Por Carmen Gutiérrez.
Consigna: Erótico
Consigna: Erótico
Texto:
Te
levantaste de la cama para beber agua. El clima era lluvioso afuera y sin
embargo dejamos las sábanas empapadas de sudor. Te observé de espaldas,
desnudo, el cabello húmedo y la piel brillante. Rodé hasta la orilla para
alcanzar mi teléfono y ver la hora. De paso comprobé que estuviera en modo avión. No quería interrupciones.
Desde la mesita de noche me ofreciste algo de beber que rechacé con una
sonrisa.
—Ahora vuelvo —dijiste señalando el baño y levanté el
pulgar.
Te
observé mientras te alejabas, sin dejar de sonreír. Observé el vaivén de tus
nalgas al caminar, el pliegue de tu espalda y, sobre todo, tus piernas.
¿Cuántas veces me perdí recorriéndolas, con discreción, mientras conducía?
Posaba mi mano en tu rodilla y la llevaba hasta la gloria, tocándote,
poseyéndote en esos breves minutos en que nos quedábamos solos en el coche, sin
que mi rostro dejase ver el placer de sentir tus músculos contraerse ante mi
tacto ni tu respiración agitada. Porque podía estar muriendo de ganas de
comerte pero nadie debía saberlo. Los otros conductores podían notarlo o alguna
patrulla y entonces nos meteríamos en problemas. Así que fingíamos y
disimulabas tu erección al bajar del auto mientras nos despedíamos con un
escueto hasta luego.
Días
como este eran raros. Durante nuestra relación pocas veces tuvimos la
oportunidad de disfrutarnos, de hacernos el amor desde el amanecer hasta que
nuestros compromisos nos sacaran de la cama y nos aventaran, húmedos y
excitados, al mundo exterior. Mientras estabas en el baño pensé en nuestros
encuentros furtivos y los besos a escondidas, en el intricado sistema que
teníamos para desaparecer, en la red de mentiras que teníamos que decir para
poder perdernos en camas extrañas llenas de pecados. ¿Qué importaba si cobijábamos
nuestros cuerpos desnudos con mantas de engaños? ¿Acaso alguna vez consideramos
que lo nuestro fuese algo más?
No
por mi parte.
Luego
se me vino a la mente Yadira contándome la aventura que tuvo su marido y el
odio con el que hablaba de la amante. Soy
la señora, decía levantando la frente y sacando el pecho, ella siempre será la otra.
Yo
era la otra.
Y
no había problema con eso. Siempre supe que mi lugar no estaba a tu lado; mi
lugar estaba abajo, o arriba, o de rodillas, o frente a ti, siempre y cuando
estuviera disponible para coger. Nunca quise más. Nunca esperé que llegaras con
rosas o que me dijeras un te amo.
¿Acaso era tonta? No. Porque de ese modo tu no esperabas lo mismo de mí.
Nuestro interés mutuo era que nadie se enterase de la forma en que nos
besábamos en la oscuridad, del modo en que tus labios carnosos devoraban los
míos ni el frenesí con que mi lengua recorría tu boca, sabiendo que cada beso
podría ser el último.
Saliste
del baño y te dejaste caer a mi lado. Me mirabas con una intensidad que siempre
me ha desorientado. Nunca me sentí tan observada como en esas tardes de
complicidad. Fuiste tú quien notó y dijo que mi piel era muy suave, fuiste el
único que notó el hueco en mi espalda baja con el espacio justo para tu mano
cuando me tenías en cuatro, penetrándome por detrás. Un par de detalles
perdidos entre los cientos que notaste y dijiste.
Pusiste
tu mano en mi frente, como midiendo mi temperatura. Miré al techo esperando que
el día no acabara. Me cubriste los ojos, luego la nariz, bajaste hasta mi boca,
mi cuello, mis pechos, mi vientre, mi entrepierna. Te incorporaste para besarme
mientras tu mano traviesa jugaba con mis otros labios en ese modo en el que
sabías volverme loca. Gemí un poco entre beso y beso. No lo hacías para
humedecerme, pues el solo hecho de verte provocaba cascadas de placer y
expectativa, lo hacías porque te gustaba escucharme gemir. Aquí no hay nadie, dijiste cuando notabas que me estaba
conteniendo, nadie nos va a escuchar.
