eso? ¿Eh? Calmaos, amigos. Habrá tiempo para que manifestéis si os está
gustando o no el espectáculo. No os preocupéis por eso y guardad la munición.
Y, recordad, ¡solo puede quedar uno! —finaliza dirigiéndose hacia sus
compañeros de juego.
Tras
un último chillido pidiendo muerte, los espectadores se sientan en sus
respectivos asientos y se van calmando poco a poco. Las voces callan y las
ansias de muerte crecen.
—Bien,
comencemos —dice Jules a Marsellus mientras este toma asiento en la sucia plancha
de acero que han colocado como mesa de juego.
—Marsellus...
—saluda Butch frotándose los ojos—. Comencemos... —añade mirando la hora en el
reloj que le regaló su padre.
Mia
se limita a mirarlo con profundo odio. Su propio marido se ha visto abocado a
esto. El mafioso más temido de la ciudad celebra su ocaso. Y ella con él. ¿Para
qué seguir viviendo así? ¿Para qué continuar con una vida tan aburrida en la
que nada ya te seduce ni te sorprende? Cuando lo tienes todo, lo único que te
hace sentir vivo es el miedo a perderlo. Y a eso han ido.
—Vincent,
¿ni siquiera saludas? —inquiere Marsellus—. Venga, tío, es un juego tan
elegante como cualquier otro. No me vengas con esas, te lo estoy viendo en la
cara. Mira, una vez estuve en Kansas City, fui por negocios. Me metí en un
casino mientras esperaba que me entregaran cierta mercancía y, ¿sabes dónde
estaban sentados todos los culos blancos y ricachones que había allí metidos?
Exacto. ¿Sabes a qué apostaban sus jodidos billetes perfumados con Paco
Rabanne? Apoyaban sus manos llenas de pulseras y anillos de oro macizo en esa
puta mesa. En la del Blackjack. Así que no me vengas con que es un juego para
ineptos mongolos. ¿De acuerdo? ¿Me oyes?
—Lo
que tú digas, hermano… —murmura Vincent apagando el cigarrillo en la plancha de
acero—. ¿Empezamos ya, negro? ¿O qué?
—Un
momento, un momento —interrumpe de pronto Butch—. ¿Has dicho Rabanne? ¿Te
refieres al perfume? ¿Al de Paco Rabanne? ¿Tú crees, Marsellus que ese es un
perfume elegante? Mira, te diré una cosa, ese perfume lo usaba mi cuñado.
—¿Tu
cuñado, Butch? ¿El gilipollas de Jimmy? —pregunta cabreado Jules.
—Ese
mismo, tío. ¿Tú dirías que Jimmy es un tipo elegante? —interroga Butch
incriminando con la mirada a Marsellus.
—Diría
que Jimmy es todo menos elegante, joder. Es la puta cosa opuesta a la
elegancia, mierda. Eso que quede claro.
—Pues
os digo, par de mamones, que allí había pasta. Pasta de los que están forrados
desde que nacen, ¿entendido? Y allí estaban jugando al Veintiuno. El Veintiuno
al que tú llamas basura, Vincent.
—¡Queréis
callaros de una jodida vez! —grita Mia de pronto—. Me trae sin cuidado quién
jugaba en un casino de paletos de Kansas City, ¿comprendéis? Los casinos de
nivel están en Las Vegas, como todo americano sabe. Igual que sabe que las mejores
hamburguesas son las de Juliani’s.
¿Estamos? Así que callad, estáis aburriendo al público. ¿Queréis seguir con
esta cháchara mientras vienen todos a jodernos vivos con sus botellas de
cristal y sus machetes? Hemos venido a morir dignamente. Así que me cago en
todo lo que se menea. Punto final. ¡Mierda!
Los
jugadores callan y asienten. Dan la razón a Mia. La plebe está comenzando a
aburrirse y eso no lo pueden permitir.
—¡Amigos!