Entonces gemí a voces.
El
movimiento de tus manos era especial para mí. Desde que descubriste como
hacerme llegar, lo perfeccionaste. Un movimiento de olas al principio, un ritmo
que yo podía seguir con la cadera y que cambiaba de intensidad a medida que mi
respiración se agitaba. Entonces tus dedos vibraban a gran velocidad mientras
tu lengua jugaba con mi cuello y mis pezones. Mi piel se perló de sudor.
—Ven —ordenaste—. Déjalo salir.
Y
lo hice mientras sonreías satisfecho.
No
tuve tiempo de recuperar el aliento cuando te dejaste caer sobre mí presionando
tu pene erecto contra mi vientre. Bajé una mano y lo guié para que entrara pero
me arrepentí al momento, así que con la misma mano apreté para alejarte y
comencé a jugar, dejando que la punta rozara la entrada pero masturbándote con
fiereza. Tu espalda se arqueó, cerraste los ojos. No sigas o no podré contenerme, murmuraste. Fue mi turno de sonreír
y te dejé entrar.
No
tiene caso que te recuerde todo lo que me hiciste entonces.
A
veces me pregunto si recordaras cada detalle, como lo recuerdo yo. Es algo que
me sucede, ahora con menos frecuencia pero hace algunos años, sin venir a
cuento, me excitaba en exceso cuando un recuerdo furtivo se me colaba en la
cabeza mientras estaba en la oficina. Aun puedo sentir el sabor de tu boca si
me esfuerzo un poco y hay veces en que sueño que te tengo como en esa tarde.
Sobre mí, sudando, moviéndote sin cesar hasta que el orgasmo te llegaba como un
torrente de agua de mar.
A
veces también me arrepiento de lo que pasó esa tarde.
Si
tan solo hubieras apagado tu teléfono.
Después
de terminar esa vez fue mi turno de ir al baño. Mientras estaba ocupándome de
mis cosas escuché la vibración y un ¡Mierda!.
No te miento, recé porque no contestaras, recé porque colgaras la llamada y
apagaras el maldito aparato. Pero Dios no escucha mientras estás pecando
¿verdad?
Así
que contestaste y yo guardé silencio. Escuché tu voz apagada, hablando con toda
la naturalidad del mundo mientras yo trataba de no hacer un solo ruido. Ahora
pienso qué habría pasado si hubiera salido y te hubiera dicho házmelo de nuevo en voz alta… quizá las
cosas habrían acabado de otra manera. Te escuché gritar, decir no, no, no con firmeza varias veces. Era
ella.
Una
vez escuché a una tipa en la televisión decir que no le importaba tener parejas
casadas, ya que nunca conocía a las esposas. Pero yo conocía a la tuya. Y es
curioso porque nunca traté de alejarte de ella, ni de sentirme superior. Hasta
que ella comenzó a competir conmigo. Siempre he dicho que las mujeres no somos
tontas, nos damos cuenta de las pequeñas cosas que cambian en la relación. Ella
sabía de mi existencia aunque no podía comprobar que fuera conmigo con quien le
eras infiel. Pero su subconsciente no le traicionaba. Ella sabía que yo era
peligrosa. Lo supo desde el principio. En las fiestas me vigilaba y luego dejó
de saludar. Pero no me molestaba, al contrario. Lo entendía. Solo fingí que no
me daba cuenta.
Jalé
la palanca cuando escuché que colgabas. Salí del baño y te vi sentado en la
cama con las manos en la cara.
—Tenemos que irnos —dijiste desesperado.
—No. Este es nuestro día, dijiste que
estaríamos hasta la noche —te
reclamé.
—No puedo. Tengo que ir a casa.
—¿Por qué no apagaste el teléfono? —pregunté.
—Por idiota. —Te levantaste y comenzaste a vestirte.
Estaba
enfurecida. Es más… encabronada.
Había hecho planes para pasar unas cuatro horas más encerrada contigo y ahora
esas horas tendría que pasarlas en algún centro comercial o el cine o, en el
peor de los casos, en la oficina. No podía regresar a casa antes de tiempo,
habría muchas preguntas que no quería y no tenía ganas de responder. Me dejé
caer en la cama y me hiciste una mueca mientras te parabas frente al tocador.
Tratabas de abrochar tu cinturón, y debo decir que nunca me has parecido más
atractivo como en ese momento. Abrí las piernas y comencé a tocarme. Sabía que
me veías por el espejo, sabía que estabas atento a lo que hacía pero fingí que
no lo notaba. Continué moviendo las caderas y gimiendo en voz baja. No me hagas esto, murmuraste y abrí los
ojos, mirándote fijamente mientras me chupaba los dedos. Abriste tu bragueta…
fue una sesión que nunca habíamos tenido, tu masturbándote frente al espejo, yo
excitándome con tu reflejo. Una poesía que nunca antes habíamos escrito
coronada por el hecho de que tomaste tu celular y sacaste una foto; fue el
colmo del morbo, terminé casi al instante. Todo para que al final me pidieras
que me vistiera.
Salimos
del motel en silencio. Es cierto que nunca te exigía más de lo que podías
darme, pero si me prometías algo no esperaba menos. Era la primera vez que esto
sucedía, que interrumpías un día completo conmigo para correr a tu casa, así
que no supe bien cómo manejar la frustración. Encendí un cigarrillo al tomar la
carretera.
—Voy a llegar oliendo a cigarrillo —dijiste a modo de reproche.
—Me importa una mierda.
Volviste
a quedarte callado.
Te
dejé en el punto convenido para que tomaras un taxi. Dijiste el clásico hasta luego, y yo te ignoré. Fueron las
últimas palabras que me dijiste. Ni siquiera en las veces que nos encontramos
después en la estación de policía volviste a hablarme. Y, al igual que con ella,
lo entendí.
Recorrí
periférico como tres veces, tratando de perder el tiempo hasta que comenzó a
llover, entonces conduje hasta la maldita oficina. Busqué mi bolso para
arreglarme el maquillaje y que la metiche de Yadira no me viera entrar con la
cara lavada y comenzara a hacer preguntas, y entonces lo vi. Tu teléfono tirado
entre los dos asientos. Lo tomé y maldije en voz baja.
Ahora
que lo pienso, quizás hubiera sido mejor dejarlo en la recepción del edificio y
largarme a ver una película; pero he aprendido que los “quizás” y los
“hubieras” son espinas que nunca salen de la mente. Lo que hice fue dejar el celular
en la guantera y entrar. Cerré la puerta de mi oficina para que nadie llegara a
importunar con los pendientes del día, al fin de cuentas tener a tu cargo a más
de ciento cincuenta personas es como tener hijos pequeños: no te dejan ni cagar
a gusto. Mi secretaria llamó a la puerta. Alguien quería verme. Pensé en
negarme pero no tuve tiempo. Ella
entró empujando a la pobre de mi asistente, quien cayó de espaldas en el
pasillo. Ella no dijo nada, solo me
apuntó con el arma y disparó.
Nunca
había sentido tanto dolor. La bala entró en mi pecho destrozando la clavícula.
Mientras caía pensé que la muy perra me había apuntado al corazón y agradecí a
Dios que no tuviera mejor puntería. El impacto lanzó mi silla hacia atrás. Escuché
gritos en el pasillo, creo que distinguí la voz de Yadira hablando a urgencias.
Luego escuché la puerta cerrarse y a mi asistente gritar pidiendo auxilio.
—Esto se acaba ahora —dijo ella rodeando mi escritorio para
apuntarme a la cabeza.
—Está bien —contesté
y asentí con un quejido.
—¡Pídeme perdón! —gritó.
—¿Por qué? —pregunté
fingiendo una carcajada, trataba de parecer más valiente de lo que me sentía—. Solo dispara.