—interviene Vincent esta vez—. ¿Queréis saber cómo morirá el ganador de la
primera ronda? —Extrae del bolsillo de su camisa una pequeña botella de cianuro
y la pone en la mesa. ¡Así!
Los
espectadores comienzan a hacer sus apuestas entre ellos, el ambiente empieza a
caldearse y al grito unísono de ¡Muerte!
¡Muerte! ¡Muerte! ondean camisetas sudadas y otros harapos al viento.
Juegan
la primera mano. El agraciado es el propio Marsellus.
—¡Hostia
puta! —grita al conseguir el veintiuno con el as de diamantes.
Sin
pensarlo, sin dirigir la mirada ni a su propia esposa, se echa un chupito de
veneno y hace el ademán de brindar con sus compañeros. Los cuatro restantes
llenan sus vasos con güisqui y brindan ceremoniosamente con él. La gente
aguarda en silencio. Se puede palpar la tensión.
—¡Si
el último se raja, volveremos del infierno a por él! ¿Me habéis oído bien? Si
el último huye y se esconde en Indochina, saldrá un puto negro de su bol de
arroz para pegarle un tiro— grita con
furia mientras suelta una carcajada enfermiza.
Se
bebe el chupito de un trago. Los demás hacen lo mismo y apartan la mirada
disimuladamente cuando Marsellus comienza a toser y a atragantarse. Se retuerce
en la silla y cae al suelo como un plomo. Allí, continúa sufriendo mientras el
cianuro paraliza poco a poco todos los órganos de su cuerpo. Por fin deja de
latir el corazón.
—¡Uohhhhhhhh!
—El alarido es bestial. Las gradas echan humo y celebran a golpes contra el
suelo del recinto. Lanzan desesperados botellas de cerveza, güisqui y vodka al ring donde los jugadores se escabullen
como pueden.
—Bien,
bien, bien —canturrea Mia—, veo que os gusta lo que veis, jodidos psicópatas.
¿No es así? —pregunta mientras su marido todavía agoniza echando espuma por la
boca—. Claro que sí. Así me gusta. Ahora tomo el mando yo y os voy a proponer
el siguiente juego. ¿Estáis preparados?
—¡Síiii!
—El grito es atronador.
—Bien,
malditos bastardos. Aquí lo vais a flipar —grita enseñándoles cuatro bolsas de
plástico con nudos corredizos—. Sí, es lo que estáis pensando. Nos pondremos
cada uno una bolsa en la cabeza y cuanto más os guste el espectáculo, más
apretaremos los nudos. ¿Estamos, escoria? —Vuelven a berrear como animales
enjaulados—. Lanzad todo lo que se os ocurra, así sabremos que os estáis
corriendo de gusto.
Comienza
el espectáculo. La lluvia de botellas vacías empieza casi tímidamente mientras
los jugadores van cerrando poco a poco sus bolsas a medida que juegan. De
pronto, alguien lanza un artefacto que casi destroza la mesa de juego y peligra
la operación.
—¡Cabronazo!
¿Quién ha sido el pedazo de mamón que ha lanzado esto? —aúlla Butch señalando
parte del manillar y el faro de una moto—. ¿Quién huevos ha lanzado esta
motocicleta? —pregunta cabreado empañando su bolsa de plástico.
—No
es una motocicleta, idiota, es una jodida Chopper, ¡mola lo que estáis
haciendo! ¡Estáis pirados, colegas! —vocea alguien desde la grada.
Algo
alterados, ajustan las bolsas a sus cuellos ante tal muestra de gratitud
mientras decenas de objetos se estrellan contra el suelo. Por fin, Butch
consigue ganar la partida al extraer el as de picas. Se hace el silencio.