—Pide perdón por el daño que le hiciste a
nuestra familia —sollozó.
Sentí
una fugaz oleada de satisfacción al verla temblar, y la entendí. Sin embargo
quería dañarla, ahora sí.
—¿Tú crees que me importa tu familia? —pregunté haciendo una mueca de desprecio— ¿Crees
que pienso en ti mientras me cojo a tu esposo? ¿Crees que él piensa en ti
mientras me la mete?
Reconozco
que no fue una buena idea. La ira y el dolor nunca se han llevado muy bien
conmigo y siempre me hacen pelear como un gato herido. Estaba tirando zarpazos
a ciegas con el peligro de que la loca de tu esposa me matara más rápido.
Desvié la mirada hacia el techo, la escuché dar unos cuantos pasos alejándose
de mí. Lloraba desesperada y yo solo podía pensar en mi propia familia. Si la
loca me mataba…
Volvió
a acercarse y esta vez la miré a los ojos. Me apuntaba de nuevo.
—Dispara —le
dije.
Y
lo hizo.
Desperté
en el hospital. No voy a contarte las horas de dolor que pasé ni la tortura de
la rehabilitación. Estoy segura de que te haces una idea. Me dolía cada
movimiento que hacía, pero más doloroso era ver que nunca entraste por la
puerta. No fuiste a verme y aunque lo agradecí, una parte de mí quería que
entraras y me dieras ánimos, aunque supongo que también estabas en duelo. Mi
marido estuvo ahí, cada puta noche y cada puto día. Ayudándome, apoyándome y
sin saber lo que había pasado más que la historia que le conté. Supe que
apoyaste mi versión ante la policía. Tu mujer tenía problemas y alucinaba.
Pensaba que había algo entre nosotros y perdió los estribos. También a ti te
entendí.
¿Por
qué te estoy escribiendo esto?
No
lo sé, quizás porque al pasar los años y al ver hacia atrás creo ya es tiempo
de reconocer mis errores. No tengo la disculpa de decir que era joven, ni
tampoco la de culpar a mi marido por las horas de abandono o a tu esposa por
cualquier cosa que haya hecho para lanzarte a mi brazos. Quizás es que a este
momento reconozco que fuiste la persona que me conoció mejor que nadie y que me
hiciste mucha falta después de todo ese embrollo. Sé que también te fallé al no
comunicarme contigo antes, pero es que la sociedad pesa mucho y no hubiera sido
normal que continuásemos la amistad que teníamos después de que tu mujer casi
me mata antes de saltar por mi ventana hacia el vacío a diez pisos de altura.
Sé que con la caída se destrozó la cabeza y algo más. Sé que su teléfono se
estrelló en el piso junto con el arma. Un golpe de suerte que no haya herido a
nadie más.
¿Existen
los golpes de suerte?
Creo
que sí. Y el hecho de que ella hubiera decidido tirarse por la ventana fue uno.
Al hacerlo silenció la única evidencia de nuestra vida juntos. La fotografía
que le envié cuando encontré tu teléfono. La misma que me tomaste mientras me
tocaba y te tocabas.
¿Por
qué la envié?
No
tengo idea. Quizás porque mi lugar era ese a la izquierda, ese que te hace
tomar malas decisiones, quizá era mi destino arruinarte la vida después de
haberte elevado al cielo. Hay personas así y yo soy una de ellas. No te escribo
para pedirte perdón. Quizá sea el hecho de que nos encontraremos algún día, ya
que nos movemos en los mismos círculos. Sé lo que haces y a dónde vas sin preguntarle
a nadie porque la gente habla sin pensar y vemos a las mismas personas, los
mismos clientes, los mismos proveedores. Solo quiero que al momento de
encontrarte conmigo, sepas lo que hice y tomes una mala decisión. Soy todas tus
equivocaciones juntas, soy el error que nunca podrás reparar, soy esa fiel
cicatriz y siempre voy a estar ahí… toma una mala decisión, te lo ruego.
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