Butch, impertérrito, ajusta de un brusco tirón su bolsa y comienza a respirar
violentamente. Mia, maldiciendo la suerte que ha tenido su compañero por ser el
siguiente en poner fin a su insulsa existencia, le sujeta los brazos como a
ella le hubiera gustado para impedir que se la quite en un momento de
debilidad. Desde que se conocieron en aquella ciudad habían vivido a lo grande.
Lujos, sexo, drogas. Estaban hartos de todo eso y habían decidido acabar con
ello.
—Sigamos,
amigos, antes de que la pasma llegue —anima Vincent mientras se quita la bolsa
de plástico de la cabeza—. Ahora empieza lo bueno, cabrones —añade mostrando
dos garrafas de gasolina al público—. Sí, lo sé, lo sé. Yo también me muero por
un buen filete a la brasa—. Ríe estrepitosamente mientras la grada aplaude la
gracia.
Los
tres jugadores restantes se recolocan en la mesa de juego y van rociándose por
turnos con la gasolina a medida que beben güisqui. La partida se alarga y el
público se desespera imaginando cuál de los tres, Vincent, Jules o Mia, arderá
próximamente en vivo. Excitados, continúan lanzando todo tipo de objetos al ring. Un machete acaba clavado en el
trasero del ya fallecido Marsellus.
—¡Yo!
¡Gané! —vocifera Vincent fuera de sí—. Por fin. Aquí está mi as de corazones.
Agarra
su propio encendedor y, arropado por los insultos del público, se prende fuego
inmediatamente. Lo último que sus propios alaridos le permiten escuchar son las
sirenas de la policía que se acercan al local. Los demás observan la macabra
danza que está llevando a cabo mientras arde y se excitan pensando que ellos
mismos podrían haber sido los afortunados.
Ahora
solo queda una prueba. Jules y Mia, codo con codo, echan a correr por la
escalera hacia la azotea del edificio al oír las sirenas. Les siguen como una
masa deforme de zombis todos los espectadores. No se lo pueden perder. La turba
llega al terrado y les observa dejando una distancia prudencial. Ante todo, les
respetan. Son sus ídolos. Las apuestan bullen, ¿quién será el próximo en morir?
—¿Leéis
la Biblia? —pregunta de pronto Jules dirigiéndose a sus seguidores mientras se
sienta en el borde de la terraza.
Tras
unos segundos de silencio, se oye una voz.
—Últimamente
no mucho —contesta alguien con sinceridad.
—Pues
prestad atención a Ezequiel 25:17, porque el camino del hombre recto... —Una
voz metálica procedente de un megáfono le interrumpe.
—Será
mejor que permanezcan con las manos en alto. Repito, colaboren y nadie saldrá
herido.
—No
empecemos a chuparnos las pollas todavía, cabrón. Hagámoslo ya, Mia. —Y
comienzan a jugar.
El
público espera en silencio. Jules y Mia permanecen sentados con las piernas
colgando por la fachada y ven desde arriba cómo la policía intenta tirar la
puerta del edificio. Juegan la partida y...
—Joder,
lo sabía. Jules, siempre has tenido una suerte del carajo —sonríe Mia.
—Dios
mío, ¡gracias! —exclama él llorando de la emoción. Mira al vacío y se lanza sin
pensárselo dos veces mientras sentencia—: ¡Y sabrás que mi nombre es Yahvé
cuando caiga mi cólera caerá sobre ti!
Mia
se encoge de hombros y mira tras ella. Allí, agazapados los unos entre los
otros, boquiabiertos, aguardan sus seguidores. Al oír los golpes de la policía
corren como ratas escurridizas por todos los rincones. Unos saltan a la terraza
contigua, otros bajan despeñándose por la escalera de incendios y algunos
desandan el camino que hicieron con las manos en alto sabiendo lo que se van a
encontrar.
Solo Mia permanece completamente quieta y en silencio. Saca un cigarrillo y lo enciende. Podría huir, pero sabe cuál es el castigo sagrado para quien logra sobrevivir al juego: seguir haciéndolo.
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